¿Para quién vivimos? He aquí una importante pregunta que debemos hacernos. El versículo 15 de este capítulo dice: “Por todos murió, para que los que viven (es decir los creyentes) ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos”. “Todos murieron”, tanto los creyentes como los incrédulos. La muerte de Cristo por todos es la prueba de que todos están perdidos, sin vida ante Dios.
Fue necesario que el Hijo de Dios, que es la vida eterna, padeciera y hallara sólo la muerte para él en la tierra. Todo estaba muerto de manera irremediable y su muerte fue la única puerta de salvación del mundo. “Por todos murió”. No está escrito «para que todos vivan», aunque por cierto Él tenía suficiente vida para todas las almas, la vida eterna en Cristo. Sin embargo, no fue recibido. Por esta razón, la gracia operó para que algunos le reciben. Por eso es añadido: “para que los que viven”, es decir, los que en Él creen y así tienen así la vida, “ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos”.
Día tras día, en todas las circunstancias, se nos presenta la misma pregunta: ¿Vivimos para nosotros mismos o para aquel que murió y resucitó por nosotros? Debemos reconocer con humillación que necesitamos juzgarnos constantemente por este motivo. El primer impulso en nuestros corazones ¿no es el de considerar las cosas por el lado que concierne a nuestro propio interés, nuestra conveniencia, nuestra importancia? ¿Qué es eso, sino vivir para nosotros mismos?
Cuando se nos haga una pregunta, cuando algo se presente ante nosotros —un mal o una pérdida que evitar— tenemos la tendencia a pensar en el efecto que esto tendrá sobre nosotros, y a buscar la manera de hacer tornar las circunstancias para nuestro provecho. No digo que esto sea siempre para nuestro beneficio personal; puede que sea para nuestra familia o para nuestros hijos. Por cierto, Dios no desea que descuidemos el bien de aquellos que amamos y que dependen de nosotros, sino que la cuestión es saber si confiamos en nosotros mismos o en Cristo. ¿Somos buenos jueces para saber qué es lo mejor para nuestros hijos? ¿Tenemos suficiente sabiduría para poder decidir nosotros mismos lo que será, no para el provecho pasajero, sino para el bien que permanece para siempre?
Poseemos dos naturalezas: la primera que siempre busca su complacencia y que trata de exaltarse, y la segunda que, por la gracia de Dios, está dispuesta a sufrir por Cristo, y a unirse a todo lo que es de Cristo. Pero, como dice el apóstol Pablo en 1 Corintios 15:46: “Lo espiritual no es primero, sino lo animal; luego lo espiritual”. Así ocurre en nuestra vida práctica. El primer pensamiento ante la prueba y la dificultad es el de la carne: «¿Cómo escaparé de esto?» No es: «¿cómo podré glorificar a Dios, volviendo las circunstancias para la gloria de Cristo?» Y aun si existe la menor perspectiva para un mejoramiento en nuestras circunstancias, lo primero son los pensamientos de la carne.
Velemos más con referencia a esto. Acordémonos que es éste el gran peligro que corremos. Todos no sufrimos de la misma manera. Lo que parece ser una satisfacción para unos puede ser lo contrario para otros. Sin embargo, existe un peligro que es igual para todos: Tenemos una naturaleza que se ama a sí misma y que busca su propia satisfacción, y tenemos la tendencia a ir tras esta naturaleza. Cristo debería ser el único objeto de nuestras almas. Cuando las dificultades o distracciones se presenten, pensemos sólo en Él, y todo lo que es de la carne desaparecerá.
Recordemos que Dios hizo todo para que podamos estar en su presencia. “Nos hizo aptos para participar de la herencia de los santos en luz” (Colosenses 1:12). Es un hecho que permanece. Pero el asunto práctico para nosotros es de saber si aplicamos estas maravillosas verdades en nuestras vidas. Nuestro Dios y Padre, en su bondad perfecta para con nosotros, desea que nuestros corazones disfruten de un Cristo muerto y resucitado. De este modo, ante los ángeles así como ante los hombres y en Su propia presencia ocurrirá este maravilloso hecho: seres que en otro tiempo no vivieron sino para sí, serán elevados por encima de sí mismos por la imagen de Cristo colocada entre sus corazones.
Que este pensamiento tenga todo su valor, cualesquiera que sean las circunstancias por las cuales atravesamos día tras día. ¡Que busquemos y consideremos si vivimos para nosotros mismos o para Cristo, quien murió y resucitó!