Nada nos hace más humildes que cuando miramos a Cristo. A menudo, el deseo de glorificar a Dios se une al de satisfacerse a sí mismo. Es orgullo. Mirando a Cristo, encuentro la perfección que me humilla y la gracia que me levanta. Veo en él toda humildad, toda paciencia, y tengo vergüenza de mí, pero al mismo tiempo miro la gracia que me levanta y que me anima. Mirándome a mí, nada puede desechar de mi corazón lo que me turba. Cuando permanezco en la atmósfera del mal, no encuentro ninguna fuerza. En Jesús, la vista se eleva por encima del mal; sentimos que nos ama, que estamos unidos a él. Si la verdad vino por Jesús, también por él vino la gracia. La verdad nos condena y nos humilla, la gracia nos anima y nos levanta.
Si estoy dispuesto a ser algo, y veo el mal en mí, ello me desanima y no cura el mal. Pero si quiero ser algo a la vez que advierto que Jesús fue humillado, tengo vergüenza de este deseo y prefiero ser humillado con Jesús.
De este modo, el mal es destruido en mí y la comunión con el Señor se ve renovada. Mi alma se vuelve a encontrar en la corriente del bien. Es imposible querer ser algo cuando vemos que Jesús se humilló.
Veamos cómo Jesús manifestó este espíritu que lo condujo a humillarse. Vino para hacer una voluntad que no era la suya: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hebreos 10:7). Tomó el lugar que le fue asignado en los consejos de Dios. No tener ninguna voluntad, es despojarse. Jesús se despojó hasta ser hecho maldición por Aquel de quien vino a hacer la voluntad.
Cuando Santiago y Juan pidieron estar sentados a la derecha y a la izquierda de Jesús, él les respondió que no tenía nada para darles, que no tenía voluntad en esto. Hacía la voluntad del Padre. Daba a sus discípulos, a aquellos que Dios quería, las recompensas que su Padre quería (véase Marcos 10:35-40).
El resultado de este despojo fue el desprecio de parte del mundo. Jesús se sometió aun a este desprecio. El hombre, por heroísmo, puede someterse a todo lo que su voluntad le dicta; Jesús renunció a la suya en todas cosas.
Se sometió de antemano para ser abandonado, hasta por sus discípulos. Su Padre estaba allí; y Jesús se sometió a este despojo a fin de glorificarlo. Dios “por nosotros lo hizo pecado” (2 Corintios 5:21); para Jesús ello era lo más horrible. Él se sometió: “Sí, Padre, porque así te agradó” (Mateo 11:26). Pero, no obstante esta perfección, ¡Dios tuvo que abandonarlo! Era el despojo sin ningún recurso. No tenía nada más como recompensa, como apoyo, como consuelo. Tenía sólo el poder del amor. Tal es el principio de la vida cristiana. Que haya, pues, en nosotros este sentir que hubo también en Él, y tendremos así el mismo estímulo que él; pero jamás podremos decir como él: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27:46).
¿Nos es suficiente tener la misma parte que Jesús en su humillación? Es el renunciamiento de uno mismo. Por eso Dios nos prueba, porque en nosotros hay una gruesa capa de voluntad propia que no fue tocada. Mientras ese mal no sea sondeado por completo, no podemos gozar de Dios.
Somos bienaventurados cuando Dios sondea nuestro corazón y nos induce a olvidarnos, a pensar sólo en Él y a no desear encontrar en nosotros mismos algo que nos satisfaga. Para esto, es necesario mirar a Jesús, tener el mismo sentir que él. Entonces, mirándolo “a cara descubierta… somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen” (2 Corintios 3:18).