Dos obstáculos impedían a Zaqueo ver a Jesús. En primer lugar, el hecho de que fuese pequeño de estatura. Si nosotros tenemos el mismo deseo de verle —¡y ojalá fuera así!— tropezaremos inevitablemente con el mismo obstáculo. Efectivamente, amado lector creyente, somos «bajos», o sea pequeños, demasiado pequeños para discernir la grandeza de Aquel de quien dijo el ángel a María: “Éste será grande” (Lucas 1:32).
Por naturaleza tenemos puestos nuestros pensamientos en las cosas de la tierra… y son cosas pequeñas, muy pequeñas, si las consideramos ante la majestad del Dios Todopoderoso. Estamos ocupados en nuestra persona, nuestra salud, nuestra familia, nuestros amigos, nuestro trabajo, nuestro servicio, nuestras distracciones y con tantas otras cosas que no son malas en sí mismas, pero que en realidad son muy pequeñas. Sin embargo, ocupan mucho lugar en nuestros corazones, tanto, que a veces casi no queda sitio para Aquel que es tan grande.
Es bueno, por cierto, que el padre de familia piense en sus hijos, que la esposa piense en los quehaceres de la casa, el obrero en la buena ejecución del trabajo, pero esas ocupaciones, por buenas que sean, se vuelven malas si nos impiden ver a Jesús, tal como él es, apartando nuestra vista de su bendita persona.
El segundo obstáculo era un obstáculo exterior, el cual, de no haberse subido a un sicomoro le hubiera privado de la visión clara y precisa de Aquel que pasaba por Jericó: era la multitud que rodeaba al Señor, y que representa para nosotros lo que podríamos llamar el mundo religioso. ¡No!, no es posible ver a Jesús tal como él es, en medio del confuso conjunto de dogmas, enseñanzas y formas propagadas por todas las sectas que forman la cristiandad profesante. La multitud es tan densa que apenas si se pueden distinguir algunos rasgos de su bendita persona.
Es humillante correr, como lo hizo Zaqueo, cuando se desea andar con cierta dignidad humana. Es degradante trepar a un árbol como un niño, cuando se es mayor de edad. Es humillante manifestarse pequeño cuando uno se cree grande, y reconocer su propia ignorancia cuando se pretende tener conocimiento. Sí, es humillante a veces rehusar las distracciones que ofrece el mundo para ir —a pesar del desprecio y de las burlas— a encontrar al Señor donde él prometió su presencia. Zaqueo bien podría haber hallado motivos humanos para no exponerse a semejantes humillaciones. Bastaba con que no se subiese al árbol, o que no dejara el banco de los tributos, pensando que otros, más altos que él, verían pasar al Señor y que después podrían hablarle de él. Del mismo modo ¿no estiman muchos cristianos que corresponde a otros ocuparse de las cosas de Dios y luego explicarles en un sermón el resultado de sus estudios? ¿No sucede a veces que nos dejamos apartar de la presencia del Señor por motivos que nos parecieron legítimos, pero que en realidad eran muy pequeños y miserables, y que justificamos nuestra actitud pensando que la presencia personal del Señor la podemos sustituir por una meditación o una lectura de la Palabra en el momento que menos estorbe nuestras ocupaciones?
Zaqueo no obró de esta manera y bien se le puede aplicar el versículo 11 de Lucas 14: “El que se humilla, será enaltecido”.
Al humillarse, al adoptar una actitud casi degradante, se elevó encima de los obstáculos y desde arriba vio a Jesús tal como era.
Sucede lo mismo con nosotros. Si nos contentamos con las cosas de la tierra sin elevamos sobre el mundo religioso que nos rodea, no distinguiremos las perfecciones del Señor. Para ver en toda su grandeza a Aquel que es la Verdad, hemos de buscarle en la Palabra de verdad, libre de todo comentario humano y encontrarle donde él prometió su presencia, fuera y por encima de toda forma religiosa, en la dependencia del Espíritu Santo, el único que puede guiarnos por el camino de la verdad. Para realizarlo, tendremos que pasar por humillaciones y vencer dificultades como Zaqueo, y tal vez tengamos que sufrir persecución; pero la respuesta del Señor colmará nuestro ser. Zaqueo no vio sólo pasar al Señor sino que también tuvo el gozo de oír decir a Aquel que le conocía por su nombre: “Zaqueo, date prisa, desciende, porque hoy es necesario que pose yo en tu casa” (v. 5).
Sí, amado lector creyente, bien vale la pena soportar algunas dificultades y sufrimientos para gozar de la comunión de Aquel que nos dice: “El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él” (Juan 14:23).