Formados en la escuela de Dios /1

Génesis 12 – Génesis 22

Abraham

En la historia de Abraham encontramos un ejemplo notable de la disciplina necesaria y apropiada para la vida de la fe.

En Babel, el hombre reveló el propósito de su corazón. Edificó una ciudad y en ella una torre que debía elevarse hasta el cielo. Sentía que debía escapar al juicio, pero había decidido escapar por sus propios medios, independientemente de Dios, quien lo confundió en este intento (Génesis 11:1-9). A partir de ese momento, toda la familia humana conoció que la pérdida de una lengua común la privaba de toda asociación inteligente, de manera que el hombre vino a ser un extranjero para su hermano. Podía haber guardado un sentido de parentesco común, pero era incapaz de comunicar sus pensamientos. Cuando Dios confundió la independencia del hombre, reveló, por medio de un hombre y permaneciendo fiel a los propósitos de Su amor, cómo ese deseo de escapar al juicio, hacia el cual el hombre se había esforzado en independencia de Dios, podía ser realizado en la dependencia de Dios.

Notemos que siempre actúa así con nosotros. Sentimos nuestras necesidades y buscamos suplirlas mediante nuestras propias fuerzas. El Señor debe confundirnos en este intento, pero enseguida nos encuentra y da una respuesta a nuestros deseos infinitamente más elevada de lo que nos habíamos propuesto. El hijo pródigo sólo deseaba su subsistencia de parte de los habitantes del país lejano; en la casa de su padre no encontró solamente el pan, sino también la abundancia y el becerro gordo (Lucas 15:11-24).

Así pues, una vez ejecutada la confusión de lenguas, Dios irrumpió en la escena y llamó a un hombre —Abram— para ser el testigo de la fe y de la dependencia, para buscar, no Babel, sino “la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (Hebreos 11:10). Por gracia, la historia de ese testigo y siervo de Dios nos fue dada para que sepamos lo que es nuestra naturaleza delante de Su llamamiento, cómo Dios obró consigo en las diferentes circunstancias en las cuales ella manifiesta su voluntad propia y su independencia, cómo la corrige, la domina y nos conduce en Sus caminos para nuestra bendición.

Dios dijo a Abram: “Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré” (Génesis 12:1), y así fue la Palabra la que discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. Nunca conocemos la verdadera intención de nuestra propia voluntad hasta el momento en que exigimos que ella se someta tácitamente a la voluntad de Dios expresada y revelada por su Palabra. Puede que no veamos gran divergencia entre nuestros pensamientos y los de Dios, hasta que los midamos con las exigencias de la Palabra de Dios, notémoslo, no sólo las exigencias de una parte de esta Palabra, sino de toda la Palabra. Si las cumplimos en parte, alteraremos Su pensamiento revelado; si abandonamos el espíritu de la Palabra, perderemos la instrucción; pero si la adoptamos y nos adherimos a ella en su conjunto, el alma queda liberada de la voluntad propia y es introducida en la bendición que es la meta de la instrucción. Entonces intervienen la prueba y el ejercicio, porque se los necesita. Hay conflicto entre el esfuerzo continuo del pensamiento natural para eludir la Palabra de Dios y el designo inflexible de Dios (a causa de su amor) de ligarnos firmemente a su propio pensamiento. Este conflicto hace necesaria la disciplina y comprendemos entonces los sucesos de nuestra propia vida.

El llamamiento de Abram fue claro y definido. Exigió que abandonara su país y a toda su parentela para entrar en una escena preparada por Dios. La exactitud de su obediencia dio la medida de su fuerza: Comenzó a obedecer el llamamiento; abandonó a Ur de los caldeos “para ir a la tierra de Canaán” (11:31), pero en realidad salió del país de los caldeos y habitó en Harán. Recibió la Palabra y emprendió su obediencia, pero lo hizo imperfectamente: Abandonó su tierra, pero no a su parentela. Se quedó en Harán hasta la muerte de su padre. Las relaciones familiares intervinieron haciendo fracasar la obediencia completa al llamamiento de Dios.

