Los últimos días del apóstol Pablo /1

Primera parte

Lucas, historiador inspirado del libro de los Hechos de los apóstoles, termina su relato con la llegada de Pablo a Roma como prisionero. Nos gustaría conocer la continuación de la historia de este fiel y gran siervo de Dios, de este “instrumento escogido”, quien debía llevar el nombre del Señor en “presencia de los gentiles, y de reyes, y de los hijos de Israel” (Hechos 9:15). Desearíamos saber cuál fue el término de su carrera de consagración a su Maestro. El Señor no ha juzgado oportuno enterárnoslo directamente a través de relato inspirado.

En los Hechos, no era su propósito darnos la biografía de un hombre, por más excelente que fuese, sino poner ante nuestros ojos la instauración de la Iglesia en la tierra, por medio del poder del Espíritu Santo y de los instrumentos que Él había escogido para esto.

Sin embargo, leyendo con cuidado las epístolas del apóstol y recogiendo lo que él dice de sí mismo, podemos aprender muchas cosas que se refieren al último período de su vida aquí abajo. En estas líneas me propongo recordarlo.

Las circunstancias de su encarcelamiento

Sabemos en qué condiciones Pablo, prisionero, fue conducido a Roma. Con el fin de escapar de las emboscadas que le tendían los judíos para hacerlo morir, él apeló a César,1 es decir que, como ciudadano romano, había pedido que fuese juzgado por el mismo emperador. En esa época, era Nerón, tan tristemente célebre por su crueldad y sus costumbres disolutas. No obstante, al principio de su reinado, todavía dócil a la voz de sabios consejeros, se mostró apacible y equitativo. En ese tiempo, Pablo fue llevado a Roma.

El centurión Julio, a quien había sido confiada la custodia del apóstol y que le había manifestado una gran benevolencia durante el viaje, lo entregó junto con los otros prisioneros a Burro, el prefecto militar (Hechos 27-28:16). Éste era el que comandaba la guardia del emperador, hombre que los antiguos historiadores representan como honrado y virtuoso. Había sido gobernador de Nerón y constantemente se había esforzado en reprimir sus viciosas inclinaciones. Sin duda, el centurión Julio le hizo un informe favorable sobre el apóstol, contándole que él, sus soldados y el equipaje debían su vida a ese pobre preso. Dio también testimonio de la conducta noble, piadosa y valerosa de Pablo.

Las oportunidades de predicar el Evangelio

Como quiera que sea, Burro trató al apóstol con consideración y bondad. “Le permitió vivir aparte, con un soldado que le custodiase” (Hechos 28:16). Así como Félix y Festo, el prefecto militar quizá tuvo la ocasión de oír el Evangelio de la boca de Pablo. De todos modos, otros en el pretorio lo oyeron. En efecto, el soldado que cuidaba al apóstol cambiaba cada día. No debía dejar ni un instante al prisionero, quien, de esta manera, estaba constantemente con él. Era una situación penosa, pues el soldado podía ser rudo y grosero; pero esta circunstancia daba a Pablo una ocasión de anunciar el Evangelio a aquellos que sucesivamente lo vigilaban. Podemos pensar que el apóstol, constreñido por “el amor de Cristo” (2 Corintios 5:14) y anhelando la salvación de las almas, no dejó de hacerlo. Así, muchos lo oyeron hablar de las riquezas de la gracia. Al mismo tiempo, fueron testigos de su paciencia en las cadenas que lo retenían preso, de su mansedumbre, en resumen, de la vida de aquel que podía decir: “Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí”. De esta manera “la vida de Jesús” se manifestaba en su carne mortal (Gálatas 2:20; 2 Corintios 4:11).

¡Qué impresión debía producir esto sobre ellos! Nada llama tanto la intención a la gente del mundo como ver a un cristiano que realmente anda con Dios. Así era Pablo; por eso, escribiendo a los filipenses, les decía: “Quiero que sepáis, hermanos, que las cosas que me han sucedido, han redundado más bien para el progreso del evangelio, de tal manera que mis prisiones se han hecho patentes en Cristo en todo el pretorio, y a todos los demás” (Filipenses 1:12-13). Por todas partes se sabía que, si estaba encarcelado, no lo era por una causa política, ni como malhechor, tal como los judíos lo acusaban (Hechos 24:5), sino únicamente por el nombre de Cristo.

¡Cuán admirables son los caminos de Dios! Incluso se sirve de la malicia de los hombres para el cumplimiento de sus designios de gracia para con todos. Así penetró el Evangelio en el mismo palacio de César y encontró almas que lo recibieron. Lo prueban las siguientes palabras del apóstol: “Todos los santos os saludan, y especialmente los de la casa de César” (Filipenses 4:22). ¿Quiénes eran? ¿Cuál era su posición en esta casa? Lo ignoramos. Eran “santos” de Dios; he aquí lo que sabemos de ellos. En el palacio de aquel que se volvió un tirano cruel, en medio de la corrupción espantosa que reinaba en esta casa, Dios tenía sus testigos.

