“Jesús, sabiendo todas las cosas que le habían de sobrevenir, se adelantó...”
(Juan 18:4)
Esta declaración del evangelista pone ante nosotros, de manera impresionante, un aspecto de los sufrimientos y de la gloria de nuestro Señor y Salvador.
Ningún hombre puede ver el futuro. No conocemos los acontecimientos que están delante de nosotros. A veces, podemos percibir una cosa u otra, pero todos los detalles nos son ocultos. De hecho, debemos estar agradecidos a Dios de que sea así. Una inquietud o un sombrío presentimiento a menudo bastan para abatirnos. Si conociéramos todo cuanto fuéramos a vivir, esto podría llevarnos al desaliento o al desespero.
Él lo sabía todo de antemano
Para nuestro Señor, ¡era muy distinto! Si bien era verdadero hombre, también era al mismo tiempo el Dios eterno. Su camino le era conocido hasta en los mínimos detalles. Como hombre, estaba sujeto en el espacio y en el tiempo; pero, como Dios, no tenía estos límites. Sabía desde el principio todo lo que le acontecería. Conocía cada detalle de su vida.
Es notable que Juan, el escritor inspirado, mencione este hecho precisamente en el momento en que el camino de sufrimientos del Señor iba a conducirlo de Getsemaní al Gólgota. En la intimidad con sus discípulos, había pronunciado las magníficas palabras relatadas en los capítulos 13 a 17 del evangelio. Y, poco después, la escena cambiaría súbitamente. Sus enemigos, encabezados por Judas, iban a prenderle. Pero, para el Señor, no fue una sorpresa. Sabía de antemano todo cuanto iba a acontecer.
El arresto y el proceso
Qué carga para el alma del Señor significó el anticipo de los sufrimientos que pronto iban a ser su parte, y que conocía con absoluta certeza. Veía acercarse a Judas, este discípulo que iba a traicionarle con un beso. Veía venir a los brutales soldados que tenían por misión atarlo y llevarlo cautivo. Sabía que sus discípulos iban a abandonarlo y huir. Sabía que Pedro, quien a pesar de amar mucho a su Señor, pronto le negaría en tres ocasiones. Ante sus ojos se desarrollaban los interrogatorios de una justicia corrompida, encabezada por Pilato quien creía que podía lavarse las manos y ser inocente, por un Herodes que no pensaba sino en satisfacer su curiosidad, y por judíos que, a pesar de toda su religión, no tenían otro propósito sino el de matarle. El veredicto del juicio más inicuo que jamás se haya cometido en la historia de la humanidad, estaba totalmente desnudo ante Sus ojos.
Los sufrimientos de parte de los hombres
Los sufrimientos físicos y morales que el Señor soportó de parte de los hombres también le eran conocidos de antemano. Sabía que se burlarían de él, que le escupirían, que le golpearían en la cabeza y que se le cubrirían de vergüenza y oprobio. Sabía que los soldados iban a entretejerle una corona de espinas, que la pondrían sobre su cabeza y que le golpearían con una caña. Sabía que debería salir de Jerusalén llevando su cruz e ir hasta el lugar llamado Gólgota donde se le crucificaría junto con dos malhechores. Sabía que sería el blanco sobre el cual se harían caer todos los vituperios de que son capaces los hombres, a pesar de que él sólo les hizo bien. Las profecías del Antiguo Testamento nos hacen entender un poco cuánto todo esto afectaba a nuestro Señor. Y a esto se le añade el hecho de que lo sabía de antemano. No sufrió sólo en el momento en que estas cosas se convirtieron en realidades para él, sino ya cuando estaban ante él como el camino ineludible por el cual debía pasar.
Los sufrimientos de parte de Dios
Y también estaba ante él todo lo que le esperaba en la cruz. Sabía que iba a ser colgado en el madero, pasando por sufrimientos físicos atroces, y que debía sufrir las tres horas de tinieblas, siendo abandonado por Dios. En Getsemaní, estando “en agonía”, la copa de la ira de Dios estaba presente ante él, y la había aceptado en perfecta sumisión. Aquel que era sin pecado, que era puro y santo, sería “hecho pecado”. Aquel que como hombre siempre había vivido en una comunión sin sombra con su Dios, sería abandonado. Aquel que era la luz, sería introducido en las tinieblas. El que era el autor de la vida, daría su propia vida, conocería la muerte. El salmo 22 anunciaba su clamor: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”
Todo esto estaba presente ante los ojos del Señor Jesús cuando fue ante sus enemigos diciéndoles: “¿A quién buscáis?” Sí, él sabía con precisión y hasta los mínimos detalles todo cuanto le sucedería. Nada le era oculto. ¡Qué sufrimiento para él! Y, no obstante, no vaciló en ningún momento. Fiel siervo de Dios, anduvo su camino de obediencia y abnegación, a fin de cumplir la obra que Dios le había dado que hiciese.
Su glorificación
Sin embargo, el Señor también sabía que, en la cruz, su Dios iba a glorificarle. En efecto, unas horas antes, dijo a sus discípulos: “Ahora es glorificado el Hijo del Hombre, y Dios es glorificado en él” (Juan 13:31). En la cruz, las perfecciones del Señor Jesús como hombre iban a ser manifestadas públicamente. Su amor, sus compasiones, su obediencia, su abnegación a Dios, iban a ser desplegadas de forma singular. En la cruz, se manifestaría que Dios es luz y amor. “Mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios” (Hebreos 9:14). Para esto vino. Se presentó como el perfecto sacrificio por el pecado, y, al mismo tiempo, como el holocausto por el cual hubo de glorificar a Dios. Debía restablecer la gloria de Dios que nosotros, como hombres, habíamos hollado. Todo esto también estaba delante del Señor.
El gozo puesto delante de Él
Nuestro Señor también conocía “el gozo puesto delante de él” (Hebreos 12:2). Sabía que al final de las horas de tinieblas, podía exclamar: “Consumado es”. Después de vencer en Gólgota, resucitaría de entre los muertos y sería recibido arriba en el cielo. El que había glorificado a Dios, sería glorificado por Dios. Y también sabía cuáles serían los frutos de su obra. Habló de sí mismo, diciendo: “Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto” (Juan 12:24). Había visto por anticipado al malhechor clavado en una cruz junto a él, volviéndose a él en el último minuto y encontrando en él a su Salvador. También veía la innumerable multitud que un día rodeará su trono, a fin de alabarle y adorarle eternamente. “Irá andando y llorando el que lleva la preciosa semilla; mas volverá a venir con regocijo, trayendo sus gavillas” (Salmo 126:6). Estas palabras proféticas, también las conocía el Señor.