En una modesta casa, una joven de 21 años se moría a causa de una grave enfermedad pulmonar. La madre, sentada al lado de la cama con su corazón destrozado, contemplaba el pálido y delgado rostro de su hija, que antes rebosaba en vida y salud. Su dolor, guardado desde hacía mucho tiempo en su corazón, de repente prorrumpió en sollozos convulsivos. La moribunda abrió los ojos y dijo:
— ¡Mamá!
— ¿Qué quieres hija mía?, preguntó la madre inclinándose tiernamente hacia ella.
— Mamá, cuando compras alguna cosa en la ciudad y la has pagado, ¿no tienes derecho a llevarte a casa el objeto adquirido?
— Por supuesto, hija mía.
Los ojos de la enferma se iluminaron, y con una voz lenta y solemne dijo:
— Mamá, Cristo me ha comprado por elevado precio; ¿no tiene derecho a llevarme junto a él?
La pobre madre bajó la cabeza, y el corazón oprimido y destrozado pronunció un «¡sí!»
Querido lector: ¿Conoce usted a aquel que le compró, y sabe a qué precio? ¿Descansa su corazón en la obra de la cruz y en su gran amor? ¿Sabe que Cristo le rescató para él? (Tito 2:4). Recuerde estas palabras: “Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo” (1 Corintios 6:20).