En Filipenses 3:20 leemos: “Nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo”. Nuestra actitud, pues, debería ser una actitud de vigilia y de espera, puesto que el regreso del Señor es tal vez el acontecimiento más cercano de nosotros.
No cabe duda de que este momento se está acercando con rapidez. Todo anuncia el fin próximo del tiempo en que vivimos; no hemos de esperar «señales», estamos esperando “al Salvador, al Señor Jesucristo”.
Muchos cristianos no tienen más que una vaga idea de la venida del Señor, a pesar de que todo el Nuevo Testamento está lleno de este acontecimiento maravilloso. Y muchos de los que lo conocen lo aceptan como doctrina, sin que tenga influencia en su vida, mientras que todas nuestras acciones tendrían que ser iluminadas por la perspectiva del próximo regreso de nuestro Señor y Salvador.
Este versículo de Filipenses nos traza nuestra línea de conducta. Nuestra ciudadanía —también podemos traducir: nuestra morada— está en los cielos. Somos extranjeros aquí abajo, peregrinos en el desierto, no tenemos que buscar morada ahí donde nuestro Salvador ha estado como extranjero sin albergue; vamos a dejar esta tierra y no debemos pensar en establecernos en este mundo.
¿Nos damos verdaderamente cuenta del hecho de que el Señor puede venir de un momento al otro, y de que seremos transformados para ir al encuentro de nuestro amado Salvador? ¿Ejerce la certidumbre de verle pronto alguna influencia en nosotros, durante nuestro peregrinaje? Tenemos que vigilar sobre nuestros corazones, porque fácilmente son desviados de nuestra esperanza, por todas las cosas de este mundo.
En la Palabra, “esperanza” significa: una certidumbre absoluta. En el hablar ordinario, esta misma palabra contiene un elemento de duda, pero en las Escrituras no hay ninguna duda en cuanto al cumplimiento de la esperanza. Todas las promesas de Dios son en Cristo Jesús; “son en él Sí, y en él Amén” (2 Corintios 1:20). En Hebreos 6:18-19, la esperanza es comparada a un ancla. Un ancla no sirve de nada si no está segura y firme. El ancla de nuestra esperanza no está fijada sobre arenas movedizas, sino allí donde se halla nuestro amado Salvador: en el lugar santísimo.
La esperanza que está delante de nosotros debería ejercer influencia en nuestras vidas de tal modo que, al llegar el Señor, nos halle viviendo para Su alabanza y para Su gloria. Acordémonos de la exhortación que nos dice: “Como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir” (1 Pedro 1:15). Dios es santo, y la santidad corresponde a sus hijos; se debería ver en toda nuestra manera de vivir, en todas nuestras acciones y durante toda nuestra vida.
En el Nuevo Testamento, la esperanza de la venida del Señor reviste cinco aspectos muy distintos. Nos es presentada como:
- una esperanza bienaventurada,
- una esperanza alentadora,
- una esperanza purificadora,
- una esperanza viva,
- una esperanza afirmante.
Una esperanza bienaventurada
Hallamos la esperanza bienaventurada en Tito 2:11-14: “Aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo”. El versículo 11 nos dice que “la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres”, y esta gracia nos enseña la manera en que hemos de vivir. La gracia lleva el alma a Dios, apartando la impiedad; nos hace entrar en la luz de su presencia y nos hace capaces de vivir de acuerdo con esta luz. Somos exhortados a vivir “sobria, justa y piadosamente” en el presente siglo, donde todo nos es contrario y donde todo está bajo el poder de Satanás.
¡Cuán atentos deberíamos estar para realizar lo que Dios espera que hagamos en nuestra nueva vida! Los redimidos son un pueblo que le pertenece: “Jesucristo, quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras”. Seamos celosos, no para gozar del favor de Dios, sino que, habiendo sido introducidos en su favor, para abundar en las buenas obras que han de seguir. Manifestemos ante él nuestro celo, porque le pertenecemos y porque somos su especial tesoro. Entonces seremos un pueblo bendecido, feliz, y podremos hablar de nuestra bienaventurada esperanza.
Una esperanza alentadora
En 1 Tesalonicenses 4:13-18, hallamos la esperanza alentadora. Los creyentes en Tesalónica sabían que el Señor tenía que volver (1:9-10), y le estaban esperando. Sin embargo, creían que iba a venir para establecer su reino, y como algunos de los suyos se habían dormido, se entristecían, pensando que aquellos no verían las glorias de su reino.
Por tal motivo, esta maravillosa carta fue escrita para alentarles, explicándoles su esperanza, y mostrándoles que los que durmieron no estarán frustrados en absoluto. Pablo dice: “Si creemos que Jesús murió y resucitó, así también traerá Dios con Jesús a los que durmieron en él”. Los que durmieron volverán con el Señor cuando venga para establecer su reino; sin embargo, ¿de qué manera sucederá esto? El apóstol revela a los tesalonicenses que “el Señor mismo con voz de mando… descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor”; y agrega: “Por tanto, alentaos los unos a los otros con estas palabras”.
De esta manera el apóstol les demuestra que no hay motivo para entristecerse. El Señor nos traerá cerca de él a nuestra patria celestial, de donde apareceremos con Él cuando tome su reino. Ésta es una esperanza muy alentadora para los que están en duelo: saber que de un momento a otro podremos estar todos reunidos en la presencia de Aquel que nos amó y que se entregó a sí mismo por nosotros.
Una esperanza purificadora
Hallamos la esperanza purificadora en 1 Juan 3:1-3. Tenemos que ser puros, así como Él es puro. ¡Qué medida para nosotros! Teniendo la esperanza de que va a volver ¿cuál debe ser el resultado? El Señor mismo nos es presentado como ejemplo de pureza, a causa de nuestra esperanza. “Todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro”.
Una esperanza viva
Se nos habla de la esperanza viva en 1 Pedro 1:3-5. Y ¿por qué? porque Aquel sobre quien se funda toda nuestra esperanza, después de haber estado en la cruz y en la tumba, es ahora las “primicias de los que durmieron” (1 Corintios 15:20). Está vivo, en la gloria. Nuestra esperanza, pues, no está muerta, sino viva. Quien está sentado en el trono del Padre no es un Señor muerto, sino un Señor vivo que está esperando con paciencia hasta que todos sus redimidos estén alrededor de él, para su alabanza y para su gloria.
Una esperanza afirmante
Y por fin, en Santiago 5:8, la esperanza nos es presentada como afirmándonos: “Tened también vosotros paciencia, y afirmad vuestros corazones; porque la venida del Señor se acerca”. No se dice que “se acerca” de la misma manera que se habla de un acontecimiento que puede tardar, sino que está muy cerca de nosotros. Somos exhortados a ser pacientes. El Señor está esperando con paciencia a la diestra del Padre. “Tened también vosotros paciencia”.
Cuanto más busquemos en las Escrituras lo que toca a la venida del Señor, tanto más estaremos afirmados, sin vacilar. A veces decimos: «¡Qué gozo! el Señor puede venir hoy», y al día siguiente, o la semana siguiente, ya no pensamos en su venida. Nuestros corazones tienen que estar firmes en esta esperanza. “Vengo en breve”, nos dice el Señor (Apocalipsis 22:20). Vamos a oír su voz, la que nos llamará para que dejemos la tierra, y le veremos cara a cara en la morada que ha preparado para nosotros. Que nuestros corazones estén llenos del gozo y de la plenitud de nuestra esperanza, a fin de que estemos sin cesar esperando ver su rostro.