El Poder de Dios y los Milagros

1) Desde el principio hasta Cristo

“En el principio creó Dios los cielos y la tierra” (Génesis 1:1) “Lo que de Dios se conoce les es manifiesto, pues Dios se lo manifestó. Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa” (Romanos 1:19-20).

La primera manifestación del infinito poder de Dios es el milagro de la creación cuya consecuencia establece la responsabilidad de los hombres que no han querido reconocer al Creador.

En contraste con esos incrédulos, vemos en Génesis a hombres de fe que creyeron a Dios, sin milagros, y han sido sus testigos. Imitemos su fe, estando plenamente convencidos de Su omnipotencia y seguros de que él es “poderoso para hacer todo lo que había prometido” (Romanos 4:21). Sin tal convicción, el hombre no puede permanecer ante Dios. La conciencia de ese poder nos hace ver nuestra flaqueza, produciendo en nosotros la confesión de nuestro estado, como lo podemos ver en Job 42:1-6.

Luego, Dios intervino para hacer salir de Egipto al pueblo de Israel, haciendo “señales y milagros grandes y terribles en Egipto” (Deuteronomio 6:22), para testificar la misión que le dio a Moisés y así convencer a Faraón de que no podía resistir a Dios. Finalmente Faraón se opuso a Dios, lo que lo llevó a la destrucción de sí mismo y de su ejército. Después, Dios se reveló a Moisés dándole su ley acompañada de las espantosas manifestaciones de su gloria en el monte Sinaí y de sus maravillas en el desierto. Entonces tuvo que decir: “¿Hasta cuándo me ha de irritar este pueblo? ¿Hasta cuándo no me creerán, con todas las señales que he hecho en medio de ellos?” (Números 14:11). Por último, envió profetas como Elías y Eliseo con grandes milagros para atraer a los hijos de Israel volcados en la idolatría. Pero el pueblo no volvió a él, aun cuando por un momento gritaron en presencia del fuego que descendía del cielo: “¡Jehová es el Dios, Jehová es el Dios!” (1 Reyes 18:39).

Más tarde fueron llevados en cautividad. Jehová despertó el espíritu de unos pocos de ellos para hacerlos subir desde Babilonia. Siguieron teniendo como línea de conducta lo que “está escrito en la ley de Moisés, varón de Dios” (Esdras 3:2), y fueron guardados por el poder de Dios sin que ocurriera ningún milagro.

 

2) La venida del Hijo de Dios

“En estos postreros días, Dios nos ha hablado por el Hijo” (Hebreos 1:2). “Aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros” (Juan 1:14). Ningún milagro puede igualarse al de la venida de Aquel que creó los mundos. “Tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres”, vino “a buscar y a salvar lo que se había perdido” (Filipenses 2:7; Lucas 19:10). Él estaba, pues, en el mundo, Emanuel, Dios con nosotros.

Algunos de sus milagros fueron la señal de que poseía el pleno poder de creador y poseedor de todas las cosas. Ordenó a los vientos y a la mar, y le obedecieron; pidió a un pez que le trajera una moneda, y así sucedió.

Otros milagros de bondad respondieron a las necesidades de los hombres. Alimentó a las multitudes en el desierto, sanó a los enfermos, abrió los ojos a los ciegos, limpió a los leprosos y, como suprema demostración de su divinidad, resucitó a los muertos.

¿Cuál fue el objeto de sus milagros?

  • Demostrar que Dios estaba allí según nos lo muestra Éxodo 15:26: “Yo soy Jehová tu sanador” y el Salmo 103:3: “Él es quien perdona todas tus iniquidades, el que sana todas tus dolencias”. Vemos los efectos de ellos en Lucas 5: Pedro fue acusado por su conciencia: “Soy hombre pecador” (v. 8). Se testificó ante los sacerdotes que Dios, el único que puede sanar de la lepra, vino a visitar a su pueblo (v. 14). El Hijo del hombre, quien sanó al paralítico, tiene poder sobre la tierra para perdonar los pecados (v. 24).
  • Aliviar la miseria de los hombres y mostrar las misericordias de Dios hacia sus criaturas caídas, como consecuencia de sus pecados.

Sin embargo, este testimonio no fue recibido. En Juan 2:23-25 vemos que, si bien muchos creyeron en Jesús al contemplar los milagros que hacía, él no se fiaba de ellos, porque conocía lo que había en el corazón del hombre.