Es una seria advertencia para nosotros. Recibimos el llamamiento y nos sometemos a él, pero sólo cuando andamos según aquél descubrimos cuáles son las exigencias que impone a nuestra naturaleza. Nuestra incapacidad para cumplir lo que nos propusimos gustosamente nos muestra cuánto nos falta de verdadera energía. Muchos emprenden el camino de la fe con ánimo y gozo, pero pronto se dan cuenta de que no pueden dejar “que los muertos entierren a sus muertos” (Lucas 9:60) y, aunque dispuestos en su corazón a buscar otro país, son detenidos y disuadidos por algún lazo natural. Nada es más difícil para el hombre que desembarazarse de ello sin compensación, cuando Dios lo pide, porque esto produce aislamiento, a menos que halle otra asociación. Es lo que el Señor propuso al joven rico. Después de haberle dicho: “vende todo lo que tienes”, le dijo: “sígueme” (Lucas 18:22). Sólo la gracia puede permitir tal renunciamiento.

La primera falta de Abram se relaciona con la segunda parte del llamamiento de Dios. No dejó la casa de su padre. Así quedó retenido hasta la muerte de éste. Era la primera etapa en su vida de fe y, aunque entró en ella con ardor, como está escrito: “salió sin saber a dónde iba” (Hebreos 11:8), hizo la experiencia de no poder cumplir esta orden hasta que la muerte hubiera roto el lazo que lo unía aún a la naturaleza. La fe es la dependencia de Dios y nada humano puede sostenerla. El camino propuesto a Abram exigía la expresión más clara de la dependencia de Dios solamente. Esto no podía realizarse sin sacrificio. Además de los ejercicios que su propio corazón debía atravesar andando en este camino de la fe, hizo la experiencia en cuanto a que la muerte debía romper de una manera práctica el lazo que lo retenía. Era necesario que, en esta primera etapa, el corazón sintiera la tristeza causada por la muerte, pero una muerte que le trajera su liberación. Si Abram no se hubiese detenido por su padre, sino que hubiese seguido sin detenerse el camino desconocido hasta el lugar donde Dios lo llamaba, habría evitado la tristeza que la muerte trae aparejada. Sin embargo, permitió quedarse, y nada podía librarle sino la muerte. A causa de esto pasó por esta disciplina.

Es así también para muchos de nosotros, por gracia. Nuestra dependencia de Dios a menudo no es simple y clara. Nos detenemos en el camino de la fe. Somos retenidos por algún lazo natural, hasta que la muerte lo alcance, y debe ser así si queremos seguir nuestra carrera con Dios.

El vínculo de Abram con la naturaleza fue así disuelto por la muerte, y quedando así liberado, volvió a tomar su camino. Fue disciplinado por lo que le obstaculizaba, es decir, por la muerte de su padre. Habría podido evitar esta disciplina si hubiese andado con más energía de vida; sin embargo, por ella aprendió una lección muy benéfica, a saber que la fe gobierna la voluntad natural escondida en los recovecos del corazón sólo cuando ésta se somete a la orden de Dios. Esto trae abundante bendición. Aunque lo hace raramente, según el caso, siempre lucha para manifestarse abiertamente. Entonces se necesita que se someta abiertamente.

Es importante que los jóvenes creyentes, y todos, vean cómo empiezan y cómo llegan al término de esta primera etapa de la vida de la fe; porque faltas e incertidumbre en ese momento pueden acarrear tristeza e indecisión durante toda la carrera. Por cierto, nunca nos alejamos del camino de la fe sin perjuicio, y aunque podemos ser liberados, como lo fue Abram por la muerte de su padre, los efectos de la caída, por más que resulte reparada, pueden permanecer. Si tal es el caso, la disciplina debe continuar. Lot siguió a Abram, siendo una prueba continua para él; pero hasta sus descendientes resultaron una plaga para los de Abraham. Sus acciones seductoras bajo la instigación de Balaam son narradas en la Escritura como siendo las peores maquinaciones contra la Iglesia de Dios (Apocalipsis 2:14). Allí donde fallamos una vez, como un caballo que tropieza, existe el peligro de que caigamos de nuevo. Por consecuencia, se necesita un recuerdo continuo, por los cuidados de Dios para con nosotros, como advertencia contra nuestra inclinación. Por no haber dejado “que los muertos entierren a sus muertos”, al principio, Abram debió llevar consigo un aguijón continuo en la persona de Lot, disciplina necesaria por el atraso del que sólo la muerte le había liberado.

