“Muera ahora este hombre” (Jeremías 38:4), habían gritado los príncipes de Judá delante de Sedequías, último rey de Judá.
El profeta Jeremías, hermosa imagen de aquel del quien se gritará: “¡Fuera, fuera, crucifícale!” (Juan 19:15), había advertido al pueblo incansablemente. A tal solicitud, sus semejantes respondieron con odio (véase Salmo 109:4). Con qué tristeza Jesús dirá: “Procuráis matarme a mí, hombre que os he hablado la verdad” (Juan 8:40).
Cobardemente, Sedequías entregó a Jeremías: “He aquí que él está en vuestras manos” (Jeremías 38:5). ¡Cuánto se asemeja esta escena a la que Pilato, por temor del hombre, “entregó a Jesús a la voluntad de ellos”! (Lucas 23:25). Los hombres pasan, pero la maldad de sus corazones permanece.
Jeremías fue echado en una cisterna en la que no había agua sino cieno. Pudo experimentar dolorosamente lo que Jesús conocería un día plenamente: “Estoy hundido en cieno profundo, donde no puedo hacer pie” (Salmo 69:2).
Pensemos en la situación precaria del profeta. Los príncipes deseaban su muerte, y el rey los apoyaba. ¿Morirá en este cieno?
Así como la angustia de José no impidió que sus hermanos se sentaran y comieran pan (Génesis 37:24-25), la tristeza de Jeremías no afectó al rey. Estaba sentado tranquilamente a la puerta de Benjamín (Jeremías 38:7). Será la misma actitud de aquellos que, pasando junto a la cruz, menearán la cabeza e injuriarán a Jesús cuya angustia no tendrá comparación (Mateo 27:39). Estarán también aquellos que, echando suertes, repartirán los vestidos de Aquel que sufrirá cerca de ellos (Marcos 15:24). Se dirá: «¡Eran incrédulos! no se puede esperar compasión alguna de su parte». Entonces consideremos un ejemplo que nos toca más de cerca como creyentes: Pedro se calentaba mientras que su Maestro estaba en mano de los malos (Lucas 22:54-62). ¿No tenemos aquí algo que aprender? Estamos en un mundo donde el recuerdo de los sufrimientos del Señor casi no llama la atención de la gente. ¿Qué es de nosotros? ¿Son sensibles nuestros corazones… y especialmente cuando nos reunimos alrededor de él, deseando ocuparnos de esas horas en las cuales sufrió tanto?
Jeremías se hundió en el cieno. Su fe fue puesta a prueba. Sin embargo, Dios le había asegurado que sería liberado (Jeremías 1:8, 19). No tendría motivos para exclamar: “¿Serás para mí como cosa ilusoria, como aguas que no son estables?” (15:18). Pero, ¡qué gracia! he aquí un Dios fiel (Deuteronomio 7:9, 32:4).
En medio de la indiferencia general, un corazón fue conmovido. Dios suscitó un hombre: Ebed-melec. Extranjero, desconocido en todo el resto de la Escritura, este etíope fue utilizado por Dios para la función que le fue fijada. Cuando todos los hombres de Judá faltaron, este cusita, un gentil, fue sobrecogido por la angustia del profeta. Pensemos en ese otro etíope que volvía de Jerusalén donde no había encontrado nada en todo el judaísmo para satisfacer las necesidades de su corazón y de su conciencia. ¿Qué podía encontrar en un sistema que había rechazado a Cristo? Este hombre volvía leyendo, por cierto con poca inteligencia, algo de lo que debían ser los sufrimientos de Jesús. Hacia él fue enviado Felipe, dejando un servicio fructuoso en Samaria (Hechos 8:4-8, 26-40), y a este extranjero Dios se reveló. Fueron los vástagos que se extendían sobre el muro de Israel para alcanzar a las naciones (Génesis 49:22).
Aunque siervo en la casa de un rey impío, Ebed-melec no perdió su sensibilidad frente a la injusticia. Tenemos que aprender de él, estando en un mundo hostil a la fe. Si no velamos, este último influirá sobre nosotros. Su espíritu y sus maneras de actuar ejercen una peligrosa influencia a fin de debilitar nuestras conciencias y volvernos indiferentes al mal.
Ebed-melec se fue a hablar al rey. Fue un paso peligroso, pero su fe era activa. ¿No era ese mismo rey que entregó a Jeremías para ser matado? Pero tenemos que obedecer, las consecuencias pertenecen a Dios. Ebed-melec tomó una posición franca diciendo claramente al rey: “Mal hicieron estos varones en todo lo que han hecho con el profeta” (Jeremías 38:9) ¿No son actitudes equívocas que a menudo empañan nuestro testimonio?