Al final del libro de los Hechos se nos da a conocer que Pablo había alquilado una casa en la cual vivió dos años enteros. Ahí “recibía a todos los que a él venían, predicando el reino de Dios y enseñando acerca del Señor, abiertamente y sin impedimento” (28:30-31). Jesús extendía su generosa mano sobre su fiel siervo y regocijaba su corazón permitiéndole predicar la Palabra de Dios, incluso en sus cadenas. Sin duda, el apóstol recordaba las alentadoras palabras que su Señor le dirigió en Jerusalén, cuando estaba expuesto al odio de los judíos: “Ten ánimo, Pablo, pues como has testificado de mí en Jerusalén, así es necesario que testifiques también en Roma” (Hechos 23:11). Para que ese testimonio fuese dado, Dios quitaba los obstáculos, inclinaba los corazones hasta de los poderosos de la tierra.

El Evangelio, “poder de Dios para salvación a todo aquel que cree” (Romanos 1:16), era anunciado valerosamente en la gran ciudad imperial por aquel que había escrito: “A griegos y a no griegos, a sabios y a no sabios soy deudor. Así que, en cuanto a mí, pronto estoy a anunciaros el evangelio también a vosotros que estáis en Roma” (1:14-15).

No sabemos cuántas personas fueron ahí a la vivienda de Pablo —judíos o gentiles, pobres o ricos, sabios o ignorantes— para oír las Buenas Nuevas respecto a Jesucristo; tampoco cuántas recibieron la Palabra y fueron salvadas. El día de Cristo, en el cual todo será puesto a la luz, permitirá contemplar los florones que habrán sido añadidos allí a la corona de Pablo (véase 1 Tesalonicenses 2:19), las innumerables joyas agregadas al tesoro del Señor.

Al menos sabemos de uno que creyó en el Evangelio, quien fue fruto del ministerio del apóstol en prisión. No era un ilustre de la tierra, sino un pobre esclavo de Asia. Era Onésimo, quien se había escapado de Colosas, lejos de su amo Filemón. El Señor permitió que oyera a Pablo —ignoramos por qué caminos— y que encontrara en Cristo la verdadera libertad (Juan 8:32, 36). ¡Con qué afecto el apóstol habló de él! Era el hijo que engendró “en sus prisiones”, dijo a Filemón, cuando se lo encomendaba. Era el “amado y fiel hermano”. En otro tiempo había sido inútil a su amo, pero en ese momento era útil a Pablo y a Filemón (Filemón 10-11; Colosenses 4:9). Vemos cómo el Señor alegraba el corazón de su siervo, haciéndole probar algunos frutos de su ministerio en la prisión. El bienaventurado siervo de Cristo dio así testimonio a su querido Maestro y le llevaba almas. Si él estaba detenido, la Palabra de Dios no lo estaba. Nada puede impedir que se difunda.

Los ánimos durante su cautividad

Para sostenerlo y animarlo en su servicio, Dios había otorgado a Pablo algunos de sus amigos y compañeros de obra, quienes lo habían seguido y le cuidaban en su cautividad. Eran Epafras, Marcos, Aristarco, Demas, Lucas y otros más (Filemón 23-24). Timoteo, su querido hijo en la fe, también estaba con él. Todos estos siervos de Dios, animados por la firmeza del apóstol, cobraron “ánimo en el Señor con sus prisiones”, y se atrevieron “mucho más a hablar la palabra sin temor” (Filipenses 1:14).

Los hermanos de Roma igualmente tenían gran gozo al ver al apóstol. Algunos le eran particularmente conocidos, hasta había parientes entre ellos (Romanos 16:1-16). Sin duda, venían a consolarlo y a instruirse cerca de él. Así se cumplía lo que les había escrito anteriormente: “Porque deseo veros, para comunicaros algún don espiritual, a fin de que seáis confirmados; esto es, para ser mutuamente confortados por la fe que nos es común a vosotros y a mí” (Romanos 1:11-12). Los creyentes en Roma estaban fortalecidos; el apóstol era consolado y, aunque era preso, estaba en medio de ellos “con abundancia de la bendición del evangelio de Cristo” (Romanos 15:29).

Durante su cautividad, Pablo también recibía muestras de simpatía y afecto de parte de aquellos entre los cuales había trabajado y para quienes había sido instrumento de bendición.