Luego, Abram comenzó la segunda etapa de la vida de fe. Cual extranjero en un país extranjero, dependía de Dios. Edificó un altar para el peregrinaje en el cual la fe lo conducía, en el cual ella fijaba su alma en Dios. El resultado fue la adoración. Cuando las consecuencias o las circunstancias de nuestra calidad de extranjeros nos preocupan, perdemos la paz que la fe procura y buscamos socorro en otra parte. Así, cuando hubo hambre en la tierra, Abram dejó el sendero en el cual se había detenido y bajó a Egipto (Génesis 12:10).

Es humillante ver nuestra falta de firmeza en el camino. Si nos parece que andamos en él de manera feliz y firme, necesitamos realizar lo que está escrito en 1 Corintios 10:12: “El que piensa estar firme, mire que no caiga”. Aunque Abram fue traído al camino del que se había alejado y volvió al lugar de su altar del principio, las «espinas» que cosechó en sus peregrinaciones lo hicieron sufrir en su restauración. Los ganados obtenidos en Egipto provocaron contienda entre los pastores de Abram y los de Lot. La restauración nos hace progresar en fuerza moral, porque, si es verdadera, nos pone por encima de los hechos que la hicieron necesaria. Abram restaurado no miraba más las consecuencias ni las contingencias, sino que, en la dependencia de Dios, mantuvo el camino de la fe con gran fuerza moral.

Mi primera dificultad en la marcha de fe es quitarme las influencias naturales opuestas a esta fe. Sin embargo, después de ser liberado, poniendo en práctica mi calidad de extranjero, puedo tener la tendencia a exaltarme o a descansar en esta nueva posición, como un emigrante en un país lejano busca lo más pronto posible un nuevo hogar. Este deseo de elevarse, esta pasión tan fuerte en el alma humana, este principio motor de todos los grandes esfuerzos de Babilonia, puede ser llamado ambición. Debe ser reprimido por el hombre de fe, testigo de Dios en este mundo malo.

Así, la ambición de Abram fue puesta a prueba, pero la disciplina hizo su obra, y su restauración fue en adelante completa. ¿Buscaba enriquecerse en ese nuevo país? No; andaba por la fe y dejó toda superioridad presente a Lot quien, al poder satisfacer su ambición, escogió “la llanura del Jordán, que toda ella era de riego” (Génesis 13:10-11), mientras que Abram fue bendecido por una revelación más completa como recompensa de su fe.

De esto, no se puede disfrutar sin sufrimientos, porque a partir del momento en que estoy con Cristo en el camino, estoy en el camino de Aquel que Dios envió para servir a su pueblo aquí abajo. Abram, el hombre dependiente, siguiendo su camino de separación, debió actuar, debió prestar el mismo servicio que Cristo cumplió, y venir a socorrer a su hermano Lot, quien al contrario había satisfecho la ambición de su naturaleza, mezclándose con el modo de vida de este mundo, y como consecuencia fue arrastrado en sus tribulaciones. Si, en los peligros y ejercicios de este servicio, Abram comprendió lo que había sufrido debido al hecho de haber tomado a Lot consigo desde Ur de los Caldeos, al mismo tiempo su alma fue fortalecida en el camino de la dependencia de Dios. Así como fue fortalecida su fe por una revelación más completa de la herencia prometida, luego también, sus luchas y su servicio lo fueron por la bendición ofrecida por Melquisedec en el nombre del “Dios Altísimo, creador de los cielos y de la tierra” (Génesis 14:17-24). Ciertamente fue más que lo necesario para compensar el renunciamiento de lo que ambicionaba la naturaleza.

