El nuevo nacimiento /3

¿Cuáles son sus resultados?

3. ¿Cuáles son sus resultados?

Como tercero y último punto, consideraremos los resultados de la regeneración, tema —sobra decirlo— de sumo interés. ¿Quién podrá jamás apreciar debidamente los gloriosos resultados de ser hijo de Dios? ¿Quién podrá describir los afectos propios de estas altas y santas relaciones en las que entra el alma al nacer de nuevo? ¿Quién puede explicar plenamente esa preciosa comunión de la que goza el privilegiado hijo de Dios con su Padre celestial? “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él. Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es. Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro” (1 Juan 3:1-3). “Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados” (Romanos 8:14-17).

Vida y paz

Es de suma importancia comprender la diferencia que existe entre “vida” y “paz”. La primera es el resultado de nuestra unión con la Persona de Cristo; la última es el resultado de su obra. “El que tiene al Hijo, tiene la vida” (1 Juan 5:12); pero “justificados, pues, por la fe, tenemos paz…” (Romanos 5:1) — “haciendo la paz mediante la sangre de su cruz” (Colosenses 1:20). Tan pronto como un hombre acepta, en su corazón, la sencilla verdad del Evangelio, viene a ser un hijo de Dios; y esta verdad es la “simiente... incorruptible” de “la naturaleza divina” (1 Pedro 1:23; 2 Pedro 1:4). Muchos no están conscientes de todo cuanto implica la aceptación de la verdad evangélica, así como el hijo de un noble puede ignorar —por su corta edad— las ventajas de su parentesco. Pero esto no cambia nada el hecho; puedo no estar plenamente consciente del parentesco y de sus resultados, pero esto no modificará en nada mi posición, disfruto de los efectos propios del mismo, y he de cultivarlos para que me unan estrechamente a Aquel que me hizo nacer por la Palabra de verdad (Santiago 1:18). Tengo el privilegio de gozar plenamente del abundante amor paterno que fluye del seno de Dios, y de devolver este amor, esta devoción, por el poder del Espíritu que mora en mí. “Ahora somos hijos de Dios” (1 Juan 3:2). Él nos hizo así, disponiendo que este maravilloso privilegio fuese la porción de todo aquel que creyese en la verdad revelada: “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Juan 1:12). Y no conseguimos esta posición “por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho”, sino sencillamente “por su misericordia” él (Dios) nos salvó, “por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo, el cual derramó en nosotros abundantemente por Jesucristo nuestro Salvador, para que justificados por su gracia, viniésemos a ser herederos” (Tito 3:5-7); y esto sencillamente por depositar nuestra fe en la verdad del Evangelio, que es la “simiente... incorruptible” de Dios.

¿Cuándo se recibe la vida?

Tomemos el caso del más vil pecador, de quien hasta entonces ha llevado una vida hundida en el cieno de la corrupción. Dejemos que el puro Evangelio de Dios ilumine su conciencia, revelándole su condición de pecador irremisiblemente perdido, le lleve luego al arrepentimiento sincero, de tal modo que reciba en su corazón las Buenas Nuevas de salvación; dejemos que crea de todo corazón que “Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras” (1 Corintios 15:3-4); en cuanto este pecador acepte así a Cristo será un hijo de Dios, una persona completamente salvada, perfectamente justificada y aceptada por Dios. Al recibir en su corazón el sencillo testimonio acerca de Cristo, ha recibido vida nueva. Cristo es la verdad y la vida; y cuando recibimos la verdad, recibimos a Cristo; y cuando aceptamos a Cristo, recibimos la vida: “El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él” (Juan 3:36). ¿Y cuándo recibe aquella vida? Desde el momento en que deposita su fe en Cristo: “… para que creyendo, tengáis vida en su nombre” (Juan 20:31). La verdad acerca de Cristo es simiente de vida eterna, y cuando esta verdad es aceptada en el corazón, se recibe la vida.

