La venida del Señor de hecho pondrá término a nuestro caminar en el desierto. Curará todas las brechas entre los hijos de Dios. Reunirá en uno a los creyentes divididos y diseminados. Pondrá fin a las penas, a las pruebas y a los trabajos de los suyos. Nos arrancará de una escena de tinieblas y de muerte, y nos introducirá en una morada de luz, de vida y de amor. Hará todo esto y más aún, pero por encima de todo, nos introducirá en la compañía de Jesús. Como Él lo dijo: “Os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (Juan 14:3).
¿Qué sería el cielo sin Jesús? Estar en un lugar donde “ya no habrá muerte”, y donde no existirán más “llanto, ni clamor ni dolor” (Apocalipsis 21:4) —donde todo es santidad y perfección— con certeza será precioso, pero si Jesús no estuviera ahí, el corazón se quedaría insatisfecho. La suprema felicidad que nos trae su venida es que estaremos con Él. Habrá estado con nosotros en este mundo de tinieblas y de muerte, y nosotros estaremos con Él en la morada eterna de la vida, la casa del Padre.