“Vosotros, estando muertos en pecados y en la incircuncisión de vuestra carne,
os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados,
anulando el acta de los decretos que había contra nosotros,
que nos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz,
y despojando a los principados y a las potestades,
los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz”.
El enemigo hace incesantes esfuerzos para alejarnos de la persona de Cristo y para ocupar nuestros corazones y pensamientos en otra cosa que no sea Él. Sin embargo, en la Palabra, todo converge hacia esa Persona adorable; y el Espíritu Santo toma incesantemente las cosas que son de él y las recuerda a oídos de aquellos que quieren escucharlas.
Veamos, por ejemplo, los primeros capítulos de la epístola a los Colosenses: están llenos de esa palabrita “él”. Cuando esa persona que llena los cielos y la tierra con su gloria está ante nuestros ojos, ¿qué sucede con los discursos de la filosofía, los ritos y los preceptos humanos? Toda la sabiduría terrenal no es sino locura frente a Él.
Deseamos llamar la atención del lector sobre cuatro resultados importantes de la muerte y de la resurrección del Señor, para aquellos que confían en Él y creen con sencillez lo que dice el Dios de verdad. Los versículos arriba citados nos los presentan:
- Vivificados juntamente con él;
- Todos nuestros pecados perdonados;
- El acta de los decretos que nos eran contraria anulado;
- Los principados y las potestades despojados.
Vale la pena considerar estas cosas de cerca: ¡Vivificados, en posesión de la vida eterna! De hecho, todo hombre que no tiene al Hijo está muerto en sus delitos y pecados (Efesios 2:1).
Dios dijo a Adán: “El día que de él comieres, ciertamente morirás” (Génesis 2:17). Desde ese día fatal que desobedeció a su Creador, murió moralmente, y con él toda su raza, esperando el momento en que su cuerpo volvería a la tierra. En cierto modo el hombre vive, pero vive en el pecado; está muerto para Dios, enteramente separado de toda relación con él, así como la muerte física nos separa de los seres queridos y de las cosas que amamos. Pero ¡qué gracia infinita! Cristo resucitó y los que creen en él tienen la vida. Están en relación con el Dios vivo: un Dios cuyo amor conocen y gustan, un Dios que adoran. Él es su Padre, en Jesús, y los llama sus hijos amados. Eran culpables, pero esto nos lleva a la segunda e importante verdad puesta delante de nosotros: Todos sus pecados les fueron perdonados. Sus pecados... ¡Qué numerosos eran! La sombría lista se alargaba cada día. ¿Lo hemos pensado? ¡Saber que todo es perdonado! ¿Quién querrá privarse de semejante gracia y privilegio?
Aquí el acta de los decretos es como una obligación contraria al hombre: pero fue anulada; enclavada en la cruz. Por otra parte, la ley fue satisfecha en todas sus exigencias, y ya no puede reclamar nada de todos aquellos a quienes hizo morir en la persona de Cristo. Pueden decir como el apóstol Pablo: “Yo por la ley soy muerto para la ley, a fin de vivir para Dios” (Gálatas 2:19). ¡Qué triunfo para la fe!
Finalmente, al triunfar Cristo sobre ellos en la cruz, Satanás y todos sus agentes fueron despojados de su autoridad y poderío. La muerte era la última fortaleza de ese temible enemigo. Cristo entró allí como Vencedor y salió victorioso. Hasta ese día todos los hombres, derrocados por el enemigo, entraban en la muerte. Los valerosos, como los demás, debían inclinarse ante su irresistible poder, y nadie podía abrir las lúgubres puertas de la muerte para salir de ella. Pero Cristo resucitó y todo aquel que cree en él puede cantar triunfante:
A Satanás venció Cristo el Señor,
La salvación nos dio el Redentor.
Desde la tumba subió,
Sí, triunfante él resucitó;
Para siempre ya dominio sobre el mal
Con los santos tiene en gloria celestial,
Triunfó, triunfó,
¡Aleluya! Él triunfó.