La fe no es por lo que se ve, sino “por el oír... por la Palabra de Dios” (Romanos 10:17).Viendo los milagros no se puede producir una fe verdadera. Es necesario que la Palabra se reciba en el corazón, para que produzca el arrepentimiento y la aceptación de aquel que trae la salvación.

De lo contrario, el hombre sólo sabrá decir: “¿Qué señal nos muestras?” (Juan 2:18). “¿Qué señal, pues, haces tú, para que veamos y te creamos?” (Juan 6:30); “Maestro, deseamos ver de ti señal” (Mateo 12:38). Estas palabras disimulan la incredulidad de los corazones, y el Señor debe decir: “Tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos” (Lucas 16:31).

Así pues, los milagros realizados por el Señor tuvieron por resultado establecer la responsabilidad de aquellos que no habían creído. Decían: “Este hombre hace muchas señales”, mientras que se reunían para deliberar contra él y hacerle morir (Juan 11:47). “A pesar de que había hecho tantas señales delante de ellos, no creían en él” (12:37). Jesús dijo: “Si yo no hubiese hecho entre ellos obras que ningún otro ha hecho, no tendrían pecado; pero ahora han visto y han aborrecido a mí y a mi Padre” (10:41-42).

Por el contrario, algunos de los que recibieron el testimonio de Juan el bautista en cuanto a Jesús, dijeron: “Juan, a la verdad, ninguna señal hizo; pero todo lo que Juan dijo de éste, era verdad. Y muchos creyeron en él allí” (10:41-42).

Cuando se realizó el milagro más grande, la resurrección del Crucificado, los guardas temblaron y quedaron como muertos en presencia del gran terremoto y del ángel cuyo aspecto era como un relámpago (Mateo 28:2-4). Ningún milagro los hubiera podido impresionar tanto; lo comunicaron a los principales sacerdotes, y éstos les dieron dinero para que hicieran creer que sus discípulos habían robado su cuerpo. Ciertamente estos sacerdotes no fueron persuadidos aunque un hombre acababa de resucitar de los muertos.

3) Los milagros después de la resurrección de Cristo

El Señor Jesús, después de su resurrección, envió a sus discípulos diciendo: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura... Y estas señales seguirán a los que creen: En mi nombre echarán fuera demonios; hablarán nuevas lenguas; tomarán en las manos serpientes, y si bebieren cosa mortífera, no les hará daño; sobre los enfermos pondrán sus manos, y sanarán” (Marcos 16:15-18). Esto se cumplió literalmente, después que hubo sido elevado al cielo. “Ellos, saliendo, predicaron en todas partes, ayudándoles el Señor y confirmando la palabra con las señales que la seguían” (v. 20).

El propósito de los milagros y señales que debían cumplirse lo hallamos claramente indicado en el último versículo: “confirmando la palabra”. En el día de Pentecostés, los discípulos “comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen” (Hechos 2:4). Los judíos de las naciones escuchaban en sus propios idiomas las maravillas de Dios. Era una medida de gracia excepcional para hacer llegar el mensaje de salvación a ese pueblo disperso entre las naciones, partícipe de la sentencia pronunciada sobre Babel. La profecía de Isaías 28:11-12 citada en 1 Corintios 14:21 demuestra que aun con ese milagro, muchos del pueblo de Dios siguió siendo rebelde: “y ni aun así me oirán, dice el Señor”.

El Evangelio fue una gran dicha, un mensaje nuevo proveniente de Dios, confiado a los apóstoles. Los milagros eran la señal de que su misión era divina. Dios se valió de ellos para llevar el Evangelio a los judíos, a los samaritanos y a los gentiles.

En Jerusalén, “por la mano de los apóstoles se hacían muchas señales y prodigios en el pueblo... Y los que creían en el Señor aumentaban más” (Hechos 5:12-14).

En Samaria, “la gente... escuchaba atentamente las cosas que decía Felipe, oyendo y viendo las señales que hacía” (8:6). “Todos los que habitaban en Asia, judíos y griegos, oyeron la palabra del Señor Jesús. Y hacía Dios milagros extraordinarios por mano de Pablo” (19:10-11).

Después del primer milagro realizado por Pedro, los jefes del pueblo dijeron: “Porque de cierto, señal manifiesta ha sido hecha por ellos… y no lo podemos negar. Sin embargo... amenacémosles para que no hablen de aquí en adelante a hombre alguno en este nombre” (Hechos 4:16-17). Pablo dirá más tarde: “Con todo, las señales del apóstol han sido hechas entre vosotros en toda paciencia, por señales, prodigios y milagros” (2 Corintios 12:12 y Romanos 15:19).

