El pueblo de Israel, en la noche de la Pascua, constituye una imagen del pueblo rescatado por Dios hoy en día, de aquellos que han creído en la eficacia de la sangre de Jesús. Luego, Israel conoció la travesía del mar Rojo, y vio la destrucción de Faraón, —imagen de la liberación del poder de Satanás—. Los cristianos son un pueblo que está ya, moralmente, fuera de la muerte. Han sido librados del juicio de Dios y arrancados del poder de Satanás. Se hallan de camino al cielo, ligados a Jesús en el cielo. Todavía en la tierra, en el desierto, encuentran sus alegrías en la comunión con su Salvador. Uno puede gozar del Señor hoy, tal como lo pudo hacer ayer, si cultiva la comunión con él mediante la oración y la meditación de la Palabra.
Las cosas que no hemos visto poseen para nuestra alma una realidad superior a todas las cosas de este mundo; disfrutamos de las cosas que no se ven, y gozaremos plenamente de ellas cuando salgamos con el Señor en cuerpos gloriosos, semejantes al suyo. Estaremos en nuestro verdadero dominio. La tierra prometida, nuestra verdadera patria, son los lugares celestiales donde se halla Cristo. Un cristiano en la tierra es un apátrida; el lugar de su reposo, la fuente de su gozo, de sus consolaciones y de sus fuerzas se halla arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios.
En el desierto había gente extranjera que seguía a los israelitas y los arrastró a la murmuración. Cansados, dicen: «Ya no podemos más, sólo hay maná para comer, estamos hartos, necesitamos otra cosa. En Egipto estábamos mucho mejor». Se han olvidado de la esclavitud, los gemidos, los ladrillos, la dureza de Faraón; se acuerdan de los pepinos, los melones y los puerros. Cuando nos quejamos de la aridez del desierto, de la comida espiritual que Dios nos da, tomamos el carácter de esa gente y de Israel caído.
Cuando nuestro corazón es llevado a alimentarse de la comida del mundo, se halla en mal estado. Debemos procurar con esmero, en el cumplimiento de nuestras obligaciones profesionales, buscar siempre la comunión con el Señor y disfrutar de la Palabra de Dios. Acordémonos de las necesidades permanentes de la vida divina que está en nosotros. Sólo una cosa las satisface: la Palabra de Dios que presenta a Cristo.
En los capítulos 13 y 14 de Números, doce espías son enviados para reconocer el país de Canaán. Regresan con un racimo pesado en exceso; traen, por así decirlo, una garantía del valor de la tierra que fluye leche y miel. Es una imagen del gozo, de los recursos, que el Espíritu Santo toma en el cielo, allí donde Cristo se halla, para comunicárnoslos. A cada uno individualmente, a una familia, a una iglesia local, el Espíritu comunica sus gozos y sus consuelos; hace gozar a los creyentes del cielo y de Cristo, a quien no han visto: “...a quien amáis sin haberle visto, en quien creyendo, aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso” (1 Pedro 1:8). El racimo de Escol son los gozos del cielo que el Espíritu Santo produce en nosotros en este desierto.
De doce espías, diez desaniman al pueblo: «jamás podremos entrar en el país, ¡hay gigantes!» Dos se preocupan por la gloria de Dios y dicen: «La tierra es en gran manera buena, comeremos a los enemigos como pan, es una tierra que fluye leche y miel; subamos atrevidamente». Ésta es la imagen de cristianos que desean gozar de las cosas que no ven, incluso antes de haber entrado en el cielo. El Espíritu Santo puede llenar nuestro corazón de las cosas que son nuestras, que ya poseemos por la fe; quiere hacernos gozar de ellas.
En el capítulo 14 de Josué, una vez que cruzaron el Jordán, Josué y Caleb están allí, los únicos dos adultos que escaparon del desierto. Caleb, cuando fue a espiar, tenía cuarenta años; ahora tiene ochenta y cinco; habla el lenguaje de la fe: «con ochenta y cinco años soy tan fuerte como a los cuarenta» (v. 11). La fe es fuerte porque, por ella, uno se da cuenta de que no es nada y saca las fuerzas de Dios a cada instante, cada día. Cuando uno tiene a Dios consigo, la noche se vuelve resplandeciente como el día; la tristeza y el desánimo desaparecen; la gracia trae fuerza y energía espiritual.
¡Ojalá que se nos conceda el privilegio de poder atravesar el desierto humildemente, día tras día, como Josué y Caleb!