Importancia de la conversión

En un pequeño pueblo vivía, con su mujer y su hija, un hombre instruido en las verdades del cristianismo. Llevaba una vida honesta, tenía una conducta recta, se reunía con los hijos de Dios y conocía las verdades divinas hasta tal punto que incluso podía enseñarlas a los demás. Los cristianos pensaban que era creyente; sin embargo, él moraba entre ellos sin que la Palabra de Dios se hubiese apoderado de su corazón. Un domingo, al prepararse para ir al culto, sintió súbitamente un dolor agudo que lo obligó a acostarse. Tuvo de pronto el presentimiento de que no se levantaría más y expresó el anhelo de oír hablar de Jesús.

En los últimos días de su vida lo vi a menudo. La enfermedad hacía rápidos progresos. Pese a que sufría mucho, decía: — ¡Oh, estos dolores no son nada y pronto acabarán, pero los otros...! Deseaba hablar de la angustia de su alma ante la muerte y el más allá. Reconocía en presencia de todos que, si muriera en esas condiciones, estaría irremediablemente perdido; sin embargo, parecía beber literalmente todos los pasajes que se le leían en la Biblia.

Le gustaba las maravillosas palabras de la gracia: “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:14-16). “Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero” (1 Timoteo 1:15).

Escuchaba con atención, pero decía: — No puedo alcanzar la salvación. ¡Tal vez Dios no me quiera! — Al contrario, —le contesté— Jesús dijo: “Al que a mí viene, no le echo fuera” (Juan 6:37); y también: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mateo 11:28). Mas todo esto no otorgaba la paz a su alma. El pensamiento de haber conocido esas verdades por tan largo tiempo, sin dar respuesta al llamado de Dios, lo espantaba.

Como yo sentía que él daba crédito a esas verdades divinas, le repetí varias veces las siguientes palabras: “Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna” (1 Juan 5:13). Pero sufrí todavía una desilusión: este versículo tan claro no traía paz a su alma.

Sus fuerzas declinaban rápidamente y daba lástima ver su pobre rostro desesperado. Me dijo: — ¡Si de repente viniera la muerte! Le recordé la bienhechora seguridad contenida en las palabras: “Hizo la paz mediante la sangre de su cruz” (Colosenses 1:20). Tras un instante de silencio, repitió: — Hizo la paz... por mí... por mí... ¡Oh, Señor, haz que comprenda! A mi pregunta: — ¿Cree que Jesús murió por usted?, repuso: — Sí, lo creo. Murió por mí. ¡Qué felicidad!

El Señor hizo penetrar la fe activa en su corazón. Su semblante, tan angustiado un momento antes, ahora resplandecía de felicidad. Poco tiempo después se encontraba junto a Jesús, quien lo había arrebatado cual tizón del fuego, despertando su conciencia a última hora.

¡Qué solemne advertencia para todos los que van regularmente a escuchar la Palabra de Dios sin dejar actuar en ellos el poder del Espíritu! Advertencia también para los que conocen la doctrina de la salvación y hasta son capaces de instruir a los demás sin haberse juzgado nunca a la luz divina ni humillado delante de Dios a fin de recibir a Jesús como su Salvador. Estas líneas van dirigidas principalmente a los hijos de padres creyentes.

¡Sirva este relato para despertar las conciencias dormidas e indiferentes para traerlas al arrepentimiento y a la paz!