Guillermo

Un predicador del Evangelio acababa de hablar en un pueblo cercano al lugar donde vivía y decidió volver a su casa a pie. Tuvo que pasar delante de un grupo de casas medio escondidas entre los árboles. Una de ellas le llamó la atención sobre todo. Su aspecto desolado daba la idea de la extrema pobreza de los que habitaban en ella. El tejado estaba agujereado en varios sitios, las dos pequeñas ventanas conservaban apenas algunos cristales. La puerta medio destruida estaba abierta. El evangelista entró, pero retrocedió sorprendido cuando vio al único ser que se encontraba allí. Era un hombre de unos treinta años, con un rostro desfigurado y pálido. Su cabeza era de un tamaño desmesurado que contrastaba grandemente con sus extremidades delgadas y deformes. Su talla era como la de un niño de diez años y las dos muletas colocadas al alcance de su mano denotaban las dificultades que tenía para moverse. Guillermo, que así se llamaba, no era tullido de nacimiento; había llegado a este triste estado a consecuencia de la desidia con la que su madre le había criado. Esta mujer era dada a la bebida, y trataba a su hijo con una gran dureza.

El hombre estaba sentado en un taburete, el que, junto con una silla rota y una mesa coja, componían todo el mobiliario de la habitación. Leía cuando el desconocido entró. Este decidió no darse a conocer antes de descubrir cuáles eran los sentimientos de aquel enfermo y le abordó con un aire indiferente.

— ¡Buenos días, amigo! ¿Qué libro estás leyendo?

— Leo el Nuevo Testamento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo —respondió Guillermo con una gravedad afable que borró enseguida la mala impresión que su contemplación había causado al visitante.

— ¡Ah! ¿Verdaderamente piensas —continuó este último—, como lo pretende la gente religiosa, que la lectura de este libro puede hacer mucho bien? ¿Crees que puede volverme mejor de lo que soy? — El enfermo dirigió una mirada a su interlocutor que daba a entender que en este cuerpo enclenque había una gran inteligencia.

— Si el Espíritu que inspiró a los santos hombres de Dios que escribieron este libro, abre su corazón, su lectura le hará mucho bien, pero sin esta condición, no le hará nada. Porque “el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Corintios 2:14).

Al oír estas palabras, el evangelista olvidó el lugar donde estaba y la condición física del que le hablada y comprendió que tenía delante de él un hermano en la fe, un miembro del “linaje escogido, real sacerdocio, nación santa” (1 Pedro 2:9). Sin embargo, quiso probar de nuevo la fe del inválido y, dando a entender que no había comprendido sus palabras, le preguntó: — Pero, amigo, ¿cómo has hecho para saber todas estas cosas espirituales, ya que no creo que seas ningún sabio?

Guillermo miró a su visitante con una atención profunda; parecía como si sus ojos buscasen leer su alma.

— Señor, yo no le conozco a usted, ignoro el motivo de su visita, pero el Evangelio enseña: “Estad siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros” (1 Pedro 3:15). Pido a Dios que me conceda poder desempeñar este deber con benignidad y respeto. Usted puede ver, señor, mi cuerpo deformado, pero no puede ver la deformidad de mi alma. Usted no puede saber cuánto he pecado.

— ¿¡Tú, pecar!? —exclamó el visitante—. Si apenas te puedes mover, ¿qué clase de pecados podrías hacer en tu estado?

— Es verdad, no puedo ofender a Dios de la misma manera que los demás hombres —replicó— no obstante, soy una de las más viles criaturas que existen. He creído durante mucho tiempo que mis deficiencias físicas, que hacían mi vida tan desgraciada, me concedían el derecho de pecar tanto como quisiera. Me decía a mí mismo que Dios no castigaría en el más allá a una persona a la que tan cruelmente había tratado en este mundo y, según creía yo, sin merecerlo. Con esta idea, y como que no podía cometer otros pecados, me dediqué a jurar y a blasfemar con furor. Inventaba imprecaciones que ningún hombre, creo, podía imaginar. Pero, ¡bendito sea Dios!, hace unos tres años, cuando me arrastraba hacia el sol, delante de la puerta, apoyado en las muletas, sufrí un intenso dolor; creí que iba a morir y caí al suelo dando gritos. En ese momento, un pensamiento muy serio vino a mi mente: ¿Qué he hecho durante mi vida? —me dije a mí mismo—. Nada. Entonces no puedo esperar ir al cielo. Y si no voy, ¿adónde iré? Estas preguntas que turbaban mi conciencia me hacían temblar, porque he de decirle, señor, que en aquellos momentos no conocía otro medio de salvación que no fuera el de mis propias obras.

— Pero —interrumpió el evangelista— ¿qué otro medio de salvación tenemos sino el de hacer todo el bien que podamos en vista de merecer el favor del Todopoderoso?

 

La cara del enfermó se iluminó: — “Por las obras de la ley ningún ser humano será justificado… —respondió— porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado… Dios nuestro Salvador... nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo, el cual derramó en nosotros abundantemente por Jesucristo nuestro Salvador” (Romanos 3:20; Tito 3:4-6). En este estado de desánimo, intentaba orar. Las oraciones que hacía no se parecían en nada a las que usted puede haber oído. De todas maneras, creo que Dios las oyó y respondió. No sé porqué, pero me parece que le resultaron agradables. He aquí lo que yo le decía, si es que aún me acuerdo: — Señor, soy un pobre pecador, en mi vida no he hecho nada bueno y ahora tengo miedo de morir y de ir al infierno. Señor, si tú puedes salvarme, hazlo, si bien no sé cómo puedes hacerlo. Perdóname y haré más que David, quien oraba siete veces al día; yo oraré ocho veces y leeré doce capítulos. Yo pensaba que orar era leer las oraciones de un libro.

