El apóstol Pablo dijo: “Vestíos... de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia... y sobre todas estas cosas vestíos de amor, que es el vínculo perfecto” (Colosenses 3:12, 14). La mansedumbre forma parte de estas preciosas vestiduras que deben adornar a los elegidos de Dios, vestiduras maravillosamente adecuadas que los distinguirán del mundo en el cual el hombre se reviste de egoísmo, de orgullo, de justicia propia y de odio. Esas vestiduras divinamente hermosas ¿no eran las de nuestro Señor Jesús? Eran de una pureza perfecta, sin las manchas que, desgraciadamente, tan a menudo llevan las nuestras por la carne.
“Sea conocida vuestra mansedumbre de todos los hombres” (Filipenses 4:5, V.M.). Ésta debe caracterizar a los hijos de Dios ante los ojos de todos y manifestarse hacia todos sin excepción, en nuestras palabras y en nuestras acciones. Es fruto del Espíritu. “El fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza” (Gálatas 5:22-23); y si debe manifestarse hacia todos los del mundo, cuanto más aún hacia nuestros hermanos, y particularmente hacia los débiles y a los que están a punto de caer. ¡Cuántos males, dificultades y disgustos provienen de la falta de dulzura!
Una palabra viva y aun dura sale fácilmente de nuestras bocas, ya en las discusiones respecto a los que quizá nos acusan injustamente, ya porque no tienen el mismo pensamiento que nosotros. “Que a nadie difamen, que no sean pendencieros, sino amables, mostrando toda mansedumbre para con todos los hombres” (Tito 3:2), dijo el apóstol Pablo. ¡Pendenciero! Parece que el apóstol iba demasiado lejos; pero desgraciadamente no; muchos ejemplos lo justifican: la carne esta ahí y puede llevar a uno muy lejos. Tenemos que velar por miedo a que falte la gracia del Señor, no sea “que brotando alguna raíz de amargura, os estorbe, y por ella muchos sean contaminados” (Hebreos 12:15).
La mansedumbre debe manifestarse sobre todo en nuestras palabras. “La blanda respuesta quita la ira; mas la palabra áspera hace subir el furor” (Proverbios 15:1). “He aquí, ¡cuán grande bosque enciende un pequeño fuego! Y la lengua es un fuego” (Santiago 3:5-6). En cuanto al testimonio que tenemos que dar en el mundo, el apóstol Pedro dijo en 1 Pedro 3:15: “Estad siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros”.
Hay para las mujeres una exhortación especial a la dulzura, a revestirse “en el incorruptible ornato de un espíritu afable y apacible, que es de grande estima delante de Dios” (1 Pedro 3:4).
Si bien la dulzura debe caracterizar a los hijos de Dios, no obstante no debe hacerles soportar el mal. No excluye la firmeza y hasta la ira frente al mal. Moisés, del cual fue dicho: “Aquel varón Moisés era muy manso, más que todos los hombres que había sobre la tierra” (Números 12:3), cuando descendió del monte trayendo en su mano las dos tablas del testimonio, y se encontró en medio del pueblo idólatra, ardió en ira y quebró las tablas al pie del monte (Éxodo 32:15, 19). El mismo Señor Jesús, manso y humilde de corazón (Mateo 11:29) se encendió en una santa ira contra los que profanaban el templo, haciendo de la casa de su Padre una casa de mercado, y los echó con un azote de cuerdas. Y entristecido por la dureza del corazón de los fariseos que lo rodeaban, cuando curaba a un hombre que tenía la mano seca, los miró con enojo (Marcos 3:4-5). Se trata entonces de una ira según Dios que no es una manifestación de la carne, sino del Espíritu, de una santa indignación contra el mal y contra el endurecimiento del corazón del hombre. La ira del hombre, que brota tan fácilmente de su corazón cuando se le hace daño, para hacer valer sus derechos, proviene de la carne, y “la ira del hombre no obra la justicia de Dios” (Santiago 1:20). También nos es dicho: “Airaos, pero no pequéis; no se ponga el sol sobre vuestro enojo” (Efesios 4:26).
Guardemos en nuestros corazones la exhortación del apóstol Pablo a los efesios: “Os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados, con toda humildad y mansedumbre, soportándoos con paciencia los unos a los otros en amor, solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz” (4:1-3).