Cinco pueblos /5

Betania

Betania

“Amigo hay más unido que un hermano.”
(Proverbios 18:24)

El Hijo de Dios que va a morir.
(véase Juan 11:51; 12:33)

¿Por qué es tan conocido el nombre de Betania entre las innumerables ciudades y aldeas donde pasó el Señor Jesús, no obstante no ser allí donde nació como Belén, donde fue criado como Nazaret, donde sirvió como Capernaum? Pero es que allí había una familia que le quería, a quien Él quería. Tal vez no hay otro lugar en la tierra donde hayan sido manifestadas de manera más evidente tanto la perfección de su humanidad como la gloria de su divinidad.

En Samaria (Lucas 9:52-53), entrando los discípulos en una aldea para hacerle preparativos, no fueron recibidos, “porque su aspecto era como de ir a Jerusalén”. Y en cuántos lugares había de ser ese “Hijo del Hombre que no tiene dónde recostar la cabeza”. Pero “aconteció que yendo de camino, entró en una aldea; y una mujer llamada Marta le recibió en su casa” (Lucas 10:38). Esta primera visita donde lo recibieron fue seguida por otras; Jesús tuvo en la tierra un lugar que era como su “hogar”, donde hallaba simpatía y afecto, “Betania, la aldea de María y de Marta su hermana” (Juan 11:1).

¡Cuántas consecuencias tuvo esta primera acogida! En el día de la prueba, Él estará allí, más que para aliviar para volver a dar la vida. En la víspera de su muerte vendrá allí y María le ungirá con el perfume de mucho precio; y el Señor dirá: “De cierto os digo que dondequiera que se predique este evangelio, en todo el mundo, también se contará lo que ésta ha hecho, para memoria de ella” (Mateo 26:13). Cuántos creyentes han sido animados, avivados, fortalecidos a través de los siglos por los distintos relatos que se refieren a Betania. ¿No valía la pena haberlo recibido cuando se presentó?

Hoy, el Salvador pasa…

El primer encuentro (Lucas 10:38-42)

Capernaum nos dejó la impresión de la actividad incansable del Salvador, pero en Betania domina la calma. Cuántas veces está repetido que “están sentados” allí. A los pies de Jesús, María escuchaba su palabra. Cómo debía apreciar el Señor ser escuchado en la paz y la tranquilidad. ¿No nos haría falta —a parte de la lectura matutina, indispensable como el maná para Israel en el desierto— tomar más seguido algunos momentos para estar solos a sus pies? «Dejando escurrirse las horas, en un silencio que se olvida, para dejarte hablar, Jesús».

En su primera invitación “Marta se preocupaba con muchos quehaceres”. El Señor no le hace reproche alguno. Sólo cuando, saliendo de su lugar, interviene para invitarle a reprender a su hermana, Jesús, con la mayor calma, la llevará a reflexionar sobre la actividad de su «yo»: “Marta, Marta, afanada y turbada estás con muchas cosas. Pero solo una cosa es necesaria”. Palabras que muy seguido han sonado a nuestros oídos, ¿pero hasta qué punto las hemos tomado a pechos?

En el duelo (Juan 11:1-44)

“Amaba Jesús a Marta, a su hermana y a Lázaro”. «Estaba en Betania como un amigo de la familia, encontrando en el círculo que le rodeaba lo que hoy día todavía encontramos entre nosotros: un hogar. El afecto de Jesús para con la familia de Betania no era el de un Salvador, ni de un Pastor, aunque sabemos que era para ella lo uno y lo otro: era el afecto de un amigo de la familia» (J.G.B.). Afecto conmovedor y puro de Aquel que ha querido participar de carne y sangre (Hebreos 2:14) y que así ha tomado perfectamente parte en todos los sentimientos que pueden experimentar los corazones de los hombres bajo la mirada de Dios.

Por eso, cuando Lázaro está enfermo, las hermanas mandan decir a Jesús: “Señor, he aquí el que amas está enfermo”. Expresión que ya trajo consuelo a muchos corazones que sufrían a causa de la enfermedad: “el que amas …”

Pero, siempre atento para discernir el pensamiento de su Padre, Jesús “se quedó dos días más en el lugar donde estaba”. Hubiera podido volar para socorrer a quien llama “nuestro amigo”; pero tenía que realizar algo mejor que una curación: “esta enfermedad, dijo, no es para muerte, sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella”. Como hombre dependiente, esperaba que hubiese llegado el momento; como Hijo de Dios, sabía perfectamente en qué circunstancias se encontraba Lázaro y pudo decir a sus discípulos: “Nuestro amigo Lázaro duerme; mas voy para despertarle”.

