La lucha comienza cuando el Espíritu Santo hace morada en nosotros, consecuencia de la muerte y resurrección de Cristo.
Cristo combatió por nosotros; el Espíritu Santo combate en nosotros. El hecho de que disfrutemos de este primer y precioso fruto de la victoria nos coloca en hostilidad inmediata frente al enemigo. Pero nuestra consolación y nuestro aliento es que somos vencedores antes de llegar al campo de batalla. Vamos al combate cantando: “Gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo” (1 Corintios 15:57).
No combatimos en la incertidumbre o como a la ventura sino que, por el Espíritu Santo, hacemos morir las obras de la carne (o vieja naturaleza). “Somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó” (Romanos 8:13, 37). La gracia en la cual estamos quita a la carne todo poder sobre nosotros (véase Romanos 6). Si la ley es “el poder del pecado” (1 Corintios 15:56), la gracia es su fracaso. La ley da al pecado poder sobre nosotros, la gracia nos da el poder sobre el pecado.
La carne existe en el creyente y allí estará hasta el fin. El Espíritu Santo reconoce enteramente su existencia como lo manifiestan varios pasajes del Nuevo Testamento. Romanos 6:12 dice: “No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal”. Tal mandamiento no sería necesario si la carne no estuviera en el creyente. Decirnos que el pecado no debe reinar en nosotros estaría fuera de época, si en verdad no existiera en nosotros. Hay una gran diferencia entre permanecer y reinar. El pecado habita en el cristiano, pero reina en el inconverso.
Sin embargo, aunque el pecado mora en nosotros, poseemos poder sobre él. “Porque el pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia” (v. 14).
La gracia que por la sangre de la cruz quitó el pecado, nos garantiza la victoria y nos da el poder efectivo sobre el pecado que habita en nosotros. Somos muertos al pecado, en consecuencia no tiene ningún poder sobre nosotros (v. 6).
Cristo nos presenta delante de Dios revestidos de sus propias perfecciones, de manera que, aunque tengamos motivos para sentir nuestra flaqueza, el Espíritu Santo sólo puede testificar de nosotros según lo que Cristo es por nosotros y los que somos en Él (Romanos 8:9). En cuanto a nuestra condición, estamos en el cuerpo, pero no estamos en la carne si consideramos nuestra posición. La carne está en nosotros, aunque no estamos en la carne porque estamos vivos con Cristo.