Navidad

“Os doy nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo:
que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor.
Esto os servirá de señal: Hallaréis al niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre”

(Lucas 2:10-12)

Vivimos en un mundo que va derribando uno tras otro los valores morales. ¿Por qué? El hombre ha vuelto la espalda a su Creador y se hunde cada día más en sus pecados, alejándose de Aquel que es la fuente de toda vida, de todo gozo y de toda verdadera felicidad.

En las fiestas de fin de año, cada uno de nosotros olvida por unos momentos su condición, sus ocupaciones, sus inquietudes, y celebra de nuevo, como todos los años —y esto desde el siglo cuarto1 —, el aniversario del nacimiento de Jesús.

Hoy en día, este recuerdo se ha convertido en una fiesta en la cual se han infiltrado la idolatría y el espíritu del mundo. Se puede preguntar si verdaderamente significa algo más que una buena comida realizada en familia o con amigos. ¿A dónde se dirigen los pensamientos y el corazón de los hombres?

En medio de un mundo cruel e implacable, ¿quién no sintió alguna vez la necesidad real de comprensión, o siquiera de un poco de atención y de respeto? ¿No se necesita a menudo ser amado, sentir el afecto y un verdadero calor humano?

El pesebre de Belén fue la imagen perfecta de la dulzura, cuando el niño Jesús, recién nacido, fue rodeado de los cuidados maternales. Fue un cuadro conmovedor, un mensaje de aliento y amor para toda la humanidad.

Sólo el cristiano pudo ver esta gran luz que resplandeció en la noche moral de aquellos que “habitan en tinieblas” (Mateo 4:16; Lucas 1:79). Es así como la Palabra de Dios describe la condición moral de la humanidad.

El nacimiento de Jesús en la pequeña ciudad de Belén de Judea habla de gozo y de paz. Es un mensaje de esperanza, una realidad misteriosa e insondable, la única que puede avivar los corazones. Ofrece un Objeto para ser amado y una meta a alcanzar más allá del tiempo, hasta la eternidad.

“Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor”. ¿No es éste el mensaje más grande que el hombre haya oído en su vida? Es el punto de partida de la salvación de la humanidad, anunciado desde hace casi cuatro mil años. El pecado original es una realidad, y la salvación del hombre una necesidad, para tener comunión con Dios.

Adán, el primer representante de la raza humana, desobedeció el mandamiento de Dios, y de esta manera se separó de la sujeción al Señor. Satanás, el enemigo de la humanidad, obtuvo así una gran victoria.

Pero Dios dijo a la serpiente —la cual había arrastrado a la humanidad a la desobediencia y a la rebelión contra su Creador— que la simiente de la mujer heriría su cabeza (Génesis 3:15). Esto significa que un hombre, el Hijo del Hombre, vencería en el futuro a Satanás y le arrebataría el poder sobre la humanidad.

En el evangelio de Lucas leemos que el ángel dijo a María: “No temas, porque has hallado gracia delante de Dios. Y ahora, concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús… El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios” (1:30-35).

1) Navidad: el día del nacimiento

La palabra Navidad significa «nacimiento» o «día del nacimiento». Es una fiesta que todavía tiene fuertes repercusiones en las vidas de aquellos que habitan en los llamados «países cristianos», año tras año.

La gran mayoría de la gente ha perdido de vista el profundo significado de este nacimiento. Lo poco que se recuerda en la actualidad a menudo no va más allá de la costumbre que se suele mantener del intercambio de regalos. Al parecer, esto surge de la siguiente interpretación humana: «Dios nos ama y, para demostrárnoslo, nos dio lo que más quería: su propio Hijo. Desde ese momento, para celebrar este don de Dios y su amor, los hombres se ofrecen presentes unos a otros el día del aniversario de la venida de Jesús a la tierra». Ésta es, pues, la forma en que manifiestan su amor mutuo y su amor a Dios. Como podemos observar, esto no es otra cosa que hacer uso de un designio de Dios para acreditar un pensamiento puramente humano.

La Palabra de Dios atestigua que el hombre por naturaleza es ajeno al amor de Dios. Lo que Dios espera de nosotros no son manifestaciones exteriores e incrédulas por medio de regalos —al igual que Caín, quien en otro tiempo ofreció el fruto de su trabajo—. Dios quiere la fe en aquel que vino, su Hijo amado, verdadero don de Dios para dar su vida en rescate para librar a los pecadores de la ira de Dios. El apóstol Pablo expresó: “¡Gracias a Dios por su don inefable!” (2 Corintios 9:15).