Cuando Pablo aún estaba en libertad, los filipenses dos veces le habían hecho un envío a Tesalónica para sus necesidades. Pensaron que el que era preso en Roma a causa del Señor podía estar sufriendo privaciones. Entonces le enviaron dones por medio de uno de ellos, Epafrodito (Filipenses 4:18).

Tales eran los lazos de amor que unían las iglesias a los que trabajaban en ellas. El apóstol fue conmovido profundamente por este recuerdo de los filipenses, y se los dice en su epístola: “En gran manera me gocé en el Señor de que ya al fin habéis revivido vuestro cuidado de mí; de lo cual también estabais solícitos, pero os faltaba la oportunidad… Pero todo lo he recibido, y tengo abundancia; estoy lleno, habiendo recibido de Epafrodito lo que enviasteis; olor fragante, sacrificio acepto, agradable a Dios” (Filipenses 4:10, 18). De este modo, muchas cosas regocijaban el corazón del siervo de Cristo en esta cautividad: el afecto de parte de los cristianos y de las asambleas, la abnegación de sus compañeros de obra y la posibilidad de servir al Señor.

Algunas sombras había también: “Algunos, a la verdad, predican a Cristo por envidia y contienda… Los unos anuncian a Cristo por contención, no sinceramente, pensando añadir aflicción a mis prisiones” (1:15-16); pero el bienaventurado apóstol se elevaba por encima de todos estos mezquinos pensamientos. No tenía a la vista más que la gloria de su Maestro: Cristo era anunciado, y esto lo alegraba. En cuanto a sí mismo, voluntariamente se ponía de lado.

Su preocupación por todas las iglesias

Su actividad no se limitaba a anunciar las cosas que conciernen al Señor Jesucristo a aquellos que venían a visitarlo, sino que se extendía también a las asambleas lejanas de Grecia y de Asia, en medio de las cuales había enseñado.

Durante su cautividad en Roma escribió algunas de sus bellas y preciosas epístolas que el Señor, quien las inspiró, ha conservado para la instrucción y edificación de su Iglesia hasta el final. De esta época fechan las epístolas a los Efesios, a los Colosenses, a Filemón y a los Filipenses.

En la primera se expresa así: “Por esta causa yo Pablo, prisionero de Cristo por vosotros los gentiles” (Efesios 3:1). En efecto, porque había anunciado a Cristo, venido tanto para los gentiles como para los judíos, era que éstos, llenos de celo y de odio, lo habían prendido y querían matarlo (Hechos 21:27-29; 22:21-22). Ésta era la causa de su cautividad en Roma. Luego, él mismo se llama: “Yo pues, preso en el Señor”; “soy embajador en cadenas” (Efesios 4:1; 6:20).

En la epístola a los Colosenses, habla de sí mismo como “preso”, y nombra a “Aristarco, mi compañero de prisiones”. Termina esta carta con la conmovedora llamada: “Acordaos de mis prisiones” (Colosenses 4:3, 10, 18).

La que escribió a Filemón lleva el mismo testimonio de haber sido escrita en cautividad: “Pablo, prisionero de Jesucristo” dice él (v. 1, 9, 10, 23); y la epístola a los Filipenses abunda, como lo hemos visto, en alusiones a la condición en que se encontraba el apóstol en ese momento.

La carta a los Efesios, epístola celestial, revela el “misterio escondido desde los siglos en Dios” (3:9) y pone desde el principio al cristiano y a la Iglesia “en los lugares celestiales en Cristo” (1:3), según los consejos eternos de Dios.

La epístola a los Colosenses exalta la gloriosa persona del Jefe (o “cabeza”) de la Iglesia (1:18).

La carta a los Filipenses, conmovedora expresión de un creyente para quien Cristo es todo —vida, modelo, meta, gozo y fuerza (1:21; 2:5-11; 3:14; 4:4, 13)— en medio de las circunstancias de la vida. Por Él, el apóstol aceptó perder todo aquí abajo, en vista de un futuro celestial con Él (3:8).

Finalmente, la epístola a Filemón muestra el tacto y la delicadeza que la vida de Cristo comunica al cristiano, hasta en las relaciones ordinarias de la vida.

Estas cuatro epístolas surgieron del corazón de Pablo bajo el poder del Espíritu Santo, cuando estaba cautivo. Nos muestran en qué pura y serena atmósfera vivía, al mismo tiempo que manifestaba su constante solicitud por sus hermanos en la fe. Desde entonces, han sido un tesoro de bendiciones, consolaciones y estímulos para los creyentes.

Su liberación temporaria

En las dos últimas epístolas encontramos algo más. Es una indicación positiva de que Pablo recobró la libertad.

