Enseñar la Palabra de Dios /3

El que enseña

3. El que enseña

Los dones de Cristo

El Señor confía a los suyos diferentes servicios. Él llama a sus obreros y los forma. Les proporciona los dones necesarios, es decir las capacidades para cumplir el servicio que les ha encomendado.

Estos dones nos son presentados en relación con la vida del cuerpo de Cristo, de la iglesia; pero esto no excluye que se ejerzan en otros ámbitos, como en el de la familia o del mundo.

Encontramos en la epístola a los Romanos: “Porque de la manera que en un cuerpo tenemos muchos miembros, pero no todos los miembros tienen la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un cuerpo en Cristo, y todos miembros los unos de los otros. De manera que, teniendo diferentes dones, según la gracia que nos es dada, si el de profecía, úsese conforme a la medida de la fe; o si de servicio, en servir; o el que enseña, en la enseñanza...” (12:4-7).

En la primera epístola a los Corintios, la cual nos presenta el pensamiento de Dios en cuanto a la vida de la iglesia y los recursos que ha dado para ella, encontramos una lista de diferentes “dones” (12:28). La epístola a los Efesios también nos habla de ello; los dones impartidos por el Cristo glorificado —apóstoles y profetas, evangelistas, pastores y maestros— son “a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo” (Efesios 4:11-12).

Si, por una parte, el Señor otorga los dones que son necesarios para la edificación de los suyos, es cierto también que debemos desearlos. “Seguid el amor; y procurad (o “desead ardientemente”, V.M.) los dones espirituales, pero sobre todo que profeticéis”1 (1 Corintios 14:1). No debemos esperar pasivamente que los dones espirituales nos sean concedidos, debemos desearlos, y procurar “los dones mejores”, incluso “ardientemente” (12:31; 14:1, 12 y 39, V.M.). Pero ellos no nos serán otorgados si no nos aplicamos a conocer la Palabra.

¿Sería necesario recordar que los dones espirituales no son dados a los creyentes para su propia satisfacción o con el fin de enaltecerlos a los ojos de sus hermanos? (Mateo 23:10-12). Pablo, quien poseía los dones de apóstol, maestro, pastor, evangelista, etc., se consideraba ministro: ministro del Evangelio y ministro de la iglesia (Colosenses 1:23 y 25). Pedro nos indica el espíritu con el cual se deben ejercer los dones: “Cada uno según el don que ha recibido, minístrelo a los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios” (1 Pedro 4:10).

No obstante, a pesar de los dones que quizás hemos recibido, y a pesar de la presencia y el poder del “Espíritu Santo que mora en nosotros” (2 Timoteo 1:14), podría ocurrir que experimentásemos una gran debilidad. El Señor puede permitir “un aguijón en mi carne”, cualquier cosa que nos tumba al suelo y que parece estorbar nuestro servicio, pero nos es necesario para mantenernos en humildad. Las palabras que el Señor dirige a Pablo: “Mi poder se perfecciona en la debilidad” también son para nosotros (2 Corintios 12:7-10). El Señor multiplicó los panes y los peces para saciar una gran multitud a pesar de la extrema pobreza de los discípulos (Marcos 6:35-44). Por tanto, no desmayemos.

Escuchar, practicar, enseñar

Quienes enseñan deben haber recibido ellos mismos la Palabra de Dios con una actitud de escucha respetuosa. Deben haberse nutrido de ella, haber encontrado en ella su gozo y haberla puesto en práctica. Luego, de la abundancia del corazón, la boca podrá hablar. “Inclina tu oído y oye las palabras de los sabios, y aplica tu corazón a mi sabiduría; porque es cosa deliciosa, si las guardares dentro de ti; si juntamente se afirmaren sobre tus labios” (Proverbios 22:17-18).