Permítaseme agregar que si las tendencias carnales de nuestra naturaleza no son dominadas, si buscamos distinguirnos y ponernos al frente en nuestra nueva posición, seremos como Lot. Por otra parte, aunque a menudo necesitamos disciplina y ser enseñados a volver a tomar nuestra carrera después de la caída, si buscamos realmente mantenernos en el camino de la dependencia y de la separación del mundo, nuestra fe será fortalecida por medio de nuevas revelaciones. Igualmente, nuestro servicio adquirirá más fuerza por nuestra asociación con Aquel que es nuestro precursor dentro del velo, Jesús, sumo sacerdote según el orden de Melquisedec (véase Hebreos 6:19-20).

Llegamos a la tercera etapa de la historia de Abram en el camino de la fe, en la cual aprendió algo nuevo con respecto a sus afectos. La ambición de la naturaleza había sido puesta a prueba, entonces sus sentimientos debían ser puestos bajo la disciplina. Esto se llevó a cabo primero por la promesa de un hijo, que es el contenido del capítulo 15. Al escribir la historia de este siervo de Dios, me limito a la disciplina. No menciono varios temas profundamente interesantes tales como la comunión con Dios, su intercesión, etc., que no son los temas de este capítulo.

Me parece que el verdadero estado del corazón de Abram es visto en su respuesta al llamamiento de Dios lleno de gracia, al principio de este capítulo 15. Es cierto que era legítimo para él desear a un hijo. Era un deseo que correspondía a los propósitos de Dios para con él y, si no lo hubiese tenido, no hubiese sido según el pensamiento de Dios. Sin embargo, su respuesta: “¿qué me darás?” (v. 2) no se elevó a la altura a la cual Dios buscaba establecerlo, perfectamente dichoso y satisfecho en Él mismo, porque ¿qué cosa más grande podía darle a Abram que la seguridad de que Él mismo era su “galardón... sobremanera grande”? No obstante, Dios en su gracia elevó a Abram a su propio nivel, y prometió lo que ya había resuelto darle. Pero un largo camino de disciplina lo separaba aun del cumplimiento de la promesa. Abram todavía debía prepararse en su propia casa para la prueba de sus afectos que habría de pasar muchos años más tarde y que le era necesario atravesar para hacer progresos en la vida de la fe. No significaba que tenía en menos la plenitud de la proximidad en la cual Dios se le reveló, sino que descubrió la debilidad secreta del alma humana que no podía descansar en Dios fuera de todo vínculo humano. Dios lo sabía y ofreció remediarlo en gracia. Sin embargo, si prometió y dio a Isaac, Abram debía recibirlo de Dios, como representando a Aquel que nos ligará por la eternidad a Dios y a Dios con nosotros.

Abram creyó a Dios, pero por la impaciencia natural que manifestó mientras esperaba el cumplimiento de la promesa, su corazón necesitaba preparación y disciplina a la cual fue sometido en el círculo mismo de su familia. Tal vez la causa del retraso del cumplimiento de lo que Dios se propone darnos, reside en el hecho de que nuestro espíritu natural tiene a veces una idea de lo que será ese don. Satanás suele siempre buscar la ruina de lo que no puede destruir, lo mismo ocurre con la voluntad de nuestra naturaleza que pretende comprender y cumplir lo que Dios preparó enteramente fuera de nosotros. Así Eva, interpretando una verdad espiritual con un espíritu carnal, tomó a Caín por la simiente prometida (Génesis 4:1). Es absolutamente imposible para el corazón humano concebir la grandeza y la naturaleza de lo que Dios preparó para los que le aman. Un Ismael era la medida de Abram; un Isaac, la de Dios. Mientras esperaba, Abram debió aprender por medio de luchas, disputas y penas a lo que lo llevó su impaciencia. Al fin, debió hacer lo que le “pareció grave en gran manera”, echar a su hijo (Génesis 21:10-14). Así nuestras acciones no hacen más que demorar nuestras verdaderas bendiciones, porque es necesario que veamos a lo que esos actos nos llevan. Debieron de haber pasado unos veinte años entre el momento de la promesa y el del nacimiento de Isaac. Abram pasó por varios ejercicios durante ese tiempo, como también recibió varias y grandes revelaciones de Dios.