— ¿Qué puedes hacer mejor que leer oraciones?

— ¡Ah, señor! Usted puede leer todas las oraciones del mundo y no haber orado jamás.

— Es extraño. Entonces, ¿qué es orar?

— Orar es pedir a Dios lo que necesitamos.

Continuando su explicación, él dijo: — Dios permitió que me restableciese un poco; empecé, pues, a hacer lo que había prometido; pero, al cabo de poco tiempo, me di cuenta de que ya no oraba y dejé de leer las oraciones, porque temía que esto fuera burlarse de Dios; pero, gracias a Él, no dejé de leer el Nuevo Testamento. Lo leí todo, al principio me pareció que sólo hablaba de amenazas, ya que no podía distinguir las grandes y preciosas promesas que contiene. Sólo prestaba atención a pasajes tales como: “¡Serpientes, generación de víboras! ¿Cómo escaparéis de la condenación del infierno?” (Mateo 23:33). “Pero por tu dureza y por tu corazón no arrepentido, atesoras para ti mismo ira para el día de la ira” (Romanos 2:5). “Cuando se manifieste el Señor Jesús desde el cielo con los ángeles de su poder, en llama de fuego, para dar retribución a los que no conocieron a Dios, ni obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesucristo” (2 Tesalonicenses 1:7-8). “El que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él” (Juan 3:36). “Y entró el rey para ver a los convidados, y vio allí a un hombre que no estaba vestido de boda. Y le dijo: Amigo, ¿cómo entraste aquí, sin estar vestido de boda? Mas él enmudeció. Entonces el rey dijo a los que servían: Atadle de pies y manos, y echadle en las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes. Porque muchos son llamados, y pocos escogidos” (Mateo 22:11-14).

Sin embargo, volví a leer el Nuevo Testamento. Cuando llegué de nuevo a la primera epístola de Juan y encontré estas preciosas palabras: “La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1:7), sentí que esta sangre respondía a mi conciencia y me pareció como si hubiera pasado a vivir en un mundo nuevo. Entonces pude amar a Dios, y si tuviera mil vidas, las daría todas por amor a Cristo.

— Y desde aquel momento, ¿ya no pecaste más? —le preguntó el visitante.

— Desgraciadamente, sí —repuso Guillermo, me-neando la cabeza con tristeza—: “Porque todos ofendemos muchas veces… Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros” (Santiago 3:2, 1 Juan 1:8).

— Pero si vuelves a caer en el pecado, ¿no hubiese sido mejor que permanecieras en la ignorancia?

A esto, él replicó: — “El que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo… Si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Y él es la propiciación por nuestros pecados” (Filipenses 1:6, 1 Juan 2:1-2).

El pobre enfermo que hablaba de esta manera y que citaba tan a propósito la Palabra de Dios, no había leído otro libro que no fuera la Biblia ni nunca había oído una predicación ni había estado nunca en un lugar de culto; pero, enseñado por el Espíritu Santo, había sido hecho sabio en la Palabra de la Salvación, rico en la fe, hijo de Dios y heredero de su reino. Por grande que fuera su deformidad física, poseía la belleza espiritual, y si estaba vestido con harapos, había sido revestido con la ropa de justicia de su Redentor.

— Pero, —preguntó su amigo desconocido— ¿puedes pecar sin temor y conducirte como quieras, ahora que Jesús es tu Salvador?

— ¡Dios me libre! —exclamó Guillermo, casi indignado—; “Porque los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?… Porque el amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron; y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (Romanos 6:2; 2 Corintios 5:14-15).

Hablando de esta manera, su mirada se posó sobre el visitante y advirtió lágrimas en sus ojos. — ¡Oh, señor! —manifestó con alegría— estoy seguro de que sus sentimientos son totalmente distintos de los que usted ha expresado. Dígame, se lo pido por favor, ¿quién es usted y a qué ha venido aquí?

— Mi querido hermano —respondió éste— efectivamente no soy el tipo de persona que quería dar a entender. Soy un pobre pecador que el Espíritu Santo ha conducido, como a ti, a confiar en Aquel que murió por los impíos. Soy yo quien hablé esta misma mañana a tus vecinos anunciándoles que “la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 6:23).

El efecto que estas palabras produjeron en Guillermo fue estremecedor. Hizo un esfuerzo para abalanzarse hacia su visitante, coger sus dos manos y cayendo de rodillas, exclamó: — ¡Oh, Dios mío, te doy gracias, porque has respondido a mis oraciones. Te había pedido que al menos por una vez me permitieras conversar con uno de los tuyos y así lo has hecho! … Y ahora, querido amigo, repíteme, por favor, lo que has dicho sobre este precioso versículo, porque en toda mi vida no he podido escuchar una predicación.

El visitante hizo tal como le pidió el enfermo y, después de haber orado con él y de haberlo encomendado a la gracia de Dios, se separó de él.

Querido lector, mi deseo es que este relato le haga reflexionar y pido a Dios que toque su conciencia.