Aquí, otra vez comprobamos que aquello establecía la responsabilidad de recibir el ministerio del apóstol. Pero, el poder que operó en ellos era la palabra que les fue anunciada por el Espíritu, no los milagros, como nos lo muestran los pasajes siguientes: “Porque los judíos piden señales, y los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura; mas para los llamados... Cristo poder de Dios, y sabiduría de Dios” (1 Corintios 1:22-24).

“Ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder, para que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios… Hablamos, no con palabras enseñadas por sabiduría humana, sino con las que enseña el Espíritu” (1 Corintios 2:4-5, 13).

“El evangelio... es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree” (Romanos 1:16).

“La recibisteis no como palabra de hombres, sino según es en verdad, la palabra de Dios, la cual actúa en vosotros los creyentes” (1 Tesalonicenses 2:13).

“Recibid con mansedumbre la palabra implantada, la cual puede salvar vuestras almas” (Santiago 1:21).

“Os encomiendo a Dios, y a la palabra de su gracia, que tiene poder para sobreedificaros y daros herencia con todos los santificados” (Hechos 20:32).

4) El don de hacer milagros

Los corintios, si bien desconocían el ministerio del apóstol Pablo, fuertemente atestiguado por señales y milagros, se gloriaban de sus dones milagrosos, particularmente el de hablar en lenguas. Hacían uso de este don, no tanto para anunciar las maravillas de Dios como para enorgullecerse delante de los otros, al extremo que para la gente sencilla parecían insensatos (1 Corintios 14:23), obstaculizando así el trabajo de la Palabra en sus corazones.

El apóstol menciona los dones milagrosos en 1 Corintios 12:9, 10 y 28 entre los que Dios ha puesto en la Iglesia. Sin embargo, el apóstol advierte severamente a los corintios contra el uso abusivo que de él hacían, sobre todo usándolo en público donde nadie los comprendía. Trata de avergonzarlos en este asunto, insistiendo en la necesidad de que toda predicación o pensamiento expresado en la iglesia se comprenda, aun por las personas sencillas, y que no se hable en otra lengua si no hay traducción. En Hechos 2, los judíos de todas las naciones escuchaban lo que los discípulos decían acerca de las maravillas de Dios, “cada uno… en su propia lengua” (v. 6).

Nada permite afirmar que las lenguas habladas por los corintios fueran distintas de las que existían en el mundo al cual Pablo se refería: “Tantas clases de idiomas hay, seguramente, en el mundo” (1 Corintios 14:10). La alusión al hecho de hablar en “lenguas humanas y angélicas” en 1 Corintios 13:1 se presenta, más bien para poner de lado la idea (compárese con los versículos 2 y 3). Hablar en lenguas desconocidas de nada aprovecha a los asistentes. Es un abuso que el apóstol reprime con severidad. No restringe la libertad del Espíritu, sino que pone de manifiesto claramente que ningún don del Espíritu se justifica si no sirve para edificación.

5) El tiempo actual

Queda claro que al principio de la predicación del Evangelio, la palabra confiada a los apóstoles no estaba escrita. Por consiguiente fue necesario que se confirmara a través de señales y milagros. Del mismo modo, Dios intervino para confirmar la misión de Moisés, el ministerio de la ley y después el de los profetas. Por lo general Dios no gobernó a su pueblo por medio de milagros, aunque los hizo en ciertas ocasiones para testificar la misión de aquellos a quienes envió y así hacer responsables a los que rehusaron recibirla. Por ejemplo, cuando Dios hacía señales por medio de Moisés ante Faraón o Israel (Números 14:22); Elías y Eliseo en Israel.

La palabra confiada a los apóstoles fue confirmada en abundancia. Es salvación para los que creen y constituye una grave culpa para quienes la desechan: “¿Cómo escaparemos nosotros, si descuidamos una salvación tan grande? La cual, habiendo sido anunciada primeramente por el Señor, nos fue confirmada por los que oyeron, testificando Dios juntamente con ellos, con señales y prodigios y diversos milagros y repartimientos del Espíritu Santo según su voluntad” (Hebreos 2:3-4).