No sentir, sino creer

Notemos que esto es cuanto afirma la Palabra de Dios; se trata pues de un testimonio divino, y no de humanos sentimientos. No recibimos la vida por sentir algo en nosotros, sino en cuanto creemos realmente en Cristo; y para esto tenemos la autoridad de la Palabra eterna de Dios, las Santas Escrituras. Conviene entender bien este aspecto de la verdad. Muchos esperan ver en ellos mismos las evidencias o pruebas de la vida nueva, en vez de mirar hacia fuera para contemplar a Aquel que imparte dicha vida. Bien es verdad que “el que cree en el Hijo de Dios, tiene el testimonio en sí mismo” (1 Juan 5:10); pero es también cierto que, si tomo tal testimonio como meta o centro de mi vida espiritual, viviré sumiso en dudas e incertidumbre. Mientras que si Cristo llena mi visión, el testimonio en mí estará revestido de toda su divina integridad y poder, y mi conciencia hallará reposo. Conviene mucho esclarecer este punto, ya que existe una fuerte tendencia en nuestros corazones para buscar dentro de nosotros mismos el fundamento de nuestra paz y satisfacción, en vez de edificarlo sólo y exclusivamente sobre Cristo. Cuanto más sencillamente clavemos la mirada en Cristo, fuera de cualquier otra cosa, tanto más sosegados y felices seremos; pero, tan pronto como apartemos la mirada de él, seremos desgraciados, desquiciados e infelices.

En una palabra, el lector debe esforzarse en comprender, según nos enseña la Biblia, la distinción que existe entre “vida” y “paz”. Aquélla es el resultado de nuestra relación con la Persona de Cristo; ésta es el resultado de la fe en su obra perfecta. Encontramos muy a menudo almas nacidas de nuevo que están turbadas e inquietas en cuanto a su aceptación por parte de Dios. Han recibido la vida; pero, como no ven la plenitud de la obra de Cristo para borrar sus pecados, están turbadas en su conciencia, y no tienen descanso o paz en su alma.

Ilustremos esta verdad. Si colocamos un peso de cien kilogramos sobre el cadáver de un hombre, éste no lo sentirá; por más que se aumente dicha carga, no le dolerá, ni estará consciente de la misma, porque ¡no tiene vida! Pero, supongamos por un instante que la recuperase, ¿qué sucedería? Experimentaría una terrible sensación de agobio. Ahora bien, ¿qué necesitaría para disfrutar plenamente de la vida que ha recibido?: que le quitasen por completo el peso que le oprime. Ocurre lo mismo con el pecador que recibe la vida al creer en la Persona del Hijo de Dios; mientras estaba en un estado de muerte espiritual, carecía de sensibilidad espiritual, no tenía la menor noción de que un peso le oprimiera. Pero la vida nueva le ha otorgado una sensibilidad espiritual y siente ahora esa carga que agobia su corazón y su conciencia, y no sabe cómo podría deshacerse de la misma. Aún no ha comprendido todo cuanto implica la fe en el nombre del Hijo unigénito de Dios; ni ha visto que Cristo es a la vez su justificación y su vida. Lo que necesita es considerar sencillamente el sacrificio expiatorio de Cristo, su obra redentora plenamente cumplida, por medio del cual todos sus pecados fueron hundidos para siempre en las aguas del olvido eterno. Y es esto, sólo esto, lo que puede quitar y alejar las cargas y congojas del corazón, e infundir ese hondo reposo espiritual que nada podrá turbar ya.

Si considero a Dios como un Juez, y me tengo por pecador perdido, necesito la preciosa sangre de Cristo, la sangre de la cruz para llevarme a su presencia por el camino de la justicia. He de comprender claramente que cualquier demanda que Dios, el justo Juez, tenga en contra de mí, pecador culpable, ha sido contestada y eternamente resuelta por “la sangre preciosa de Cristo”. Esto es lo que infunde paz a mi alma. Y veo que, por medio de aquella sangre, Dios es “justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús” (Romanos 3:26). Veo que en la cruz, Dios ha sido plenamente glorificado en cuanto a mis pecados, y que inclusive la cuestión del pecado ha sido plena y perfectamente resuelta entre Dios y Cristo en la honda y espantosa soledad del Calvario, cuando él, la Víctima santa, pura e inocente, fue hecho pecado por nosotros, y tuvo que exclamar: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” Ahora, pues, mi carga ha sido quitada; el peso agobiador ha sido removido; he sido absuelto de toda culpa: puedo respirar libremente, disfruto de una paz perfecta, ya que no hay acusación en contra de mí; estoy libre por la sangre de Cristo. El Juez se ha declarado satisfecho por la resurrección de mi Sustituto, sentándole a la diestra de su Majestad en las alturas.

