Cuando hubo murmuraciones entre los primeros cristianos a causa de la distribución de los dones materiales, los doce apóstoles establecieron, con mucho discernimiento, siete hombres a quienes encargaron “este trabajo” —hombres que debían satisfacer altas exigencias morales (Hechos 6:3). Después de haber delimitado el servicio particular de esos hermanos, los apóstoles designaron así el suyo: “Nosotros persistiremos en la oración y en el ministerio de la palabra” (v. 4).
Encontramos allí un principio muy importante: la oración está antes de la predicación. Éste es el lado del siervo. Para que su servicio sea bendecido, la oración debe tener el primer lugar. Sin duda, Dios es soberano para bendecir su Palabra en todo lugar y de todas maneras. Éste es otro aspecto. Pero para el siervo, siempre es verdad que la oración se coloca antes del servicio. En la obra que estaba puesta delante de ellos, los apóstoles discernieron dos esferas que designaron por orden de prioridad. Las comunicaciones secretas con Dios estaban antes del servicio público de la Palabra.
La oración es la expresión de nuestra dependencia de Dios, con el sentimiento de nuestra debilidad y de nuestra insuficiencia. Pablo lo experimentaba realmente. En su servicio con los corintios, estuvo “con debilidad, y mucho temor y temblor”. Y porque era un hombre de oración, su predicación no “fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder” (1 Corintios 2:3-4). Perseveremos en la oración, para que el Espíritu Santo acompañe con su poder la predicación de la palabra de Dios. ¡Cuán necesaria es la dependencia de Dios para que nuestro servicio sea según su pensamiento, para que una palabra sea dicha a su tiempo! Sólo Dios conoce el corazón y el estado del alma de cada uno individualmente. Si el Espíritu Santo actúa libremente, responderá a cada necesidad según su perfecto conocimiento. ¡Qué aliento para todo siervo de la Palabra!
Cuando el apóstol Pablo fue llamado, se le dijo que era “instrumento escogido” para el servicio del Señor (Hechos 9:15). También lo fue para los doce apóstoles. Debe ser así igualmente para cada siervo del Señor. Los “instrumentos” deben estar llenos antes de ser útiles para los demás y poder derramar el buen olor del nombre de Cristo. Por medio de la oración, reciben de Dios; por el servicio de la Palabra, dan a los demás.
Considerando los motivos de oración de los apóstoles, notamos que no oraban solamente por ellos mismos. Si, por un lado, los oímos decir: “Ahora, Señor... concede a tus siervos que con todo denuedo hablen tu palabra” (Hechos 4:29), sus oraciones abarcaban también las diversas necesidades espirituales del pueblo de Dios. Encontramos dos ejemplos especialmente hermosos en los capítulos 1 y 3 de la epístola a los Efesios. El apóstol comienza así la primera de esas oraciones: “Por esta causa también yo, habiendo oído de vuestra fe en el Señor Jesús... no ceso de dar gracias por vosotros, haciendo memoria de vosotros en mis oraciones, para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, os dé espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de él...” (1:15...).
Además de nuestras oraciones por nosotros mismos, ¿oramos también por los demás? Notemos el nivel espiritual de esta oración. ¿No tienen las nuestras, demasiado a menudo, como motivo exclusivo nuestras circunstancias terrenales? En Colosenses 1, Pablo nos da el ejemplo de una maravillosa oración que un cristiano puede hacer por él mismo y por los demás (léase v. 9-11). Necesitamos intercesores como Epafras, que siempre “rogaba encarecidamente... en sus oraciones” por los creyentes, para que permanezcan “firmes, perfectos y completos en todo lo que Dios quiere”. Así era “un fiel ministro de Cristo para ellos” (4:12 y 1:7). Este servicio no está reservado a los hermanos. No se trata de un servicio público; es la parte tanto de las hermanas como de los hermanos que tienen en el corazón la gloria del Señor y el bien del pueblo de Dios.
La anécdota siguiente, relatada en otro tiempo por un siervo del Señor, puede ilustrar muy simplemente la importancia de la oración. Este siervo observaba a un hombre cuyo trabajo consistía en desplazar, por medio de una pala, la arcilla utilizada para la fabricación de ladrillos. Era su única tarea. Como trabajaba a destajo, se concentraba plenamente en su penoso trabajo. Después de cada palada de arcilla, sumergía la herramienta en un balde lleno de agua, operación que le llevaba casi el mismo tiempo que el desplazamiento de la tierra. A primera vista, el observador pensó que el hombre podría economizar la mitad de su tiempo al ahorrarse ese movimiento hacia el recipiente. Sin embargo, comprendió que si la herramienta no era introducida regularmente en el agua, la arcilla se pegaría cada vez más, hasta el punto de ser imposible seguir trabajando. Este obrero sabía muy bien lo que hacía. El hecho de poner su herramienta en el agua después de cada utilización no traía ningún perjuicio a su trabajo, sino que lo hacía simplemente posible.
Cuando las tareas se acumulan y vienen a ser urgentes, en el servicio del Señor, la oración puede parecernos secundaria. No es así. Sin la oración, no hay servicio bendecido.