Al final de su epístola a los filipenses, el libro de la experiencia cristiana, el apóstol Pablo resume sus ejercicios de corazón y de fe con tres expresiones: “He aprendido... sé... estoy enseñado” (Filipenses 4:11-12).
He aprendido
Pablo, en el camino a Damasco, “oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?... Yo soy Jesús, a quien tú persigues”. “Dura cosa te es dar coces contra el aguijón” (Hechos 9:4-5; 26:14). Las lecciones divinas le parecían entonces incomprensibles, y todo su ser se sublevaba. Pero la gracia había triunfado. Saulo de Tarso, el orgulloso perseguidor, se había convertido en Pablo, nombre que significa «pequeño». No se estimaba digno de ser llamado apóstol, pues había perseguido a la Iglesia de Dios.
Desde entonces había aprendido cada vez más del Maestro, manso y humilde de corazón, lo que era el renunciamiento y la abnegación.
Varios pasajes de los Hechos y de las epístolas nos describen sus circunstancias y nos dan a conocer sus sentimientos, cuando, para su formación, esta saludable obra de la gracia se cumplía en él. El capítulo 12 de la segunda epístola a los Corintios nos habla de la lección más importante, la de un aguijón en la carne. Éste le fue dado para que no se enalteciera sobremanera por las extraordinarias revelaciones recibidas de Dios. Aprendió entonces a gloriarse en sus debilidades, despojado de sí mismo, para que reposase sobre él el poder de Cristo, en el ministerio en que constantemente renovaba el sentimiento de su pequeñez y debilidad.
“He aprendido a contentarme”: Sus pruebas de toda clase, numerosas y dolorosas (ver 2 Corintios 11:23-28), le habían conducido, no a una pasiva resignación, sino a una feliz confianza en Aquel que cuidaba de él en todas las circunstancias. No sólo había aprendido a permanecer apacible, en espera del socorro y la liberación, sino a estar satisfecho merced al gozo del amor del Señor, quien provee a todo.
La fuente era interior. Su corazón estaba lleno con el sentimiento de que la gracia de Dios era suficiente. No miraba a las circunstancias sino a Aquel que las permitía, que las dirigía, bendiciéndole a través de todas y por todas ellas. Es como si dijera: «Me encuentro así porque el Señor lo quiere; estrechado por todas partes, oprimido, cargado por encima de lo que parece soportable. Pero Él me ha enseñado la paciencia, la sumisión y la confianza. Por su gracia estoy contento en las circunstancias en que me hallo».
Sé vivir humildemente, y sé tener abundancia
Para saber se aprende. Como Pablo había aprendido, sabía.
La tribulación había producido la paciencia, y la paciencia la experiencia. “Sabemos”, repite Pablo frecuentemente en sus epístolas. Es el conocimiento, por el Espíritu de Dios, de la verdad revelada a la fe cristiana. Pero ese “sé” es personal; es el enriquecimiento propio de su corazón sumiso y contento. He necesitado tiempo para aprender, pero ahora “sé”. Fue necesario que Jacob conociese la disciplina durante su vida para poder decir: “Lo sé, hijo mío, lo sé” en el momento en que cruzó sus manos para bendecir al más joven antes que al primogénito (Génesis 48:19). Mediante este gesto guiado por Dios declaraba que otrora él había desconocido la elección de que era objeto y se había procurado por sus propios medios una bendición que creía tener que usurpar. Al final, tras muchos sufrimientos, consecuencia de sus extravíos, había comprendido la lección divina.
Pablo, enseñado por el Señor mismo, sabía ser humilde. Su divino Maestro había renunciado a todo. Él, como discípulo, ¿qué habría podido buscar aquí abajo? Sin embargo, Pablo sabía también tener abundancia. “Todo lo he recibido y tengo abundancia; estoy lleno, habiendo recibido de Epafrodito lo que enviasteis” (Filipenses 4:18). El efecto de esta abundancia es la efusión de una viva gratitud hacia Dios, a quien él da en seguida “gloria por los siglos de los siglos” (v. 20).
Estoy enseñado
Pablo había aprendido las lecciones divinas. Las sabía y podía hablar de ellas a los demás. ¡Cuántos estímulos dispensados en su vida, cuántas exhortaciones contenidas en sus epístolas, para el fortalecimiento de tantas generaciones de creyentes! Nos sentimos tentados decir: «¡Dichoso Pablo, quien sabe y no necesita aprender!» Pero él mismo añade: “En todo y por todo estoy enseñado”.
