Al principio de este artículo recordamos las palabras del apóstol Pablo: “lo que sobre mí se agolpa cada día, la preocupación por todas las iglesias” (2 Corintios 11:28) y también dos oraciones que formuló a favor de las iglesias en las cuales pensaba con tanto amor (Efesios 3:14-21; Colosenses 1:9-20).
Deseo expresar algunas reflexiones relativas a otra oración del apóstol, la que dirigió a Dios en favor de los filipenses (1:9-11). “Aprobar1 lo mejor” es el punto central de esta petición. En la primera parte (v. 9), Pablo pide a Dios todo lo necesario para poder aprobar o discernir las mejores cosas;1 en la segunda (fin del v. 10-11), presenta los frutos que resultarán de ello.
En nuestra vida cristiana ¿toda acción es precedida de un ejercicio secreto con el Señor?, y, si hay ejercicio, ¿no nos contentamos frecuentemente con el sentimiento de que lo que nos proponemos hacer no es malo en sí mismo? Es lo que explica el «no hay nada malo en esto» tan a menudo repetido para tratar de justificar nuestra conducta. No es suficiente. Entre todo lo que no es malo y que puede ofrecerse a nuestra actividad, hay además una elección que hacer: hay cosas buenas y cosas excelentes o “lo mejor”. ¡Que podamos discernirlo, no estando satisfechos con lo que es bueno, sino buscando lo que es más excelente, lo mejor! Una bendición particular es prometida para aquellos que escogen las cosas en que Dios se complace: “Yo les daré lugar en mi casa y dentro de mis muros, y nombre mejor que el de hijos e hijas; nombre perpetuo les daré, que nunca perecerá” (Isaías 56:5).
El amor es la clave para discernir lo mejor. Los filipenses amaban al Señor, amaban al apóstol Pablo y le habían dado pruebas conmovedoras (Filipenses 4:10-20). Pero en este dominio, nunca hay demasiado: El apóstol pidió a Dios que su “amor abunde aun más y más”. El creyente recibió una nueva naturaleza, la naturaleza misma del Dios de amor. La vida divina en él se desarrollará y llevará frutos según la medida en que se nutra de Cristo. Por eso Pablo presenta a Cristo a lo largo de toda esta epístola: la vida y el modelo del creyente, la meta hacia la cual corre, la fuerza y el gozo en el camino. Nutrido de Cristo, teniéndolo como único objeto, viviendo de él a fin de vivir para él, el creyente será capaz de amar como el Señor ama, y su amor abundará más y más.
¡Ojalá que Cristo sea el único objeto de nuestro corazón! Entonces, buscaremos continuamente su presencia, porque aquel que ama anhela la compañía de la persona amada. Al vivir cerca de él, conoceremos los deseos de su corazón. Si los tres hombres de los cuales nos habla 2 Samuel 23:13-17 no se hubiesen acercado a David, no habrían sabido cuál era el deseo del rey rechazado y, por consiguiente, no habrían gozado de este privilegio. Pero ¿habrían ido a la cueva de Adulam si David no hubiese sido el objeto de sus corazones? David no dio una orden, sólo expresó un deseo. Esto bastó para un corazón que amaba. Los tres hombres no razonaron, nada los detuvo e irrumpieron por el campamento. Arriesgaron su vida, pero ¡qué importaba! La habían dado. Pensemos en el gozo de David cuando le trajeron el agua del pozo de Belén y en el gozo que sintieron al ver el de David! Supieron “aprobar lo mejor”, porque su amor “abundaba aun más y más”. Recordemos este ejemplo en tantas circunstancias de nuestra vida en las cuales se trata también de “irrumpir”, de procurar un poco de agua, algún refrigerio, para nuestro David (figura de Cristo), “en tiempo de la siega”, día en el cual todo lo que es hecho para Él, tiene un precio tan grande a sus ojos.
Podríamos tener un real amor por alguien y, sin embargo, actuar de una manera no conveniente. Por eso el apóstol añade: “en ciencia y en todo conocimiento”.
“En conocimiento”: Para comprender el pensamiento expresado aquí, se necesita un ejemplo. María Magdalena amaba ardientemente al Señor. Mientras que los discípulos volvieron a su casa, ella se mantuvo junto al sepulcro, fuera, y lloraba. Dijo: “Se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto” (Juan 20:11-13). Él era el único objeto de su corazón y, sin embargo, fue a buscar entre los muertos a Aquel que había resucitado. María de Betania, sentada a los pies de Jesús para oír su Palabra (Lucas 10:38-42), adquirió un conocimiento que María Magdalena no tenía; por eso no fue al sepulcro. ¿Era falta de amor por el Señor? Muy al contrario. Considerando las apariencias se podría afirmar: Nadie amó al Señor como María Magdalena. Cierto, su amor era precioso para el corazón de Aquel que vino a manifestarse a ella y que le encomendó un mensaje tan maravilloso, pero sólo el amor de María de Betania había “abundado aun más y más... en todo conocimiento”.