Las hermanas habían esperado mucho. Si, según parece, le hicieron falta cuatro días de camino a Jesús para ir desde el lugar donde estaba hasta Betania, les había hecho falta más o menos el mismo tiempo a los mensajeros de las dos hermanas; y como Jesús había dejado transcurrir dos días entre el mensaje y su salida, fueron unos diez días los que las hermanas tuvieron que esperar la respuesta a su petición urgente. Entendemos que las dos dijeran: “Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto”, expresión de su dolor, soportado sin la presencia del Amigo que tanto había tardado en venir. Pero tenía reservado algo mejor para ellas.

¿No es a menudo así cuando nos parece que tarda en contestar nuestras oraciones o que la prueba se alarga más allá del término que le hubiéramos querido poner?

Con que tranquila seguridad el Señor se presenta a Marta diciéndole: “Yo soy la resurrección y la vida”. Afirmaba su gloria, su divino poder, su propia grandeza; pero un momento después, al ver llorar a María postrada a sus pies y llorar a los judíos que habían venido con ella, “se estremeció en espíritu y se conmovió”; luego, al acercarse al sepulcro, la intensidad de su humana simpatía brota en estas sencillas palabras: “Jesús lloró”.

Si hubiéramos querido escoger en toda la Biblia las palabras que forman el versículo más corto, ¿hubiéramos podido hallar palabras más notables? Jesús, el Dios Salvador, la Palabra hecha carne, aquel que acababa de declarar que era la resurrección y la vida, Jesús… lloró. Cuando vino al sepulcro, todavía se estremecía, «expresión de la pena profunda, mezclada con indignación, producida en el alma del Señor al ver el poder de la muerte sobre el espíritu del hombre» (J.N.D.).

Tratemos de representarnos esta escena. Un gran número de personas rodean al Señor, habitantes de Betania, judíos venidos de Jerusalén para consolar a las dos hermanas, los discípulos, Marta, María. Iban a ser testigos del más extraordinario de los milagros del Salvador. La hija de Jairo había sido resucitada cuando, todavía acostada en su cama, hacía poco que había dado el último suspiro. El hijo de la viuda de Naín estaba en el camino hacia el cementerio; pero de Lázaro, Marta dice: “Hiede ya, porque es de cuatro días”. La corrupción había empezado su obra. La piedra se quita y, delante de todos, Jesús alza los ojos al cielo, ora y da gracias “por causa de la multitud que está alrededor, para que, dice a su Padre, crean que tú me has enviado”. Todos los ojos están fijos en él, luego en la abertura del sepulcro cuando “clamó a gran voz: ¡Lázaro, ven fuera! Y el que había muerto salió”. Momento indescriptible donde, por esta victoria sobre la muerte, toda la gloria del Hijo de Dios es puesta en evidencia. ¿Podría alguien desde entonces negar quién era?

Se comprende la inquietud de los pontífices y de los fariseos ante tal milagro. “Desde aquel día acordaron matarle… los principales sacerdotes acordaron dar muerte también a Lázaro, porque a causa de él muchos de los judíos se apartaban y creían en Jesús” (Juan 11:53; 12:10-11).

De capítulo en capítulo, desde el 10 en adelante, la sombra de la muerte que le espera va a irse acentuando siempre en su camino hasta el Gólgota.

Seis días antes de la Pascua (Marcos 11:11-12, 19-20; Juan 12:1-8)

Aclamado por la multitud que gritaba “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!” (Marcos 11:9), Jesús había entrado en Jerusalén. Pero si en esta circunstancia el pueblo tuvo que recibirle así, ninguna casa se abrió en la ciudad santa para acogerle. Así: “habiendo mirado alrededor todas las cosas, como ya anochecía, se fue a Betania con los doce” (v. 11). Allí había un refugio para Él (v. 19-20) donde, lejos del odio que le rodeaba, podía pasar todavía unas horas.

Es allí, en Betania, donde seis días antes de la Pascua le hicieron una cena. “Seis días antes de la pascua” (Juan 12:1), o sea aquel año el primer día de la semana, este día que iba a ser apartado por ser marcado por su resurrección y por su venida entre los suyos reunidos. “Le hicieron allí una cena” (v. 2). «Por muy interesante que fuera a los ojos de todos la persona de Lázaro, no fue en su honor que invitaron para la cena; sino en honor de Aquel que le había resucitado. Los que se ocuparon de la cena de Jesús desaparecen y son reemplazados por la forma general “hicieron”. La actividad humana que prepara es suprimida para acentuar el gran hecho de que hay una cena preparada para Él y para Él solo» (H.R.).

La Pascua había sido preparada por los discípulos: “¿Dónde quieres, le dicen a Jesús, que vayamos a preparar para que comas la Pascua?” (Marcos 14:12), pero la cena de Betania que recuerda la mesa del Señor, ¿no es de hecho El que la preparó?