Llegamos a la cuarta etapa de Abram, quien vino a ser Abraham —es decir: Padre de una multitud (Génesis 17:4)— en el camino de la disciplina (capítulo 21). Su copa parecía rebosar: Le fue dado a Isaac; la esclava y su hijo fueron echados, los poderes de los gentiles representados por Abimelec reconocieron que Dios estaba con él en todo lo que hacía; “plantó... un árbol tamarisco en Beerseba, e invocó allí el nombre de Jehová Dios eterno” (v. 33). Sin embargo, necesitaba una nueva disciplina para hacerle comprender que esta copa fue llenada por Dios, que la podía llenar, vaciar y volverla a llenar, y que lo hacía Él solo

Abraham había renunciado a esperar algo del mundo. ¿Sería capaz de dar el objeto de sus afectos y esperanzas? Más aún: ¿Podría ser él mismo el autor de este acto? Le “pareció grave en gran manera” el echar a Ismael; ¿qué sería para él oir la palabra: “Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Moriah, y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré”? (Génesis 22:2). El sacrificio no fue como el de Jefté (Jueces 11:30-40), de su propia iniciativa, sino que le fue pedido expresamente por Dios; y Dios no le pidió sólo aceptar sino también ¡que lo ejecutara él mismo! Abraham obedeció. Anduvo en el camino de la dependencia de Dios, camino elevado, por encima de toda influencia de ambición o de afectos. Pero ¡qué disciplina! ¡qué renunciamiento a sus afectos y esperanzas tan deseadas! El objeto que había que abandonar no era como la calabacera de Jonás que creció y se secó en una noche (Jonás 4:6-10); era el fruto de largos años de paciencia, de pruebas, de interés. ¡Tenía que arrancar él mismo la copa de sus labios! ¿Dónde estaba la naturaleza? ¿Dónde estaban sus exigencias? ¿Se abatió como Jefté, o se enojó como Jonás? No. El hombre de fe, en ese momento terrible para su propia naturaleza, “se levantó muy de mañana, y enalbardó su asno, y tomó consigo dos siervos suyos, y a Isaac su hijo; y cortó leña para el holocausto, y se levantó, y fue al lugar que Dios le dijo (Génesis 22:3). La fe dio la calma y la dignidad que permanecieron sin vacilar. Nada fue precipitado. Al contrario, Abraham tuvo tiempo para reflexionar, pues sólo al tercer día “vio el lugar de lejos”. ¿Quién podría atravesar en su espíritu ejercicios semejantes a los de esta alma que la fe mantenía fiel en la obediencia a la palabra de Dios, y no se extrañaría de la fuerza suprema que da la fe? ¡El renunciamiento fue completo! Abraham tomó el cuchillo en su propia mano para degollar a su hijo, pero contó con Dios, “pensando que Dios es poderoso para levantar aun de entre los muertos” (Hebreos 11:19). La dependencia había triunfado sobre las exigencias de la naturaleza; entonces vino la recompensa: “un carnero trabado en un zarzal”.

Cristo es el verdadero holocausto, que nos pone delante de Dios en una posición excelente, que ninguna de nuestras propias ofrendas nos habría podido dar. Él es nuestra compensación después de todo renunciamiento, y la verdadera satisfacción, plena y real de nuestros corazones. El lugar fue llamado: “Jehová proveerá” (Génesis 22:14), porque allí Dios proveyó completamente a las necesidades y, además, fue allí donde Abraham recibió una nueva revelación de bendiciones, la mayor y más completa que se le haya comunicado. La vieja naturaleza estaba tan reducida al silencio, la dependencia de Dios tan completa y prácticamente realizada, que Dios pudo revelarle los designios más profundos de su amor. Llegó a una madurez tan perfecta que tenía un oído para oir y un corazón para comprender la sabiduría.

Fue la disciplina de Dios la que hizo todo esto. Y según la medida de su gracia, allí Él nos conduce a cada uno de nosotros. ¡Quiera Él darnos la sabiduría necesaria para discernir el camino de la fe, y para permanecer allí de tal manera que nuestra marcha sea para alabanza y gloria de Aquel que, por la educación que da a nuestras almas, busca nuestra bendición y nuestro gozo!