Dios quiere que cada hombre le dé su corazón, por medio del arrepentimiento y de la fe. Quiere también llenarlo de su amor. El amor al prójimo, que seguirá como consecuencia de ello, podrá traducirse en dádivas materiales. “De hacer bien y de la ayuda mutua no os olvidéis; porque de tales sacrificios se agrada Dios” (Hebreos 13:16). Puede que esto tenga lugar en este período del año, cuando el recuerdo del Don de Dios —Jesús— se haga una vez más presente en los corazones desagradecidos. Sin embargo, debemos reconocer que la manera de dar y lo que se da en Navidad reviste a menudo el carácter de lo que es poco útil, y no siempre se dirige verdaderamente a aquellos que tienen necesidad.

La tradición fijó el 25 de diciembre como el día en que el ángel, que se apareció a unos humildes pastores en esa memorable noche, pronunció la pequeña palabra: “hoy”; pero nadie puede determinar exactamente el día del año del calendario cristiano en que María dio a luz a su hijo. ¿Fue unos días antes o después? Lo único importante es que cada uno de nosotros debiéramos guardar ese gran acontecimiento en nuestros corazones y recordarlo cada día del año.

Hubo un día, en el transcurso del tiempo, en que el Hijo de Dios, del Dios invisible, fue visto como un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre (Lucas 2:7). “Cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo” (Gálatas 4:4). Unos humildes pastores se prosternaron delante de él; unos magos ricos, sabios y poderosos le adoraron; los ángeles en el cielo, “una multitud de las huestes celestiales”, dieron gloria a Dios con alabanzas. ¡Qué cosa extraña esta manifestación de Dios en la persona de un Niño!: Dios en Jesucristo vino al mundo en la condición más baja, contrariamente a Adán que fue creado adulto. Es un poderoso motivo para adorar de rodillas al Creador, al Dios de la eternidad.

Hoy, si se hace alguna referencia a Jesucristo, es solamente para contar los años. Nuestro siglo actual sólo se refiere a un comienzo: el nacimiento de Jesús.

2) Navidad, un acontecimiento histórico

El nacimiento de Jesús había sido anunciado más de setecientos años antes por el profeta Isaías: “El Señor mismo os dará señal: He aquí que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel”, esto es Dios con nosotros. “Dio a luz hijo. ¿Quién oyó cosa semejante? ¿quién vio tal cosa?” (Isaías 7:14; 66:7-8).

El profeta Miqueas escribió también: “Belén Efrata... de ti me saldrá el que será Señor en Israel; y sus salidas son desde el principio, desde los días de la eternidad” (Miqueas 5:2).

Ese acontecimiento fue de por sí muy sencillo: el nacimiento de un niño en un ambiente muy pobre y humilde, en una ciudad desconocida. No obstante, este nacimiento provocó una conmoción universal: unos pastores acudieron; una estrella misteriosa apareció en el cielo; unos magos sabios vinieron del Oriente atravesando los desiertos con regalos fastuosos, llenos de significado; el cielo se abrió para dejar oír a una multitud de ángeles, cuyas palabras despertaron en los corazones un eco inefable: “¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!” (Lucas 2:14).

Todos los detalles históricos del Evangelio son ciertos. La fe es esta Palabra que penetra en nuestros oídos, el rayo de luz que ilumina nuestros ojos, y la aurora de esperanza que se nos presenta en la persona de un niño recién nacido, acostado en un pesebre.

3) Navidad, un acontecimiento divino

La Biblia declara: “Cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer” (Gálatas 4:4). “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre” (Juan 1:14). El apóstol Pablo lo confirmó: “Indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne” (1 Timoteo 3:16).

La palabra “carne” caracteriza la condición humana; es nuestra condición (Génesis 6:3). Así como Dios hizo los cielos y la tierra por medio de un acto creador particular, así también el “Verbo fue hecho carne”. Dios, que es Espíritu, se sujetó voluntariamente a la materia en Jesús y entró en el tiempo y en el espacio, surgiendo por decirlo así en el universo.

Fue hecho “carne”; tal es el estado al cual el Verbo Eterno tuvo a bien descender. Esta expresión encierra la idea de que Jesús fue manifestado en el mundo visible, sensible y perceptible: “Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos... y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida” (1 Juan 1:1).