Lázaro, Marta y María «son tres personajes que nos presentan los tres principios que constituyen el conjunto de la vida cristiana en la Casa de Dios. Estos tres principios son la comunión, el servicio y el culto» (H.R.).

Lázaro, el que había estado muerto… era uno de los que estaban sentados a la mesa con él” (Juan 12:1-2). «A pesar de haber adquirido una vida nueva por la resurrección de entre los muertos permanece, en cuanto a su vida pasada, muerto. Su existencia anterior se había terminado en la muerte y vive ahora una vida nueva que no tiene ningún lazo con la vieja» (H.R.). Estaba sentado a la mesa juntamente con Él. Sin Él, no hubiera tenido ningún derecho de sentarse a su cena. Comunión preciosa del alma con su Salvador, realizada en su mesa. Sin duda, en ella también se goza de la comunión de los santos, este lazo maravilloso que une a todos los hijos de Dios, pero allí es ante todo la comunión con El que es puesta en evidencia. Qué parte tan bendita: estar sentado a la mesa juntamente con Él, sin decir nada tal vez, pero gozando de su persona, de su presencia, de la comunión con Él mismo.

Marta servía”. Antes su servicio tomaba el primer lugar, no había aprendido que antes de darle al Señor, hace falta recibir de Él; pero ahora estaba en el lugar que le convenía. No está dicho que Le servía o que les servía como la suegra de Pedro (Mateo 8:15; Marcos 1:31); sin que haga falta precisarlo, su servicio se extendía tanto al Señor como a los suyos y de hecho aquí abajo ¿cómo podríamos servirle si no es sirviendo a los suyos y a las almas que todavía están lejos de él y necesitan un Salvador?

Sin decir una palabra más, pero llena de amor por Él, María toma lo más precioso que tenía, “una libra de perfume de nardo puro, de mucho precio” y lo vierte sobre los pies de Jesús. “Trescientos denarios” representaban el salario de todo un año; pero para ella, no había nada demasiado precioso para Jesús. En los otros evangelios vemos que vierte el ungüento sobre su cabeza, la del Rey en Mateo, la del Siervo en Marcos; pero aquí en Juan es sobre los pies del Hijo de Dios que derrama su perfume, el olor del cual llena la casa. “Iba a morir”, lo presentía con la presciencia del amor.

Las mujeres vendrán en la mañana de la resurrección trayendo “especias aromáticas que habían preparado” (Lucas 24:1). Pero será demasiado tarde: ¡Ya había resucitado! María había llegado a tiempo. Como lo dice Jesús: “Se ha anticipado a ungir mi cuerpo para la sepultura” (Marcos 14:8). En el día de su gloria todos los redimidos rodearán al Cordero inmolado, cantarán el cántico nuevo, teniendo cada uno su arpa y copas de oro llenas de perfumes. Ni una sola voz faltará en este coro universal. Pero hoy día —mientras es rechazado, mientras algunos de los suyos, como los nueve leprosos de Lucas 17, se van, solamente felices de ser salvados, pero olvidan de volver a Sus pies para darle gracias— ¿no aprecia particularmente esta alabanza y esta adoración que brota de corazones agradecidos y puede, como el perfume de María, llenar toda la Casa de su olor?

Es ahora, en la tierra, que podemos “anunciar su muerte” y acordarnos de Él como lo ha pedido. En el cielo será demasiado tarde para contestar a este deseo de su corazón.

¡Qué bálsamo fue para el corazón del Señor encontrar en Betania una vez más, y en gran medida, la simpatía y la comprensión que tan rara vez se habían hallado en su camino! (Salmo 69:20).

La ascensión (Lucas 24:50-53)

¿Por qué escogió Jesús a Betania para pasar allí los últimos instantes de aquellos cuarenta días en los cuales, visible al menos por intervalos, estuvo en medio de sus discípulos en la tierra? No se fue al cielo desde Jerusalén, la ciudad del gran Rey, pero también la ciudad que lo había rechazado —ni de Galilea tampoco, testigo de su ministerio y punto de cita con los suyos para darles las señas seguras de su resurrección— sino de Betania, donde había brillado su gloria tan notablemente. “Alzando sus manos, los bendijo”. Ultima y sublime visión que los discípulos guardarán de su amado Maestro, porque “aconteció que bendiciéndolos, se separó de ellos, y fue llevado arriba al cielo”.

¿Qué les queda por hacer sino adorar, volver con gran gozo y alabar y bendecir continuamente a Dios en el templo?

Agreguemos que es sobre el monte de los Olivos, no lejos de Betania, donde aparecerá en el día de su triunfo y donde “se afirmarán sus pies” (Zacarías 14:4). Allí donde lloró; allí donde sufrió; allí donde su gloria brilló en medio del odio y de la oposición, allí es donde volverá.