“Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo, y miembros cada uno en particular”
(1 Corintios 12:27)
“Solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz; un cuerpo, y un Espíritu”
(Efesios 4:3-4)
En nuestros días en que se habla mucho de la unidad cristiana, es necesario considerar con atención lo que dice la Palabra de Dios.
Primeramente leemos en el evangelio de Juan que “Jesús había de morir... para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos” (11:51-52). El sacrificio de Cristo tuvo por resultado la unión de todos los creyentes en un solo “cuerpo”, sean judíos o no. Es un hecho cumplido. Después de Su ascensión y de la venida del Espíritu (Hechos 1:9; 2:1-4), todos los que han recibido al Señor Jesús como su salvador personal son “nacidos de nuevo”, “sellados por el Espíritu Santo” y forman un solo Cuerpo del cual Cristo en el cielo es la cabeza glorificada, el Jefe (Efesios 1:22-23). Todos los que están “en Cristo” son los miembros de ese Cuerpo, indisolublemente ligados los unos a los otros para el presente y por la eternidad (véase 1 Corintios 12:13; Efesios 1:13; 4:4; 5:30). Los hijos de Dios no tienen que constituir la unidad del Cuerpo, porque ya existe y el Señor la ve; muy pronto será manifestada en gloria.
Sin embargo, los cristianos deben esforzarse en “guardar la unidad del Espíritu” y la verdad en el amor mutuo (3 Juan 1, 4), discernir el pensamiento divino revelado por el Espíritu Santo. Tienen que andar cada día tomando a Cristo por modelo (Filipenses 2:1-7), amando a los hermanos (1 Pedro 2:17), separándose de todo mal moral y doctrinal, congregándose bajo la sola autoridad y el solo nombre del Señor (Mateo 18:20). La participación de un “solo pan”, cuando la Mesa del Señor reúne a algunos de los suyos en obediencia a su Palabra, proclama la unidad del “solo cuerpo” (1 Corintios 10:16-17).