A los padres de mis nietos /9

2 Crónicas 34 – 2 Crónicas 35

Josías

Josías tenía tan sólo ocho años cuando sucedió a su padre, y alrededor de los quince o dieciséis años “comenzó a buscar al Dios de David su padre” (2 Crónicas 34:3). El Espíritu de Dios se complace en extenderse sobre este relato: notemos al pasar el lugar reservado a Josafat, Ezequías y Josías en los libros históricos, y comprenderemos el gozo que Dios experimenta cuando encuentra a un hombre que lo busca con sinceridad.

Otro tema de gozo que podemos señalar tiene lugar cuando el sacerdote Hilcías, al purificar y reparar la casa de Dios, encuentra el libro de la ley que estuvo perdido e ignorado durante tan numerosos años. Josías mismo no conocía su existencia y nunca lo había visto. Este hecho demuestra la ruina de Judá. “Pondréis estas mis palabras en vuestro corazón y en vuestra alma, y las ataréis como señal en vuestra mano, y serán por frontales sobre vuestros ojos. Y las enseñaréis a vuestros hijos, hablando de ellas cuando te sientes en tu casa, cuando andes por el camino, cuando te acuestes, y cuando te levantes, y las escribirás en los postes de tu casa, y en tus puertas; para que sean vuestros días, y los días de vuestros hijos, tan numerosos sobre la tierra que Jehová juró a vuestros padres que les había de dar, como los días de los cielos sobre la tierra” (Deuteronomio 11:18-21).

Pero en el tiempo de Josías, como en la época de su padre, ese libro había sido dejado de lado a tal punto que nadie, rey o sacerdote, sabía de su existencia. Entonces, no nos extrañemos al ver el alejamiento del pueblo. Todo aquel que abandona la Biblia se introduce en un mal camino. Retengamos la lección que podemos sacar de esos pasajes: pidamos al Señor su ayuda a fin de familiarizar a nuestros hijos con la Biblia, que aprendan a amarla, a conservarla, no en el polvo y en la ruina como lo había hecho el pueblo de Jerusalén, sino en sus corazones.

Padres, deben enseñar a sus hijos y conducirlos en el conocimiento de ese libro bendito. Hilcías dio el libro a Safán, el escriba, quien lo llevó al rey Josías y se lo leyó en alta voz. Por no haber conocido nunca esas palabras de Dios, el rey rasgó sus vestidos y se puso a llorar. Luego, envió a algunos de los suyos, es decir a Hilcías y Safán, a la profetisa Hulda. No sabemos si esta última poseía el libro de la ley, pero envió un solemne mensaje a Josías: “Jehová Dios de Israel ha dicho así: Decid al varón que os ha enviado a mí, que así ha dicho Jehová: He aquí yo traigo mal sobre este lugar, y sobre los moradores de él, todas las maldiciones que están escritas en el libro que leyeron delante del rey de Judá; por cuanto me han dejado, y han ofrecido sacrificios a dioses ajenos, provocándome a ira con todas las obras de sus manos; por tanto, se derramará mi ira sobre este lugar, y no se apagará. Mas al rey de Judá, que os ha enviado a consultar a Jehová, así le diréis: Jehová el Dios de Israel ha dicho así: Por cuanto oíste las palabras del libro, y tu corazón se conmovió, y te humillaste delante de Dios al oír sus palabras sobre este lugar y sobre sus moradores, y te humillaste delante de mí, y rasgaste tus vestidos y lloraste en mi presencia, yo también te he oído, dice Jehová. He aquí que yo te recogeré con tus padres, y serás recogido en tu sepulcro en paz, y tus ojos no verán todo el mal que yo traigo sobre este lugar y sobre los moradores de él” (2 Crónicas 34:23-28).

Un rey como Josías podía sin duda demorar el terrible juicio, pero éste sobrevendría de todas maneras. Es verdad que el arrepentimiento momentáneo del pueblo de Nínive dejó un plazo sobre la ciudad, no obstante el juicio debía ser ejecutado (Jonás 3; Nahum 3:7). ¡Cuánto mejor hubiera sido para Israel que Ezequías se inclinara ante la voluntad divina! Si lo hubiera hecho, Manasés no habría nacido. Y fue ese hijo quien causó la ruina de su pueblo (léase 2 Reyes 20-21). No teniendo en cuenta las advertencias divinas, Josías quiso combatir a Necao, rey de Egipto. Este acto de desobediencia y de propia voluntad ocasionó su muerte. Desapareció prematuramente teniendo sólo treinta y nueve años, edad en la que Ezequías debió de haber muerto. “No atendió a las palabras de Necao, que eran de boca de Dios; y vino a darle batalla en el campo de Meguido. Y los flecheros tiraron contra el rey Josías. Entonces dijo el rey a sus siervos: Quitadme de aquí, porque estoy gravemente herido” (2 Crónicas 35:22-23). Todo Judá y Jerusalén hicieron duelo por Josías, y Jeremías escribió Lamentaciones sobre él.