La adopción divina

Pero hay algo más, y de inmenso valor. No sólo me considero como un pecador culpable al que le ha sido franqueado el libre acceso a Dios, justo Juez, sino que puedo contemplar cómo Dios —en el desarrollo de sus eternos designios de amor— me engendró por la Palabra de verdad, hizo de mí su hijo al adoptarme en su familia, y me colocó ante él de tal modo que pueda disfrutar de su comunión paternal, y ser el objeto de los tiernos afectos del círculo familiar divino. Esto es ciertamente otro aspecto del carácter y de la posición del creyente. Ya no se trata de presentarse ante Dios, plenamente consciente de que cualquier demanda suya ha sido perfectamente satisfecha (cosa sumamente preciosa para un corazón agobiado por sus pecados), sino que hay mucho más: el hecho de que Dios es mi Padre y yo su hijo. Tiene un corazón de padre, con cuyo amor puedo contar en medio de mi flaqueza y necesidad. Dios me ama, no por lo que sería capaz de hacer, sino porque he venido a ser su hijo.

Mirad ese vacilante chiquillo, esa criatura objeto de constante cuidado y solicitud, totalmente incapaz de ayudar en lo más mínimo en los intereses de su padre, a quien éste ama tanto que no le cambiaría por diez mil mundos; pues bien, si estos sentimientos anidan en el pecho de un padre terrenal, ¡cuánto más en el corazón de nuestro Padre celestial! Él nos ama, no por lo que pudiéramos hacer, sino porque somos sus hijos. Él, de su voluntad, nos hizo nacer por la Palabra de verdad (Santiago 1:18). Del mismo modo que nos era imposible satisfacer las demandas del justo Juez, tampoco pudimos conseguir, con nuestros propios esfuerzos, un lugar en el corazón del Padre. Todo nos ha sido dado de pura gracia. El Padre nos ha engendrado y el Juez mismo ha hallado un rescate (Job 33:24). Por ambas cosas somos deudores de la gracia divina.

Responsabilidad del hombre

Pero, no olvidemos que si somos completamente incapaces de lograr, por nuestras obras, un lugar en el corazón del Padre, como así también de satisfacer las demandas del justo Juez, tenemos —sin embargo— la responsabilidad de creer “el testimonio con que Dios ha testificado acerca de su Hijo” (1 Juan 5:9-11). Digo esto porque hay algunos que se escudan tras los dogmas de una teología parcial e inexacta, mientras rehúsan creer el sencillo testimonio de Dios. Hay muchas personas (inteligentes también) que, cuando se les invita a aceptar el Evangelio de la gracia de Dios, responden fácilmente: — «No puedo creer mientras Dios no me dé poder para hacerlo; y no seré investido de dicho poder hasta que no sea uno de los elegidos. Si pertenezco al número de los favorecidos, debo salvarme; en caso negativo, no puedo salvarme».

Dicho razonamiento no sólo es inadmisible, sino falso, y destinado a desembocar en el más peligroso fatalismo, el cual destruye por completo la responsabilidad del hombre y deshonra la administración moral de Dios. Equivale a afirmar que Dios es el autor de la incredulidad del pecador, lo cual, en verdad, es añadir insulto sobre insulto.

Ahora, ¿cabe pensar que tan fútil argumento resistirá un solo instante ante el rey de los terrores (la muerte), o ante el tribunal de Cristo? ¿Hay acaso una sola alma en las tétricas moradas de los perdidos que piense en acusar a Dios de ser el autor de su perdición eterna? ¡De ningún modo! Solamente en la tierra se arguye de esta manera. Semejantes argumentos no se oyen en el infierno. Cuando los hombres bajan al infierno, sólo se acusan a sí mismos; en el cielo, alaban al Cordero. Todos los perdidos tendrán que agradecérselo a sí mismos; todos los redimidos tendrán que agradecérselo a Dios. Cuando el alma no arrepentida desemboque del estrecho acueducto del tiempo en el mar sin límites de la eternidad, comprenderá la solemnidad de estas palabras del Señor: “¡Cuántas veces quise…, y no quisiste!” En verdad, la Palabra de Dios enseña claramente tanto la responsabilidad del hombre como la soberanía de Dios. El ser humano se encuentra ante la imposibilidad de concebir un sistema teológico que define los límites de ambas verdades; pero no está llamado a idear sistemas, sino a creer, a aceptar por la fe el sencillo testimonio que Dios ha dado acerca de su Hijo Jesucristo, y a ser salvo por medio de Él.