Jesucristo Hombre /1

1 Timoteo 2:5

“Todo él es codiciable” (Cantares 5:16)

“A quien amáis sin haberle visto” (1 Pedro 1:8)

1. Introducción

El misterio

En un lenguaje algo velado, Proverbios 8:22-31 habla de “la sabiduría”, la cual dice: “Jehová me poseía en el principio, ya de antiguo, antes de sus obras. Eternamente tuve el principado, desde el principio, antes de la tierra... Antes que los montes fuesen formados... ya había sido engendrada; no había aún hecho la tierra... allí estaba yo”.

Si Proverbios 8 llama a Jesucristo “la sabiduría”, Juan 1:1-2 lo presenta como “el Verbo”. “En el principio (desde la eternidad) era (eterno en su existencia, pues no dice «fue») el Verbo, y el Verbo era con Dios (distinto como persona), y el Verbo era Dios (divino en su esencia). Éste era en el principio con Dios”: no una emanación divina en un determinado momento, sino que siempre estuvo “con Dios”.

Llega entonces el misterio que no podemos sondear: “Aquel Verbo fue hecho carne, y habitó (es decir, fijó tabernáculo) entre nosotros (y vimos su gloria —moral—, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad” (v. 14). Jesús es la simiente de la mujer, pero divinamente concebido por el Espíritu Santo.

Filipenses 2:6-8 es todavía más preciso: “Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios (la vida esencial que subsiste en la persona)... se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición (apariencia exterior) de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”.

1 Timoteo 3:16 completa el cuadro: “Grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado (revelado, hecho visible) en carne... recibido arriba en gloria”.

Cristo, pues, es verdaderamente Dios y verdaderamente hombre en una sola Persona. “Dios estaba en Cristo” (2 Corintios 5:19). En su Palabra, Dios ha querido revelarnos a su Hijo, “el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre” (expresión de relación; Juan 1:18). No obstante, Jesús mismo declara: “Nadie conoce (en profundidad) al Hijo, sino el Padre, ni al Padre conoce alguno, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar” (Mateo 11:27).

Ante semejante misterio se requiere absoluta reverencia. En otro tiempo, el arca era una figura de Cristo, construida con madera de acacia, enteramente recubierta de oro, interior y exteriormente. Pero nadie debía tocarla ni mirar dentro (1 Samuel 6:19; 2 Samuel 6:6-7). Incluso en el día de su aparición en gloria, tal como es presentado en Apocalipsis 19:11-16, son varios los nombres que lo caracterizan: “Fiel”, “Verdadero”, “Juez”, “El Verbo de Dios”, “Rey de reyes y Señor de señores”. Sin embargo, el versículo 12 declara: ¡“Tenía un nombre escrito que ninguno conocía sino él mismo”! Así, pues, Cristo permanece insondable.

No nos incumbe, entonces, entrar en lo que la Palabra no nos revela; pero, según la última exhortación del apóstol Pedro, debemos crecer “en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (2 Pedro 3:18). Ante todo es en los evangelios donde, conducidos por Su Espíritu, podemos ver a “Jesucristo Hombre”, tal como fue aquí en la tierra, a fin de que aprendamos a verlo, amarlo, seguirlo y servirlo mejor.