Podían llorar y lamentarse mucho pues, con la muerte de Josías, la historia de Judá llegaba a su fin: después de ese rey piadoso, los hijos y nietos que le sucedieron, fueron todos más miserables los unos que los otros.

Y otra vez surge la pregunta: ¿por qué un rey tan piadoso tuvo hijos tan malos? Probablemente encontremos una respuesta en ese carácter obstinado de Josías que lo empujó a la desobediencia. Obró según su propia voluntad en detrimento de su vida. Tales debilidades se manifestaron todavía al final de su carrera en este mundo. Desconfiemos de la propia voluntad; algunas veces su forma es muy sutil. A veces, aun cuando su actitud es irreprochable a los ojos de los hombres, no obstante el hijo de Dios sigue sus propios pensamientos. Uno está a gusto en el camino de su propia elección. ¿Quién de entre nosotros puede defenderse declarándose inocente? Con humillación reconocemos que allí está el origen de la mayoría de nuestras caídas; no es fácil decir: «Sea hecha tu voluntad».

Pero la Escritura nos da también otra explicación de esta deplorable situación. Muchas veces, la causa de una falta es difícil de discernir cuando se trata de un pecado cometido por un creyente. Profetizando durante el reinado de Josías, el profeta Sofonías tenía algo especial que decir en cuanto a los jóvenes príncipes y los hijos de reyes (aquellos que, poco después iban a ser reyes): “Castigaré a los príncipes, y a los hijos del rey, y a todos los que visten vestido extranjero” (Sofonías 1:8).

Hoy en día, la juventud está muy tentada a llevar vestimentas modernas u originales. Recordamos a los jóvenes, a sus padres, que los “vestidos extranjeros” fueron una de las causas de la decadencia y de la ruina en Judá. Ciento cincuenta años antes, Isaías había advertido solemnemente a los israelitas del juicio que iba a venir “porque están llenos de costumbres traídas del oriente” (Isaías 2:6). Este pasaje se hace aún más explícito si leemos Ezequiel 23:14 a 17, la evocación de la atracción ejercida sobre Judá por las pinturas caldeas: “Cuando vio a hombres pintados en la pared, imágenes de caldeos pintadas de color, ceñidos por sus lomos con talabartes, y tiaras de colores en sus cabezas, teniendo todos ellos apariencia de capitanes, a la manera de los hombres de Babilonia, de Caldea, tierra de su nacimiento, se enamoró de ellos a primera vista, y les envió mensajeros a la tierra de los caldeos. Así, pues, se llegaron a ella los hombres de Babilonia...”

Al principio de la historia de Israel, después de haber entrado en Canaán, un manto proveniente de Babilonia provocó turbación (Josué 7:21). Es extraño ver otra vez que, en la época del reinado de Josías, algunos vestidos traídos de Babilonia acarrearon un triste desenlace. En las Escrituras, Babilonia es la imagen del mundo. Esta ciudad se sitúa en el lugar mismo donde estaba Babel, que significa «confusión». Si mezclamos los asuntos del mundo y los de Dios, resultará solamente confusión. Al principio de su historia, Israel poseía una energía espiritual que alejaba el mal, pero ¡ay!, en los días de Josías, y hasta en su propia familia, no existía más tal energía. Los hijos del rey llevaban vestidos extranjeros abiertamente (en tiempos de Josué el vestido estaba escondido; Josué 7:21), mostrando así a quién pertenecían sus corazones. La vestimenta de nuestros hijos puede representar igualmente un testimonio en cuanto a la sinceridad de sus corazones, y los jóvenes muestran así su pertenencia: al cielo hacia el cual caminamos, o al mundo, caracterizado por su estilo y sus modas. El mundo había entrado en el palacio del rey de Judá y el juicio debía ser ejecutado. “La amistad del mundo es enemistad contra Dios. Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios” (Santiago 4:4). Aquellos a quienes se dirigen estas palabras son llamados “almas adúlteras”, ¿no son suficientemente fuertes estas palabras para que prestemos atención a ellas?

No quiero retrasarme sobre las desgracias de los hijos de Josías. Con ellos se termina la historia de Israel y de Judá.