A Filemón, escribió: “Prepárame también alojamiento; porque espero que por vuestras oraciones os seré concedido” (v. 22). Esto no era más que una esperanza; el apóstol no tenía la convicción de ser devuelto a los cristianos de Asia.

Sin embargo, escribiendo a los filipenses, expresó la certeza de volver a verlos. Estaba dispuesto a morir por el Señor. Para él “partir y estar con Cristo” era “muchísimo mejor”. Pero dijo: “Quedar en la carne es más necesario por causa de vosotros. Y confiado en esto, sé que quedaré, que aún permaneceré con todos vosotros, para vuestro provecho y gozo de la fe, para que abunde vuestra gloria de mí en Cristo Jesús por mi presencia otra vez entre vosotros”. “Confío en el Señor que yo también iré pronto a vosotros” (Filipenses 1:23, 24-26; 2:24). Recordemos que éstas son palabras inspiradas y que el apóstol no dijo aquí: «Espero». El Señor le mostraba que era más necesario para los creyentes que él se quedase en la carne. Por eso dijo: “Confiado en esto, sé que quedaré”, y esto no en cautividad, sino volviendo a ellos, a fin de que tuviesen de qué glorificarse en Cristo Jesús. El Señor no podía engañar la confianza que el apóstol tenía en Él.

Seguramente, la epístola a los Hebreos también fue escrita en esos tiempos (y probablemente su autor es el apóstol Pablo). Allí leemos: “Sabed que está en libertad nuestro hermano Timoteo, con el cual, si viniere pronto, iré a veros” (Hebreos 13:23).

Así, después de cuatro años de cautividad, de los cuales dos fueron en Cesárea y el resto en Roma, Pablo se encontró de nuevo libre. Sin duda, las acusaciones que los judíos presentaban contra él no fueron reconocidas suficientes para motivar una condenación. Festo y los de su consejo ya habían hallado que “ninguna cosa digna de muerte” había hecho, que solamente se trataba de “cuestiones acerca de su religión, y de un cierto Jesús, ya muerto, el que Pablo afirmaba estar vivo”. También el rey Agripa declaró: “Podía este hombre ser puesto en libertad, si no hubiera apelado a César” (Hechos 25:25, 19; 26:31-32). Nerón probablemente pensó lo mismo y libró a Pablo.

Su último viaje

¿Qué hizo el apóstol durante este tiempo de libertad, que además fue bastante corto? Escribiendo a los romanos, cuando aún ignoraba de qué manera iría a verlos, expresó su formal intención de ir a España (Romanos 15:28). No sabemos si pudo llevar a cabo ese proyecto. Pero a través de las epístolas dirigidas a Timoteo y a Tito, escritas después de su cautividad, aprendemos con certeza los nombres de algunos lugares por los que pasó. Estuvo en Asia Menor. ¿Visitó Éfeso? Simplemente se nos dice que rogó a Timoteo que se quedase allí, mientras que él, Pablo, iba a Macedonia (1 Timoteo 1:3). El apóstol había dicho a los ancianos de Éfeso que no verían más su rostro (Hechos 20:25); no obstante, pasó por Mileto, puesto que dijo: “A Trófimo dejé en Mileto enfermo” (2 Timoteo 4:20). Atravesó Troas, donde dejó el capote y los libros en casa de Carpo, probablemente pensando volver (4:13). En esta oportunidad, seguramente visitó Colosas y a su amigo Filemón, como había expresado su intención (Filemón 22). Con Tito visitó la isla de Creta (Tito 1:5) y fue a Macedonia; no podemos dudar de que haya visto allí a sus queridos filipenses. También estuvo en Corinto, donde Erasto se quedó (2 Timoteo 4:20). Al final, se proponía pasar el invierno en Nicópolis, ciudad de Epiro, región situada al oeste de Macedonia (Tito 3:12).

El apóstol volvió a ver, pues, una parte del vasto campo de sus anteriores trabajos. Seguramente se alegró al encontrar de nuevo a varios de sus amigos y de sus hijos en la fe, y al tener la posibilidad de anunciar a Cristo todavía. Pero las cosas ya habían cambiado mucho. La ruina que Pablo había prevenido (Hechos 20:29, 30) se extendía. En Asia, donde había trabajado tanto y donde todos, tanto judíos como griegos, habían oído la Palabra (19:10), ahí mismo, debió decir con dolor: “Me abandonaron todos los que están en Asia, de los cuales son Figelo y Hermógenes” (2 Timoteo 1:15). Quizá estos dos últimos eran de aquellos a los cuales había advertido solemnemente, diciendo: “De vosotros mismos se levantarán hombres que hablen cosas perversas” (Hechos 20:30).

 

  • 1Título que se daba, desde el primer siglo de la época cristiana, al gobernante supremo y absoluto del imperio romano.