Los mandamientos de Éxodo 21 a 23 encierran las diferentes “leyes” dadas por Dios para dirigir a su pueblo en sus diversas relaciones. El primero de ellos concierne al siervo hebreo. En él tenemos una magnífica y muy expresiva imagen de Cristo. Debemos notar que después de haber servido seis años, el siervo debía quedar “libre, de balde”. Sin embargo, si su amo le hubiese dado una mujer durante el tiempo de su servidumbre, y ésta a su vez le hubiese dado hijos e hijas, su mujer y sus hijos pertenecerían a su amo, pero él saldría solo. La única manera de que él pudiera conservar a su mujer y a su familia era haciéndose siervo para siempre.
La aplicación típica en cuanto a Cristo es muy interesante. Cristo tomó forma de siervo (Filipenses 2:7); vino para hacer la voluntad de Dios (Hebreos 10:7), no para hacer su propia voluntad sino la voluntad del que lo envió (Juan 6:38). Sirvió perfectamente durante todo el período que le fue asignado y, en consecuencia, tenía el derecho de haber podido salir libre. Como lo dijo a Pedro: “¿Piensas que no puedo ahora orar a mi Padre, y que él no me daría más de doce legiones de ángeles? ¿Pero cómo entonces se cumplirían las Escrituras, de que es necesario que así se haga?” (Mateo 26:53-54). No tenía ninguna necesidad de ir a la cruz, sino la obligación de su propio corazón y su deseo de glorificar a Dios y de adquirir a su esposa, esa perla de gran precio.
¿Por qué entonces se dejó clavar en esa cruz infame? ¿Por qué se dejó llevar como un cordero al matadero? Era libre ante Dios y ante los hombres. Nadie podía convencerlo de pecado. Pero entonces, lo repetimos, ¿por qué no salió “libre”? Porque amaba a su Amo, a su mujer y a sus hijos, y entonces vino a ser Siervo para siempre. Su “Señor” ocupaba en su alma el lugar supremo, y tenía el santo y ardiente deseo de glorificarlo en la tierra y de acabar la obra que le había encomendado. Amaba a “su mujer”, a “la Iglesia, y se entregó a sí mismo por ella” (Efesios 5:25); y estaba ligado por los mismos lazos de amor inmutable a “sus hijos”, esto es, a cada uno de los suyos. Por eso no quería salir libre, sino que se presentó sí mismo ante su Amo, a fin de servirle para siempre. Su oreja fue horadada, señal de servicio (Éxodo 21:6; compárese Salmo 40:6 con Hebreos 10:5), mostrando así la posición que tomaba. Como consecuencia, no dejará jamás de ser Siervo.
Ahora sirve a los suyos a la diestra de Dios (véase Juan 13); y los servirá aún en la gloria. Él mismo dijo: “Bienaventurados aquellos siervos a los cuales su señor, cuando venga, halle velando; de cierto os digo que se ceñirá, y hará que se sienten a la mesa, y vendrá a servirles” (Lucas 12:37). La imagen habla a la vez del humilde servicio de Cristo en la tierra, del servicio que continúa ejerciendo ahora en la gloria a la diestra de Dios, y que cumplirá por los suyos durante la eternidad. Al mismo tiempo, revela la gracia incomparable y el amor insondable de su corazón, el amor y la gracia que lo condujeron a tomar esta posición y a permanecer en ella.
Es maravilloso que su amor asocie la Iglesia a su “Señor”. “Yo amo a mi señor, a mi mujer y a mis hijos, no saldré libre”. Así, nuestro amado Salvador unió a los suyos, por el poder de su amor, a nuestro Dios y a nosotros mismos para siempre.