“Honroso sea en todos el matrimonio” (Hebreos 13:4)
El cristiano debe aprender para sí mismo, en comunión con Dios, cuál es su propia senda en este solemne asunto; es necesario que busque la voluntad de Dios respecto a ello. 1 Corintios 7:32-34 enseña que los solteros son los que más libertad tienen para cuidar “de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor”; pero el versículo 7 dice con claridad que “cada uno tiene su propio don de Dios”. Una cosa es decir: «Siga el ejemplo de Pablo», y muy otra tener el “propio don” para hacerlo. Es un error fatal incitar uno a andar en una senda para la que Dios no le ha dado ningún llamamiento ni le ha dotado de poder espiritual. Por otra parte, la prohibición del casamiento es declarada como una falsa doctrina en 1 Timoteo 4:1-3.
Recordemos que el matrimonio es una institución santa y honrosa, establecido por Dios en el huerto del Edén (Génesis 2:24), aprobado por la presencia de Jesús en Caná de Galilea (Juan 2:2) y declarado honroso por su Espíritu, en Hebreos 13:4. Este principio general es plenamente suficiente para el creyente; sin embargo, cada uno necesita ser guiado por Dios, porque todo esto es una cuestión de fe individual. El creyente casado debe andar ante Dios y también vivir en feliz y benigna comunión con su cónyuge. Los dos, juntos, deberían esperar en Dios y procurar ser de un mismo pensamiento en el Señor. Éste es su feliz privilegio. No hay nada más importante para los esposos que cultivar juntos el hábito diario de esperar en el Señor. Ello produce un maravilloso efecto en toda la vida familiar. Pongan ellos todo delante de Dios, derramen sus corazones juntos y no tengan secretos ni ninguna reserva. Entonces sus corazones estarán unidos en santo amor, y la corriente de su vida personal, conyugal y familiar fluirá en paz y felicidad, para alabanza de Aquel que los ha hecho uno. Los ha llamado a andar juntos como herederos de la gracia de la vida (1 Pedro 3:7).
Advertimos contra el terrible mal de los matrimonios mixtos (esto es, la unión de un creyente con un inconverso). “No os unáis en yugo desigual con los incrédulos; porque ¿qué compañerismo tiene la justicia con la injusticia? ¿Y qué comunión la luz con las tinieblas? ¿Y qué concordia Cristo con Belial? ¿O qué parte el creyente con el incrédulo?” (2 Corintios 6:14-15). Es un paso fatal que un hijo de Dios se case con un incrédulo. Es una triste prueba de que el corazón se ha apartado del Señor y de que la conciencia ha escapado de la influencia de la luz y la autoridad de la Palabra de Dios. Es sorprendente comprobar cómo el diablo ciega el entendimiento de la gente en este asunto. Induce a los creyentes a creer que serán una bendición para el cónyuge inconverso. ¡Qué lamentable engaño! ¿Cómo podemos esperar que un flagrante acto de desobediencia sea bendecido? ¿Cómo puedo yo, siguiendo un mal camino, pretender enderezar el andar de otro? Sucede —y con frecuencia— que un cristiano, cuando se empeña en casarse con un incrédulo, se engaña a sí mismo mediante la convicción de que es convertido. Aparenta estar satisfecho con pruebas de conversión que, bajo otras circunstancias, dejarían enteramente de inspirarle confianza. En este caso, lo que gobierna es su propia voluntad. Está decidido a seguir su propio camino y, cuando ya es demasiado tarde, se da cuenta de su terrible error.