En nuestros días, el poder de Dios es el mismo. Se desarrolla según su voluntad soberana en respuesta a la fe de los que creen en él. Las palabras dirigidas a Jeremías siempre son actuales: “Clama a mí, y yo te responderé” (Jeremías 33:3). El Señor responde a las oraciones de los suyos de una manera que podemos llamar milagrosa, sea para librar de las tinieblas a las personas inconversas, sea para rescatarlas de circunstancias aparentemente difíciles, cuando él lo juzga para bien. Él es “Aquel que es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos” (Efesios 3:20).

Despertémonos para pedir a Dios con fe e insistencia que obre así. Oremos sin temor y con perseverancia, sometiéndonos enteramente a su voluntad. Con fe e insistencia Pablo suplicó al Señor que le quitara su aguijón, y aceptó con entera sumisión la respuesta: “Bástate mi gracia” (2 Corintios 12:9).

Es cosa muy distinta querer disponer del poder de Dios para realizar milagros que acrediten al predicador. Bendito sea Dios, si da aquí o allá alguna manifestación particular de su poder para librar de la potestad de las tinieblas; puede otorgar a alguien la capacidad de anunciar el Evangelio a una tribu que aún no tiene la Palabra escrita en su lengua, sin el arduo esfuerzo de tener que aprenderla (aunque no conocemos ningún ejemplo). ¿Quién puede pretender entonces, hablar en lenguas que no existen?

En nuestros tiempos poseemos la Palabra escrita, la cual testifica plenamente el poder de Dios; ésta es el testimonio para el obrero del Señor, no los milagros. “Todos dan testimonio de Demetrio, y aun la verdad misma; y también nosotros damos testimonio” (3 Juan 12).

“Por la manifestación de la verdad recomendándonos a toda conciencia humana delante de Dios”

(2 Corintios 4:2) “Procura con diligencia presentarte a Dios aprobado, como obrero que no tiene de qué avergonzarse, que usa bien la palabra de verdad” (2 Timoteo 2:15).

Además leemos en 1 Corintios 13:8: “Pero las profecías se acabarán y cesarán las lenguas y la ciencia acabará”. La continuación del pasaje nos indica el sentido de la expresión “se acabará”. “Porque en parte conocemos, y en parte profetizamos; mas cuando venga lo perfecto, entonces lo que es en parte se acabará”. Lo incompleto se reemplazará por lo completo, perfecto. En cuanto a las lenguas sabemos que cesarán, aunque no se nos precise el momento.

Si el don de lenguas y otros dones milagrosos se mencionan en el libro de los Hechos y en la primera epístola a los Corintios (una de las primeras que se escribió después de la a los tesalonicenses), las lenguas no se mencionan en ninguna otra epístola posterior.

Aun cuando Pablo ruega a Timoteo: “Que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye” (2 Timoteo 4:2), en vano buscamos una sola exhortación a desear y pedir milagros para apoyar la predicación.

El mismo Pedro, quien fue el medio de importantes milagros al principio, no hizo ninguna alusión a ellos en sus epístolas y afirmó la fe de los santos sobre este fundamento: “La palabra del Señor permanece para siempre. Y esta es la palabra que por el evangelio os ha sido anunciada” (1 Pedro 1:25).

6) Serias advertencias

El Señor mismo declara que la pretensión de disponer del poder de Dios para hacer milagros no ofrece ninguna garantía: “Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí” (Mateo 7:22-23).

Finalmente, no podemos ignorar que Satanás siempre ha tratado de imitar los milagros divinos, como lo vemos con los adivinos de Egipto (Éxodo 7:11; 8:7, 18).

El apóstol Pablo nos advierte que la venida del inicuo, el Anticristo, será “por obra de Satanás, con gran poder y señales y prodigios mentirosos, y con todo engaño de iniquidad para los que se pierden, por cuanto no recibieron el amor de la verdad para ser salvos” (2 Tesalonicenses 2:9-10). El Anticristo no vendrá antes de que los santos hayan sido arrebatados, mas “ya está en acción el misterio de la iniquidad” (v. 7); por eso estemos siempre alertas.

En Apocalipsis 13:13, la bestia hace grandes señales; en el capítulo 16:14, los espíritus de demonios hacen milagros (o señales). Éstos son los únicos milagros que se mencionan en la Palabra después del período apostólico.

Estemos penetrados de la grandeza infinita del poder de Dios que podemos conocer por las maravillas de su creación, y más aún, por la revelación de su amor y la obra de la redención. Perseveremos con fe en nuestras oraciones, porque “la oración eficaz del justo puede mucho” (Santiago 5:16). No imitemos a aquellos de los cuales el Señor debió decir: “Si no viereis señales y prodigios, no creeréis” (Juan 4:48).