La idea contenida en esta pequeña palabra “carne” no se limita puramente a lo biológico —al organismo viviente—. Incluye la personalidad humana completa, o sea “espíritu, alma y cuerpo” (1 Tesalonicenses 5:23). El Hombre Jesucristo fue semejante a nosotros, nacido de una manera única: Fue engendrado por el Espíritu Santo (Mateo 1:20). Poseía todos los atributos de la humanidad; pero la gran diferencia consistía en el hecho de ser “sin pecado” (Hebreos 4:15). El Espíritu profético atribuye a Jesús estas palabras: “Has abierto mis oídos”. “Me preparaste cuerpo” (Salmo 40:6; Hebreos 10:5). Aun en su cuerpo resucitado, Jesús dijo a sus discípulos: “Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy; palpad, y ved; porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo” (Lucas 24:39).

En Jesucristo, el Espíritu y la materia, el Creador y la criatura, Dios y el hombre se han unido de forma definitiva y eterna. La materia, el tiempo y el espacio constituyen las tres dimensiones del universo salido de la nada “por la Palabra de Dios” (Hebreos 11:3). “En el principio creó Dios los cielos y la tierra” (Génesis 1:1).

El gran sabio Albert Einstein decía con referencia al universo: «En apariencia no tiene ningún sentido. No obstante, es imposible que no lo tenga». Los hombres de ciencia son incapaces de definir o de dar un sentido al universo, y menos todavía al hombre. Todos presumen que hay un sentido que se les escapa. El nacimiento de Jesús es la revelación de este misterio al mundo. El universo tiene un significado, una finalidad revelada. Desde la misma eternidad ya estaba determinado en los consejos divinos que un día Dios se encarnaría. La Navidad fue ese día.

Este nacimiento y su celebración dominan la tumultuosa historia de los hombres, porque constituye el recuerdo de un amor eterno que es nuestro origen y de nuestra finalidad suprema. “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16). El cristiano sabe que es nacido de Dios y que está destinado a amar y a ser amado.

En un mundo que se ha organizado para vivir sin Dios, este nacimiento da a nuestras vidas un sentido verdadero que nos conduce a la más grande esperanza. Así como la oruga está destinada a convertirse en mariposa, para no reptar más, sino para volar libremente de flor en flor, así también por la fe en Jesucristo y por esta voluntad bien orientada que procede de ella, podemos gozar por anticipado de esta libertad de hijos de Dios que se manifestará plenamente cuando el Señor Jesús vuelva a la tierra.

El nacimiento de Jesús es el recuerdo de que Dios se acercó a su criatura a fin de que la siguiente transformación: “Si alguno está en Cristo, nueva criatura es” (2 Corintios 5:17) se cumpla en cada hombre, mediante la fe en el don del unigénito Hijo de Dios.

“En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados... El Padre ha enviado al Hijo, el Salvador del mundo” (1 Juan 4:10, 14).

¿Pueden nuestros corazones permanecer insensibles frente a tal manifestación del amor de Dios?

Quizá en este fin de año se encuentre usted solo y no tenga a nadie con quien compartir una comida; tal vez se halle en la cárcel o en el hospital, separado de sus seres queridos, lejos de su familia, sin ningún amigo o como este paralítico de Israel en el estanque de Betesda que, reconociendo su completa incapacidad, pudo confesar: “No tengo quien me meta en el estanque” (Juan 5:7).

El Señor Jesús resucitado, mediante la voz profética, hace oír este apremiante mensaje de amor en el libro del Apocalipsis: “Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo” (3:20).

¿Quiere usted compartir hoy con el Señor una comida de comunión y amor, y disfrutar la presencia de Aquel que es el único que puede llenar el corazón de gozo? Es “el Señor Jesucristo nuestro Salvador” (Tito 1:4). Si no lo conoce como su Salvador personal, venga a Él; en ningún otro hay salvación. Quiere llenar su corazón de paz y de esperanza.

  • 1Hacia el año 330 de nuestra era, se empezó a celebrar la Navidad, es decir, la fiesta del nacimiento del Señor Jesucristo. Es posible que esto ocurriera con el propósito de desviar el pensamiento de los cristianos de la fiesta pagana del solsticio de invierno, el cual, por su solemnidad y extensión, había invadido la vida de los pueblos de Occidente. La celebración del nacimiento de Cristo fue fijada el 25 de diciembre.