“Todos los atenienses y los extranjeros residentes allí,
en ninguna otra cosa se interesaban sino en decir o en oír algo nuevo”
(Hechos 17:21)
Hace casi dos mil años, el inspirado autor de los Hechos de los Apóstoles caracterizó con estas palabras el estado interior de los atenienses.
Esta descripción puede aplicarse hoy a una multitud de gentes, y supone necesariamente un tiempo de ruina. En todos los sectores —por desgracia, también en el religioso— podemos observar esta apasionada búsqueda de novedades y de distracciones. Satanás nutre sin cesar esta pasión y actúa de manera tal que los hombres hallen su satisfacción en ella.
Surgen de todas partes innumerables falsos maestros, hasta falsos Cristos; y las multitudes se agolpan alrededor de quien mejor logra hacerse su fama ya sea por dinero o mediante palabras lisonjeras. Unos pretenden apoyarse en la Biblia, anunciando con vigor detalles y fechas precisas, acontecimientos religiosos y políticos, aun para el más lejano porvenir; hablan de cosas de las cuales Jesús dijo: “Nadie sabe” (Mateo 24:36). Otros oyen voces, experimentan revelaciones, apariciones que sustituyen la Palabra de Dios. Otros aún se comunican con espíritus y con demonios, interrogándolos y haciendo milagros. Como broche final —y para coronar el extravío general—, sabios se esfuerzan por demostrar que Jesús, en realidad, ¡nunca existió!
Pero está escrito: “El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (Juan 3:3). Estas palabras se dirigen a todos los hombres, incluso a los sabios incrédulos.
Si de muy antiguo se tachó la Biblia —toda o en parte— de leyenda piadosa, no es ninguna novedad que se la utilice para probar las más insensatas y paradójicas afirmaciones y especulaciones. Bastante tiempo atrás, un sabio aseguraba: «Mediante la Biblia se puede probar todo, y por ella no se prueba nada».
Es cierto que las doctrinas con que se nutren los hombres hoy día son mucho más a su gusto que el antiguo y verdadero pan, que es la Palabra de Dios. No se habla más de conversión; se es «científicamente superior» a tales ideas. Según ellos, el dogma de la condenación eterna sólo existe en el cerebro de algunos cristianos anticuados e iletrados; más aún, pretenden que este término se originó de errores de traducción. Sin embargo, “si el ciego guiare al ciego, ambos caerán al hoyo” (Mateo 15:14). Ante esta espantosa confusión, exclamamos: «¡Dichoso el que puede esperar no ser sumergido en este océano de errores!»
Pero los creyentes saben que todo esto fue anunciado por la Palabra de Dios: “Porque vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias” ( 2 Timoteo 4:3).
Tal es el espíritu del Anticristo, el que se propaga cada vez más, el espíritu del «superhombre», el cual los hombres ya reclaman y seguirán reclamando a medida que aumente la confusión, el desorden y la perplejidad de las naciones. Éste es el hombre a quien la Palabra se refiere como “aquel inicuo... cuyo advenimiento es por obra de Satanás, con gran poder y señales y prodigios mentirosos, y con todo engaño de iniquidad para los que se pierden, por cuanto no recibieron el amor de la verdad para ser salvos” (2 Tesalonicenses 2:8-10).
Todos aquellos que rechazan el Evangelio son castigados; vienen a ser presa de esas falsas doctrinas y mentiras, porque “Dios les envía un poder engañoso, para que crean la mentira, a fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia” (v. 11-12).
No nos engañemos; los pecados que separan al hombre del Dios santo no pueden ser borrados por ninguna doctrina, nueva revelación, evocación de espíritus, ni por ninguna negación incrédula. Son expiados únicamente por Jesucristo y por su obra cumplida.
Hoy todavía, una fe sencilla en el Hijo de Dios y en su sangre derramada en la cruz libera una conciencia cargada de sus pecados. Sólo ella sana un corazón herido, quebrantado y desamparado. Únicamente por este camino —preparado por Dios— una criatura pecadora y caída puede acercarse a Él y reconciliarse con Él. De la cruz de Cristo mana toda bendición; de ella proviene toda consolación, el perdón, la paz y la vida eterna. Multitudes han experimentado en sus corazones y en sus conciencias el poder del Evangelio por la fe y han sido salvos. Millares han andado con gozo a la muerte a causa del testimonio del Señor Jesús. Todavía hoy, este apremiante llamado se dirige a todos los hombres: «¡Venid a Jesús; encontraréis en Él la salvación, la dicha, la paz, hoy y por la eternidad!»