“En ciencia”: El Señor da la inteligencia de sus pensamientos a aquel que vive en comunión con él. María de Betania no solamente tenía el conocimiento que le permitió no buscar entre los muertos a Aquel que vivía, sino también la inteligencia espiritual que la condujo, en el momento propicio, a ungir el cuerpo del Señor para su sepultura (Juan 12:3-7). Otras mujeres vinieron al sepulcro muy de mañana, trayendo especias aromáticas para embalsamar el cuerpo del Señor Jesús (Lucas 24:1). Todavía en esto, aquel que no consideraba más que las apariencias, podía llegar a decir: «Esas piadosas mujeres han manifestado un verdadero amor por el Señor, mientras que, en esta circunstancia, a María de Betania le faltó amor, porque no se encontró allí». ¡Cuán a menudo nos equivocamos en las apreciaciones que formulamos! Si bien es cierto que esas mujeres amaban profundamente a Aquel de quien iban a ocuparse, no obstante les faltó la inteligencia que María de Betania había adquirido en la comunión con el Señor, a sus pies, y que la condujo a actuar según el pensamiento de Dios. No le faltó amor; al contrario, su amor había “abundado aun más y más en ciencia y en todo conocimiento”.
“El cumplimiento de la ley es el amor” (Romanos 13:10): el amor hacia Dios y el amor hacia el prójimo. Por ser el hombre incapaz de cumplir la ley, “Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne; para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros” (Romanos 8:3-4), en nosotros que poseemos la vida divina proveniente del Espíritu Santo.
Hemos considerado lo que concierne al amor para con Dios; podemos extenderlo al amor para con el prójimo. Recordemos otro ejemplo. Un creyente gravemente enfermo, en estado desesperante, recibe dos visitas. La primera es la de un cristiano que, deseando manifestar mucho amor y conmovido de compasión, ora con fervor por la curación de este moribundo. La segunda, la de otro cristiano que, acostumbrado a vivir cerca del Señor, buscando su pensamiento, discierne que se encuentra en presencia de un caso por el cual, según 1 Juan 5:16, él no podía “pedir”. Contrariamente a todo lo que las apariencias podrían dejar entrever, es el segundo visitante el que ama verdaderamente, el que ama según Dios, porque obedece a la Palabra. Su amor abunda “en ciencia y en todo conocimiento”.
Sólo el conocimiento del pensamiento de Dios, revelado en su Palabra, y la inteligencia espiritual, que deriva de la comunión práctica con Aquel que es el objeto del corazón, pueden conducirnos a amar como Dios ama y a manifestar este amor como Él lo desea. El amor se atestigua por la obediencia (Juan 14:21, 23; 1 Juan 5:2). No se puede amar a los hijos de Dios con un amor verdadero sin amar a Dios; y para amar a Dios, es necesario guardar sus mandamientos. “El que no me ama, no guarda mis palabras” (Juan 14:24).
Que nuestro amor abunde aún más y más, pero preguntémonos siempre si hay sólo una apariencia o si, al contrario, nuestro amor es un amor verdadero, “en ciencia y en todo conocimiento”. Cada uno de nosotros corremos el peligro de amar para sí, en lugar de amar para Dios y según Dios, en la obediencia a la Palabra y buscando el bien de los que amamos. El verdadero amor no es ciego, va junto con el discernimiento.
Si nuestro amor abundara aún más y más en conocimiento y en toda inteligencia (“ciencia”), sabríamos aprobar lo mejor y resultarían tres consecuencias:
- “A fin de que seáis sinceros (puros)".2 Nuestra marcha será el reflejo de la marcha de Cristo aquí abajo. Él, el Hombre perfecto en la tierra, es el único que aprobó verdaderamente y siempre lo mejor (Juan 8:29). Tal marcha nos apartará pues de todo lo que se opone al pensamiento y a la voluntad de Dios, y que es el pecado con la mancha que lo caracteriza. Así seremos guardados puros en medio de un mundo en el cual todo es opuesto a Dios.
- “E irreprensibles para el día de Cristo”. Un creyente cuya vida espiritual se nutre de Cristo, que vive de él a fin de vivir para él, cuyo amor abunda así más y más en inteligencia y en todo conocimiento, y que es hecho capaz de aprobar lo mejor, es preservado de caer. He ahí el secreto para ser guardado en el camino. Para ser irreprensibles, hay que velar sobre los pies pero primero sobre el corazón. El día de Cristo manifestará la fidelidad de todos los que, habiendo aprobado lo mejor, habrán sido guardados puros de toda mancha y hallado irreprensibles en el camino. Esto será para la gloria del Señor (compárese 2 Tesalonicenses 1:10).
- “Llenos de frutos de justicia que son por medio de Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios”. El creyente posee una justicia “que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe” (Filipenses 3:9). Debe manifestarse por los frutos. Al aprobar lo mejor, seremos guardados del mal y preservados de las caídas —caracteres negativos—, pero además podremos llevar frutos que serán por Jesucristo para gloria y alabanza de Dios.
Tomemos para nosotros la oración que el apóstol Pablo dirigió a Dios en favor de los filipenses: “Que vuestro amor abunde aun más y más en ciencia y en todo conocimiento, para que aprobéis lo mejor, a fin de que seáis sinceros (puros) e irreprensibles para el día de Cristo, llenos de frutos de justicia que son por medio de Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios”.