La clave de esta preciosa porción de la Escritura reside en las Palabras: “Yo dormía, pero mi corazón velaba” (5:2). El corazón de la amada permanecía fiel al Amado, pero faltaba en ella cierta energía y tenía una tendencia al bienestar y a la pereza. Por consiguiente, se había vuelto negligente en su vigilancia, cayendo en un estado de indolencia. La prueba la tenemos por el contraste entre sus circunstancias y las del Amado (5:2-3). Mientras que su cabeza estaba llena de rocío y sus cabellos de las gotas de la noche, ella estaba acostada confortablemente.
La Biblia abunda en contrastes de esta clase. Por ejemplo, Pedro estaba sentado tranquilamente junto al fuego, calentándose con los enemigos de Cristo, mientras que su Señor y Maestro se hallaba expuesto a las injurias y los ultrajes de sus perseguidores (Lucas 22:55-65).
Tal estado del alma demuestra los resultados de la influencia mundana en el corazón del creyente, pero el Señor no ve esto con indiferencia. Tanto ama a los suyos que no permite que permanezcan en esa condición. Por consiguiente, se ocupa en sacarles del sueño. Es lo que tenemos en este párrafo del Cantar de los Cantares. La amada notó que su Amado deseaba estar cerca de ella: “Es la voz de mi amado que llama: Ábreme, hermana mía, amiga mía, paloma mía, perfecta mía, porque mi cabeza está llena de rocío, mis cabellos de las gotas de la noche”. Las expresiones que el Amado empleó, los nombres tiernos con los cuales la llamó, estaban ciertamente destinados a despertar el amor de su corazón, porque probaban cuán preciosa era ella para él. Por otro lado, demostraban que ella no lo había olvidado. Sin embargo, sea lo que fuere, el motivo de su lenguaje se originaba en el contraste que hemos mencionado: Él estaba velando fuera, y ella permanecía dentro gozando ampliamente de bienestar.
¿Cómo era posible que rehusara un llamado tan tierno? Su respuesta reveló este misterio. Estaba más preocupada de su propio bien que de los intereses de su Amado (5:3). ¡Cuántos pierden de este modo el gozo de una relación íntima con Cristo! Él está cerca de nosotros y quiere revelarse más plenamente a nuestros corazones. Su presencia no nos es inconsciente, pero ¡ah! nos distraemos con otras cosas, nuestros corazones se desvían hacia otro objeto, y perdemos así el regocijo de la comunión que desea brindarnos. Al igual que la amada, hemos quitado nuestra “ropa”, olvidando que nuestros lomos deben estar constantemente ceñidos (Lucas 12:35); y, siguiendo el lenguaje del Cantar de los Cantares, hemos lavado nuestros pies, siendo demasiado perezosos para volverlos a ensuciar, aun cuando el Señor nos pida que le abramos la puerta.
Sin embargo, Él nunca se impone a los corazones que no están dispuestos a oír su voz. Cuando vio que la puerta permanecía cerrada, se fue. La amada reconoció los esfuerzos que Él hizo para entrar: la llamó, trató de abrir la puerta y “metió su mano por la ventanilla”. Por fin, ella le contestó; su corazón se conmovió por Él; su pereza desapareció, se levantó y abrió a su Amado, pero Él se había ido. ¡Ella perdió la ocasión! Cuando Él quería entrar, no se decidió a abrir, y, cuando decidió recibirlo, se dio cuenta de que se había marchado.
El creyente debe aprender que su propia dicha y comunión con el Señor depende de su obediencia y deseo respecto a Él. El amado se acercó a su amada, revelándosele con toda la fuerza de su amor, y ella perdió las bendiciones inefables, al buscar el descanso que Él no halló.
Primeramente, Él la buscaba; luego, era ella quien debía hacerlo; ella experimentó esta decepción. Se levantó para abrir a su Amado y descubrió en seguida lo que perdió; pudo percibir los rastros de perfume al poner sus manos en la manecilla del cerrojo. Entonces dijo: “Lo busqué, y no lo hallé; lo llamé, y no me respondió”. ¿Renunció Él a su amor? De ningún modo. Quiso dar una lección necesaria a su amada, a fin de restaurar su alma mediante la energía y los deseos de su corazón. Quiso revelarle su verdadera condición, mostrándole al mismo tiempo que la restauración se efectúa tan sólo en el camino de la disciplina. Basta un instante para perder la alegría de la presencia de Cristo, pero se necesitan días para recobrarla. El perdón sigue inmediatamente a la confesión, pero el gozo de la comunión se recupera lentamente. Las experiencias de la amada lo demostraron. Vamos, pues, a considerarlas de cerca.
