¡Cuántas voces humanas se oyen en la tierra! Resuenan en nuestros oídos o surgen de textos que leemos, a veces con mucha atención. Pero sólo la voz de Dios llegó al hombre desde el cielo. Entre los numerosos pasajes de la Escritura en los cuales Dios mismo aparece hablando, algunos merecen ser considerados aparte. Se trata de aquellos en los que el Padre se dirige directamente al Hijo en la tierra o a las personas que lo rodean.
Los evangelios lo mencionan en tres ocasiones:
- en el bautismo a orillas del Jordán,
- en el monte de la transfiguración,
- en Jerusalén, después que Jesús fue aclamado como rey de Israel.
Es importante advertir que cada vez que se oye la voz del Padre, el Hijo se encuentra orando. Lucas emplea dos veces el verbo “orar” (Lucas 3:21; 9:28), mientras que Juan menciona dos veces el ruego “Padre” (Juan 12:27-28).
Presenciamos así una conversación entre el cielo y la tierra, entre el Padre y el Hijo, entre el Dios invisible —“a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver” (1 Timoteo 1:17; 6:16)— y Dios manifestado en carne. Estas escenas son de tal elevación que sólo podemos prosternarnos en adoración.
El bautismo (Mateo 3:13-17; Marcos 1:9-11; Lucas 3:21-22)
Entre las escenas que nos revelan los caracteres del Hijo, la del bautismo reviste un interés particular. Aquí se manifiestan plenamente la humildad y la gloria de su Persona: humildad porque Él se digna a tomar el lugar de un pecador arrepentido; gloria porque el Espíritu de Dios desciende como paloma y viene sobre Él. Una voz —la del Padre— resuena desde los cielos. Las tres personas de la Trinidad están allí, en ese momento único. Para las personas que rodeaban a Jesús, la voz que se oye en Mateo dice: “Éste es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia”. En Marcos: “Tú eres mi Hijo amado; en ti tengo complacencia”; la voz se dirige al Hijo mismo. Lucas agrega que Jesús oraba cuando el cielo se abrió; el Espíritu descendió y vino la voz del Padre. ¡Qué conversación entre el cielo y la tierra!
La transfiguración (Mateo 17:1-8; Marcos 9:2-8; Lucas 9:28-36)
Muy pronto todos nosotros estaremos con el Señor. Los muertos en Cristo resucitados —simbolizados por Moisés, quien conoció la muerte— y los creyentes transformados —representados por Elías, quien fue arrebatado— aparecerán en gloria. Hablaremos de su muerte llevada a cabo en Jerusalén; entraremos en la nube, cuyo significado en la Palabra es la misma presencia de Dios, la gloria excelente, la morada eterna de los rescatados. Allí oiremos la voz del Padre. Jesús será el único objeto digno de nuestra admiración; ocupará toda la escena y nuestros corazones sólo estarán llenos de Él. ¡Él será todo para nosotros, y nosotros, preciosos para Él! Nuestros ojos verán su hermosura y nuestros oídos escucharán las palabras: “Éste es mi Hijo amado; a él oíd”.
Ante la muerte (Juan 12:27-30)
La transfiguración nos presenta la incomparable gloria del Hijo de Dios, pero esta misma gloria nos recuerda su terrible y necesaria muerte. Como Hombre en la tierra, el Señor afrontó a menudo la muerte y sus consecuencias, la separación y las lágrimas. Únicamente Él pudo manifestar no sólo la verdadera simpatía, sino también dar la liberación. Al finalizar su ministerio, Jesús es puesto frente a su propia muerte. Sube a Jerusalén sentado sobre un pollino de asna, mientras le tienden ramas de palmera en el camino. Es aclamado como Rey de Israel (v. 13-15). Algunos griegos desean verlo. ¿Cómo podría Él traer la bendición del reino? ¿De qué otra manera podría llevar mucho fruto el grano de trigo —el Señor— (v. 24) sino pasando por la muerte? En ese momento, ante la inminencia del sacrificio, su alma está turbada. La “hora”, la hora de la cruz, se presenta ante Él. Satanás va a “herirle en el calcañar” (Génesis 3:15), pero Él piensa únicamente en la gloria de su Padre. Inmediatamente después del versículo 27 —que comienza con las palabras: “Padre, sálvame de esta hora”—, el Señor exclama: “Padre, glorifica tu nombre”. La voz del Padre resuena en ese momento para responder a la oración del Hijo; este nombre había sido glorificado por la resurrección de Lázaro y lo sería otra vez por la resurrección del Hijo. El Señor nos invita a escuchar esta voz que no ha venido para Él —pues él conocía perfectamente el pensamiento de su Padre—, sino para nosotros.
Al leer los pasajes arriba mencionados, podemos contemplar el bautismo del Señor, encontrarnos sobre el monte alto y hallarnos junto a él durante los últimos días de su ministerio en Jerusalén. En cada una de estas ocasiones, la voz del Padre resuena en nuestros oídos con toda su majestuosa fuerza y simplicidad. Las palabras pronunciadas son escuetas, pero cargadas de un sentido que sólo la fe es capaz de comprender. El Hijo eterno de Dios está ante nuestros ojos como el objeto de todos los afectos del Padre. Y nosotros adoramos al Padre y al Hijo.