¿Aprender siempre, cualquiera sea el grado de madurez espiritual? Sin embargo, Pablo había podido decir en esta misma epístola a los Filipenses: “Sed imitadores de mí” (3:17).
Sí, aprender siempre, tal era su parte. Él mismo era imitador de Aquel que dice en Isaías 50:4 al hablar del Dios al que sirve perfectamente: “Jehová el Señor... despertará mi oído para que oiga como los sabios” (como aquellos que instruyen). Nuestro precioso Salvador, Dios bendito eternamente, presentándose aquí abajo como un hombre, aceptó aprender incluso la obediencia por las cosas que padeció. Al igual que ese Modelo divino y perfecto, Pablo también fue instruido por Dios para que a su vez pudiera enseñar a los demás.
“En todo y por todo estoy enseñado”. Su formación espiritual era completa, con miras al servicio que cumplía, humilde y dependiente. Todo era, en la mano de Dios, ocasión y medio de disciplina para dar frutos benditos. El gran apóstol del Señor era mantenido en la actitud que su nombre evocaba, pequeño a sus propios ojos. Así guardado, estaba satisfecho y agradecido, pronto a decir: “Todo lo he recibido, y tengo abundancia; estoy lleno” (4:18). Feliz y constante disposición de un corazón que conocía el infinito valor de las insondables riquezas de Cristo, las únicas verdaderas porque son eternas.
¿Cuál es nuestra posición?
Cristianos, ¿cuál es nuestra posición en cuanto a estas cosas? ¿Es Pablo verdaderamente para nosotros el modelo que reproducía los benditos caracteres del Señor de gloria, quien vivió por nosotros en la pobreza para que por ella fuésemos enriquecidos? (2 Corintios 8:9). ¿O bien participamos del espíritu de un mundo jamás satisfecho, porque desconoce la enseñanza del divino Maestro y le niega todos sus derechos? ¿Sabemos, porque hemos aprendido de Él, ser a veces humildes y, otras veces, soportar la abundancia? Entre estos extremos se sitúa el término medio —y gustosamente diríamos deseable— de un Agur que pide a Dios que no le dé ni pobreza ni riqueza (Proverbios 30:8).
Sin embargo, ¿desearíamos otra cosa que no fuera lo que Dios nos da con sabiduría y amor? ¿Seríamos de aquellos que desean ser ricos? Hablamos de los bienes terrenales —incertidumbres y tormentos— para quien los desea por propia voluntad y los consigue a veces al precio de qué compromisos.
Las bendiciones terrenales que Satanás utiliza con astucia, ¿las ensanchamos con el triste ardor de aquellos que son de «aquí abajo», “que sólo piensan en lo terrenal”? (Filipenses 3:19).
En caso afirmativo, no hemos aprendido y no sabemos. Las miserables riquezas del mundo mantienen nuestros pobres corazones muy esclavizados. No podremos progresar en el camino de la fe si nos apegamos a los bienes terrenales.
Al igual que Pablo, el apóstol Santiago, en su solemne epístola, advierte acerca del peligro que corren los que tienen, quizá sin haberlo querido, la responsabilidad de administrar riquezas materiales: estrechez de corazón que busca satisfacer su propio bienestar, permaneciendo insensible a las necesidades ajenas. Ellos también deben aprender que un día deberán dar cuenta de la administración de las “riquezas injustas” (Lucas 16:9-11) con vistas a la gloria de Dios y al bien de los suyos. ¡Aprender de Aquel que, para su subsistencia, dependía de mujeres piadosas que le asistían con sus bienes, pero quien asimismo, escrutando las intenciones y sopesando las ofrendas, miraba en el Templo cómo se daba para el tesoro de Dios! Que sean liberales y prontos a dar aquellos a quienes se considera «favorecidos por la fortuna», ya que esta última puede serles una trampa al enlazar sus pies en la carrera cristiana y entorpecer sus pasos en el camino.
Cristianos, ensanchemos nuestros corazones en adoración y bendigamos a Dios, quien “nos ha dado preciosas y grandísimas promesas” (2 Pedro 1:4). Pidámosle que nos conceda, bajo su mirada, una vida formada según el divino Modelo, para que nos sea “otorgada amplia y poderosa entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (1:11).
Que su gracia nos instruya y nos enseñe.