Tal vez imaginamos a Ebed-melec como un hombre de fuerte personalidad, que no tenía miedo a nada ni a nadie, y que no dudaba en tomar la defensa de Jeremías a pesar de los adversarios. La Palabra de Dios no habla así de él. Al contrario, Dios, que sondea los corazones, sabía que Ebed-melec era temeroso (Jeremías 39:17). Esto hace aún más hermosa su actitud en favor de Jeremías. Los argumentos que expuso fueron conmovedores. Este etíope supo ponerse en el lugar del profeta, entrando realmente en sus circunstancias. Somos tan fácilmente el centro de nuestras vidas que no hay lugar para nadie más. ¡Que el Señor nos libre de nuestro egoísmo!
¡Cuán cambiante era el rey! Inconstante en todos sus caminos, ordenó que se sacara a Jeremías de la cisterna (38:10-13). El cambio brusco de Sedequías es igualmente una bella ilustración de Proverbios 21:1: “Como los repartimientos de las aguas, así está el corazón del rey en la mano de Jehová; a todo lo que quiere lo inclina”.
Con trapos viejos, Jeremías fue sacado de la cisterna. El medio puede parecer miserable, pero para cumplir sus designios, Dios utiliza a menudo cosas poco prestigiosas a los ojos del mundo. Son los “cántaros” y las “teas” de Gedeón (Jueces 7:20), una “quijada de asno” para combatir a los filisteos (Jueces 15:15), una “honda” contra el gigante, en lugar de una armadura (1 Samuel 17:38-40), un “canasto” para hacer descender a Pablo en Damasco (2 Corintios 11:33). No es la fuerza del mundo ni la técnica de la cual está tan orgulloso lo que Dios emplea, sino medios humildes: “cinco panes de cebada y dos pececillos”. Diríamos fácilmente: “¿qué es esto?”, y nos pareceríamos a los discípulos (Juan 6:9).
Ebed-melec desapareció después que sacó a Jeremías de la cisterna. Frecuentemente, es lo que más nos cuesta. Cumplir fielmente lo que Dios pone delante de nosotros, y luego desaparecer sin pretensiones. Ebed-melec fue olvidado por el mundo, pero Dios no lo olvidó. El capítulo 39 de Jeremías comienza con la toma de Jerusalén; lo que Dios decretó se cumplió indefectiblemente. Este capítulo narra el episodio más agitado de todo el libro; y, no obstante, en este preciso capítulo Dios se detuvo y tomó cuidado de hablar a un solo hombre que, además, era un extranjero. “Habla a Ebed-melec etíope” (v. 16). Esta palabra dirigida a este hombre fue pronunciada antes de la toma de Jerusalén. Sin embargo, tal es la intención del Espíritu de Dios. En medio del juicio, Dios habló de gracia y liberación, y no sólo esto, sino que reveló sus pensamientos y lo que iba a hacer a este extranjero. “La comunión íntima de Jehová es con los que le temen” (Salmo 25:14), y esto cualquiera sean sus orígenes. En la medida que vivamos en comunión con Dios, él nos revelará sus pensamientos.
“Te guardaré de la hora de la prueba” (Apocalipsis 3:10), se le dice a Filadelfia. Promesas semejantes fueron dirigidas a Baruc, el fiel compañero de Jeremías (Jeremías 45). Dios se dirigió a Ebed-melec para asegurarle que será librado: “porque ciertamente te libraré, y no caerás a espada” (39:18).
¡Qué belleza se halla en este “ciertamente”! Imaginemos la confusión que acompaña una batalla, en particular la toma de Jerusalén. Todo parecía presentarse por casualidad. David mismo declaró hipócritamente que “la espada consume, ora a uno, ora a otro” (2 Samuel 11:25), de manera imprevisible. Fue imprevisible para los hombres, pero Dios que tiene todo en sus manos, determinó designios para los suyos que los acontecimientos más movedizos no podían cambiar. Mientras que para el hombre todo fue incierto, Dios dijo: “Ciertamente te libraré”.
Pero ¿Por qué este extranjero fue el objeto de tanta solicitud? ¿Qué gran hecho hizo Ebed-melec que justificó de parte de Dios tal recompensa? No se hace mención de su acción ante Sedequías, ni tampoco de los esfuerzos hechos para tirar a Jeremías de la cisterna. Nuestros motivos son los que siempre tienen importancia delante de Dios. Lo que importa ante todo no es lo que hacemos, sino porqué lo hacemos.
Para Ebed-melec, una sola razón fue invocada por aquel que examina los motivos de cada uno de nuestros corazones: “porque tuviste confianza en mí” (39:18). ¡Admirable razón! “Sin fe es imposible agradar a Dios” (Hebreos 11:6).
En medio de la incredulidad general, tal como una perla brillante sobre un estuche muy oscuro, Dios vio en este extranjero algo que regocijó Su corazón y puso en movimiento Su brazo para salvar a este hombre del juicio que iba a caer sobre Judá (Jeremías 1:14). No se habla nunca más de Ebed-melec en la Escritura, pero su ejemplo queda para animarnos: “Bienaventurado el que piensa en el pobre” (Salmo 41:1).