¿Qué tenía que hacer de noche, por las calles de la ciudad, sin su Amado? (v. 7). Al no poder hallarlo, contó su situación a los guardas que rondaban, y ellos no la perdonaron. ¿No eran los encargados de ejercer la disciplina y de mantener el orden en la ciudad? ¡Qué felicidad cuando se hallan hombres semejantes en la Iglesia, que velan por los creyentes, como aquellos que han de dar cuenta (Hebreos 13:17), y que no vacilan en sondearlos, con “golpes” y “heridas” por el poder de la Palabra de Dios, cuando ello es necesario!
Luego, la amada peleó con los guardas de los muros, quienes le quitaron su manto, descubriendo así su condición espiritual, pues, debido a su negligencia y a su egoísmo estaba momentáneamente sin su Amado. Si los guardas de la ciudad representan a los pastores, podemos decir que los guardas de los muros representan a aquellas personas que se empeñan en mantener la santidad en la Casa de Dios. Los muros preservan del enemigo exterior; excluyen el mal y ofrecen paz y protección a los que están dentro. Los guardas de los muros retienen con firmeza la separación del mal, manteniendo alejados de la entrada a todos aquellos que pretenden introducirse secretamente.
¡Qué contraste entre el versículo 1 y el versículo 7! Ella dijo: “Venga mi amado a su huerto” (4:16). La contestación no se hizo esperar, según lo que vemos en el versículo 1 del capítulo 5. Sin embargo, después de este tiempo de felicidad, se produjo un cambio repentino, tal como a veces lo experimenta un creyente. Leemos más adelante: “Dormía, pero mi corazón velaba”. Ella, que era tan feliz en sus relaciones con Él, se veía en este momento golpeada y herida por los guardas de la ciudad, y despojada de su manto por los guardas de los muros. La fidelidad de los siervos del Amado provocó en ella un deseo vehemente de volver a hallarlo. El versículo 8 lo prueba : “Yo os conjuro, oh doncellas de Jerusalén, si halláis a mi amado, que le hagáis saber que estoy enferma de amor”. Sin embargo, ¿no es doloroso ver a un creyente que ha disfrutado esencialmente de la comunión de Jesús, que pregunta dónde está su Señor a los que nunca conocieron tal intimidad?
Lo había perdido todo, como María cuando creía que habían llevado a su Señor (Juan 20:15). Y sin Él, para ella el mundo no era más que un vasto desierto, una tumba. ¡Bienaventurado el creyente que conoce algo de estas experiencias benditas!
Las “doncellas de Jerusalén”, cuyos ojos no estaban abiertos para ver las bellezas del amado, respondieron: “¿Qué es tu amado más que otro amado?” Tal pregunta puso de manifiesto la rectitud del corazón de la amada, por grande que hubiera sido su negligencia. Su amor se avivó todavía más, maravillándose de que alguien no advirtiera las admirables cualidades de su amado. Así describió con ardor todas sus bellezas, se detuvo con delicia en cada carácter y terminó con estas palabras: “Todo Él (es) codiciable” (v. 16). Era un testimonio radiante acerca del Amado, y el secreto residió en un corazón que desbordaba (Salmos 45:1). Tal es igualmente el secreto para hablar de Cristo. En primer lugar debo conocerle; luego, mi corazón tiene que estar lleno de Él por el sentimiento de su amor, gracia y perfección.
Tres puntos todavía llaman la atención. El primero es la consecuencia del testimonio de la amada. Las doncellas de Jerusalén tuvieron el deseo de buscar al Amado, tal como sucedió con Juan el Bautista cuando vio al Señor y exclamó lleno de admiración: ¡“He aquí el Cordero de Dios”! (Juan 1:29), y sus discípulos le dejaron para seguir a Jesús. Esas doncellas también se sintieron irresistiblemente atraídas hacia el Amado. No hay cosa que atraiga más a las personas que el testimonio de un corazón que desborda por el poder del Espíritu.
En segundo lugar, la restauración de la amada fue completa. Las preguntas de las doncellas de Jerusalén hicieron latir su corazón, y, mientras comentó con deleite las cualidades y virtudes del Amado, se efectuó una obra en ella: Su amor se reanimó y descubrió en seguida dónde podía hallar al objeto de su amor. Dijo a sus compañeras: “Mi amado descendió a su huerto, a las eras de las especias, para apacentar en los huertos, y para recoger los lirios”. Sus dudas desaparecieron, y con fidelidad añadió: “Yo soy de mi amado, y mi amado es mío” (6:2-3).
Reparemos atentamente cómo se realizó este trabajo divino. Desde el momento en que el cristiano se halla en un estado de frialdad y sin vida, y descubre en él una falta de poder, debe ocuparse de las diversas perfecciones y de las múltiples gracias de Cristo, según las encontramos en la Palabra. Y mientras medita en lo que Cristo es para él, hablará a los demás de la excelencia de su Persona. Experimentará que su corazón arderá pronto y recordará nuevamente su amor.
El tercer y último punto es éste: Inmediatamente después de la restauración de la amada, el amado testificó cuán preciosa era ella a sus ojos, y de cuán alta estima era su amor. En una palabra, la comunión del amor sigue a la restauración del alma.