Al comienzo de este capítulo hallamos dos exhortaciones: no menospreciar la disciplina del Señor y no desmayar cuando se es reprendido por él (v. 5). Dos cosas convergen para constituir la disciplina: la enemistad de Satanás y la bondad de Dios que nos castiga, tal como lo vemos en el caso de Job. La prueba de que la disciplina ha producido su fruto es que en lugar de pensar en nosotros mismos, vemos en ella a Dios que actúa para quebrantar nuestra voluntad y alcanzar el mal en nuestros corazones, con el fin de someternos a él. Cuando la disciplina nos desanima es porque hay en nosotros una voluntad que no quiere ser quebrantada; hay algo en nosotros que ha de ser reprendido, y Dios nos castiga para nuestro provecho, porque nos ama y para que participemos de su santidad.
Dios tiene siempre por objeto nuestra comunión eterna con él, mientras que el objeto de nuestra voluntad está siempre fijo en las circunstancias presentes. Ahora bien, si nuestra voluntad tiene un objeto y la voluntad de Dios tiene otro, necesariamente habrá una lucha y circunstancias penosas destinadas a quebrantarnos.
A menudo las ideas de los cristianos acerca de la santificación están muy equivocadas. Querrían ser más santos con el fin de ser más agradables a Dios, es decir, refieren a sí mismos sus relaciones con Dios, mientras que Dios lo refiere todo a sí mismo. Su gracia actúa tanto para santificarnos como para justificarnos.
En la Palabra de Dios, la santificación se atribuye a cada persona de la Trinidad, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Es atribuida a la voluntad de Dios (Hebreos 10:10), y de un modo especial al Padre (Juan 17:17). Dios se ha propuesto ponernos aparte para sí mismo. También somos santificados, apartados para Dios, por la sangre de Cristo, y en este sentido se habla de la santificación en la epístola a los Hebreos (10:10, 29; 13:12). A menudo se nos presenta la santificación por el Espíritu (2 Tesalonicenses 2:13; 1 Pedro 1:2; etc.), pues Dios lo hace todo por medio del Espíritu, ya sea que se ocupe del caos en la tierra (Génesis 1:2), o del caos en nuestros corazones. Dios quiere apegarnos a Cristo por el Espíritu Santo, después de rescatarnos por su sangre. Así, la santificación resulta de la Trinidad.
Una vez separados así para Dios, el Espíritu Santo, que nos da una posición de santidad, también nos comunica una vida. Los afectos del cristiano, una vez purificado por la fe, se ven fuertemente atraídos hacia el Señor Jesús y purifican el corazón. También Hebreos 12:14 nos exhorta a seguir la santidad. La vida santa se manifiesta a través de toda clase de dificultades; es un ejercicio de fe y, en cuanto al aspecto práctico, el progreso en la santificación se lleva a cabo, por la fe, contemplando a Jesús, contemplación que purifica el corazón al llenarlo de Él. Sin la santidad práctica nadie verá al Señor.
Ya se trate de la sana doctrina, ya del amor fraterno, de la sabiduría de lo alto, o de ver al Señor, estas cosas no se hallan sino en un corazón limpio, el único que puede gustar la comunión actual y práctica con Dios.
La santidad es tener parte en algo que está en Dios; la carne no tiene parte alguna en ello. La santidad del cristiano es nada menos que la santidad de Dios mismo, y si estamos separados de la comunión con Dios, lo estamos de la fuente de la santidad. Este poder se halla en Dios, y no en nosotros. Todo aquel que tiene la esperanza de ser semejante a Jesús en la gloria “se purifica a sí mismo, así como él es puro” (1 Juan 3:3). Todo aquello que no responde a esa pureza no satisface la vida de Jesús en nosotros. Tenemos esa vida y Jesús está en la gloria. Nada en nosotros puede hacernos felices salvo lo que satisface a Jesús en el cielo. La carne no puede tener parte en esto.
Necesitamos estar vigilantes, pues todo lo que hay en el mundo es utilizado por Satanás para hacernos perder la comunión con Dios y estorbar la oración que nos pone en contacto directo con él. También necesitamos meditar la Palabra pensando en lo que Jesús es, así como en su gloria actual y futura. Sólo se puede disfrutar de ello por medio de la meditación. Si estas cosas se hallan en nuestras mentes de forma vaga, no es de extrañar que hagamos poco caso de ellas, y si les hacemos poco caso, eso prueba que nuestro corazón tiene poca capacidad para asir lo que Dios nos da. No es de extrañar, pues, que seamos débiles.
El carácter y la medida de nuestra santidad es la santidad de Dios mismo. Si, para llevarla a cabo, buscamos algo más cercano a nosotros, es Cristo en la gloria y, al contemplarlo, nos purificamos así como él es puro. Por eso el cristiano debe evitar cuidadosamente todo aquello que le impide seguir la santidad, incluso cosas que se consideran inocentes, pues nada que desvíe de la comunión con Dios es inocente. Por lo demás, aplicado a las cosas, ese término no figura en la Palabra.