¡“Paz, paz”! dicen los hombres, y “¡no hay paz!”
(Jeremías 6:14; 8:11)
“No hay paz, dijo mi Dios, para los impíos.”
(Isaías 57:21)
El mundo siempre ha hablado de paz. Intenta obtenerla; suspira tras ella, y he aquí: no hay paz. Hay guerra tras guerra; nación contra nación; luchas exteriores e interiores; familia contra familia, y aun entre hermanos. Así es la historia de los pueblos cristianos, al igual que de los paganos.
Nunca se habló tanto de paz como en nuestros días, y no obstante, nunca se han hechos tantos preparativos para la guerra. Una de los señales de su venida, y del “fin del siglo”, dijo el Señor a sus discípulos, es que oirán de guerras y de rumores de guerras (Mateo 24:6). “No hay paz para los malos, dijo Jehová” (Isaías 48:22).
En la Palabra, el malo es en primer lugar Satanás, el príncipe de este mundo, pero también el hombre, a quien domina. Tal es el hombre, esclavo del pecado. Su corazón es engañoso, incurable y lleno de codicia. “¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros?” dijo el apóstol Santiago; “codiciáis", y no tenéis; matáis y ardéis de envidia” (4:1-2). “No me arrebates juntamente con los malos, y con los que hacen iniquidad, los cuales hablan paz con sus prójimos, pero la maldad está en su corazón”; tal fue la oración de David (Salmo 28:3).
Isaías dijo en un sentido figurado: “Los impíos son como el mar en tempestad, que no puede estarse quieto, y sus aguas arrojan cieno y lodo” (Isaías 57:20). ¿No es éste el cuadro que nos ofrece el mundo desde su origen, a través de los siglos, que el hombre no puede borrar, ni corregir ni transformar? Esa paz que en vano busca en su locura, esperando adquirirla, no puede surgir del agitado mar de los pueblos que sólo producen cieno y lodo; no se elevará desde abajo, sino que descenderá del cielo. Dios hará que ésta reine en el mundo. Para ello es necesario que llegue Aquel que solamente puede establecerla después de haber ejecutado el juicio. “Él juzgará al mundo con justicia, y a los pueblos con rectitud” (Salmo 9:8). Entonces se podrá decir: “La misericordia y la verdad se encontraron; la justicia y la paz se besaron” (Salmo 85:10).
Todo irá de mal en peor hasta que llegue el “Príncipe de paz” (Isaías 9:6). “Será engrandecido hasta los fines de la tierra. Y éste será nuestra paz” (Miqueas 5:4-5), el verdadero Melquisedec (Rey de justicia), el rey de Salem (Rey de paz). “Nacerá el Sol de justicia, y en sus alas traerá salvación” (Malaquías 4:2). “¡Cuán hermosos son sobre los montes los pies del que trae alegres nuevas, del que anuncia la paz!” (Isaías 52:7).
En la Palabra, los profetas nos hacen una descripción maravillosa de ese reino de paz. ¡Ni más pecado, ni odio, ni injusticia! En todas partes habrá paz, gozo y prosperidad. Nosotros los creyentes veremos esas cosas y podremos gozar de ellas; las contemplaremos cerca del Señor.
Sin embargo, para nosotros la paz tiene una extensión más amplia, un sentido mucho mayor y profundo, porque es la persona misma de nuestro Señor y Salvador. “Él es nuestra paz” (Efesios 2:14). En medio de toda la agitación de este mundo turbado e inquieto, elevemos nuestros ojos, nuestros corazones y nuestros pensamientos hacia Él, quien llena nuestros corazones de confianza, seguridad y paz. El Señor dijo a los suyos: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da” (Juan 14:27).
¿Apreciamos esa paz que debería sobreabundar en nuestros corazones más aún cuando todo es cada vez más sombrío afuera?
Recordemos las primeras palabras que el Señor dirigió a sus amados después de su resurrección: “Paz a vosotros” (Juan 20:19), consecuencia inestimable, infinita y eterna de sus sufrimientos y de su muerte ignominiosa en amor por nosotros en la cruz. Hizo “la paz mediante la sangre de su cruz” (Colosenses 1:20). Nuestra paz es la paz de Dios, del Dios de paz, que sobrepasa todo entendimiento. Que ella guarde nuestros corazones y nuestros pensamientos en Cristo Jesús (Filipenses 4:7).