“Esdras había preparado su corazón para inquirir la ley de Jehová y para cumplirla, y para enseñar en Israel sus estatutos y decretos” (Esdras 7:10). Lo que da peso a una enseñanza, es el efecto moral que primero produce sobre el que enseña, son los resultados prácticos de la verdad divina en su corazón y marcha. Pablo recomienda a Timoteo: “Esto manda y enseña... sé ejemplo de los creyentes en palabra, conducta, amor, espíritu, fe y pureza” (1 Timoteo 4:11-12). A Tito también le hace una recomendación análoga: “Exhorta... presentándote tú en todo como ejemplo de buenas obras” (2:6-7). Hablando de los escribas y fariseos, el Señor debe decir: “Todo lo que os digan que guardéis, guardadlo y hacedlo; mas no hagáis conforme a sus obras, porque dicen, y no hacen” (Mateo 23:3).

Al escuchar al Señor, los judíos se sorprendían “porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas” (Mateo 7:29). Los dirigentes religiosos de Israel conocían la revelación divina del Antiguo Testamento; la tenían en sus cabezas, pero no había tocado sus corazones y conciencias. Fueron capaces de guiar a los magos al lugar donde había de nacer el Cristo, pero fueron incapaces de ir ellos mismos a Belén para adorar al niño (Mateo 2:5-6). Los doctores de Israel habían mezclado sus pensamientos y razonamientos con la Palabra de Dios; “la había cambiado en mentira la pluma mentirosa de los escribas” (Jeremías 8:8).

Habían “quitado la llave de la ciencia”; “no entraron” y “a los que entraban se lo impidieron” (Lucas 11:52). ¡Qué responsabilidad!

No nos sorprenderá que sus mensajes hayan estado desprovistos de autoridad. ¡Qué contraste para las multitudes cuando escuchaban a Jesús! Él, en humildad y fidelidad, les transmitía la palabra que había recibido de Dios. Y contrariamente a los doctores judíos, se apoyaba en las Escrituras como una autoridad absoluta.

En el libro de los Hechos, vemos a los apóstoles y discípulos seguir el ejemplo de Jesús. Predicaban el Evangelio con “denuedo” (4:13, 31; 14:3; 19:8...). La Palabra de Dios tiene poder sobre sus corazones para predicarla con denuedo. Cuanto más convencidos estemos del valor y de la importancia del mensaje que debemos transmitir, tanto más utilizaremos este denuedo.

Guardar su medida

Podemos exponer la Palabra de Dios sólo según la medida en que la hemos comprendido nosotros mismos.

El profeta Isaías nos dice que los pensamientos de Dios están tan altos de los nuestros “como son más altos los cielos que la tierra” (55:9). El apóstol Pablo escribió: “En parte conocemos... Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido” (1 Corintios 13:9, 12). La conciencia de nuestro conocimiento, siempre incompleto, fragmentario, debería mantenernos en humildad.

Mientras estemos en la tierra, nos resulta imposible comprenderlo todo. Esto, por cierto, no es una excusa para no procurar comprender. Podemos progresar leyendo mucho la Palabra, pidiendo a Dios que nos aclare, escuchando o preguntando a creyentes más avanzados que nosotros, y también aprovechando el ministerio escrito que está a nuestra disposición. Sin embargo, es normal que encontremos cosas en la Escritura cuyo significado o alcance se nos escape. Quizá algún día en la tierra lo entendamos, y ciertamente lo haremos en perfección cuando estemos en la gloria.

Si debiésemos esperar a comprenderlo todo, nadie enseñaría. El Señor se complace en utilizar instrumentos débiles, que aún ignoran muchas cosas; pero es bueno que cada uno guarde su propia medida. Si tengo en el corazón presentar a mis hermanos y hermanas cierto capítulo de la Biblia, y éste contiene cosas que escapan a mi comprensión, ¿deberé abstenerme? No, pero puedo limitarme a presentar lo que he comprendido, y dejar sin mencionar las cosas que me sobrepasan. Un hermano joven puede tener un ministerio útil en la iglesia, aunque aún deba aprender muchas cosas, si se limita a lo que ha comprendido. Es poco útil repetir lo que otros han dicho o escrito sin haberlo comprendido.

Podría ocurrir que, ante un versículo difícil, se busque pertinazmente una explicación. Entonces corremos el riesgo de hacer trabajar nuestra imaginación, y encontrar una explicación que esté lejos del pensamiento de Dios.

Conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno” (Romanos 12:3, 6), he aquí ante nosotros la medida divina. Cada acción del servicio cristiano debe ser un acto de fe, cumplido en humildad y conciencia de nuestra debilidad, pero con la certeza de que Dios nos llama a hacerlo, y de que él mismo dará los resultados que juzgue oportuno. No se trata de que pretendemos que Dios nos llama a hacer esto o aquello, sino de que estemos convencidos interiormente de ello.

El crecimiento espiritual

En el capítulo precedente, hablamos del crecimiento como uno de los objetivos de la enseñanza: llevar a los creyentes a conocer mejor los pensamientos de Dios, a conocerle mejor a él mismo, a vivir más cerca de él y a caminar cada vez más conforme a su voluntad. Seguramente, quien enseña no debe ser menos cuidadoso de su propio crecimiento que del de aquellos a quienes se dirige. Aquí hay algunos puntos más al respecto.

Las Escrituras forman un todo. Redactadas por plumas diferentes, pero dictadas por el mismo Espíritu, se complementan mutuamente. Un pasaje aclara otro. Así, cuanto mejor conozcamos la revelación divina en su conjunto, mejor captaremos el alcance verdadero de cada una de sus partes.

Pero no olvidemos el carácter particular de este conocimiento: “Nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios” (1 Corintios 2:11). Necesitamos que el Espíritu Santo obre en nuestros corazones para poder comprender la revelación divina.

La Biblia contiene enseñanzas expresadas en términos tan simples que un niño puede entenderlas. Un niño que recibe la Palabra de Dios con una fe sencilla la comprende mejor que un intelectual dotado de toda la sabiduría humana. Dios ha escondido “estas cosas de los sabios y de los entendidos”, y las ha revelado “a los niños” (Mateo 11:25).

Sin embargo, la Escritura contiene cosas más difíciles, en las que entramos progresivamente. El crecimiento en la comprensión de los pensamientos de Dios no procede sólo del estudio de las Escrituras, incluso con la ayuda de los mejores escritos posibles, sino que es el resultado de la obra de Dios en los corazones de quienes escuchan y obedecen. David dijo: “La comunión íntima de Jehová es con los que le temen” (Salmo 25:14). “En lo secreto me has hecho comprender sabiduría” (51:6).

Poner en práctica la verdad comprendida abre el camino a una comprensión más avanzada y profunda: “Buen entendimiento tienen todos los que practican sus mandamientos” (111:10; compárese con 119:100). El Señor Jesús dijo: “El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios” (Juan 7:17).

Si nosotros mismos rechazamos —quizá inconscientemente— las consecuencias prácticas de la enseñanza de la Palabra, ella permanecerá oscura para nosotros. Es lo que ocurría con los discípulos. Cuando el Señor les hablaba de sus sufrimientos y de su muerte, no comprendían nada (Lucas 9:45; 18:34). Aunque las palabras del Señor eran perfectamente claras, chocaban con sus concepciones; implicaban que siguiesen a un Salvador menospreciado y rechazado antes que estar asociados a un Señor glorioso. Y esto, era difícil de aceptar.

El crecimiento espiritual, desde el estado de niñez hasta el de varón perfecto, no es una simple acumulación de conocimientos bíblicos. Es una formación que surge de una existencia vivida cerca al Señor, en separación del mal y del mundo, y que requiere de las diversas clases que se toman en la escuela de Dios, en la cual tienen lugar las pruebas y las dificultades. El resultado de este trabajo de Dios no sólo es un crecimiento en conocimiento, sino también en sabiduría y discernimiento espiritual. Este crecimiento es el que debería caracterizarnos a todos. El apóstol Pablo oraba para que los creyentes de Colosas fuesen “llenos del conocimiento de su voluntad en toda sabiduría e inteligencia espiritual, para que anden como es digno del Señor, agradándole en todo, llevando fruto en toda buena obra, y creciendo en el conocimiento de Dios” (Colosenses 1:9-10).

La ayuda que podemos recibir de quienes nos han enseñado la Palabra de Dios —y en este caso nos referimos particularmente a quienes nos dejaron un ministerio escrito— depende de la medida del conocimiento que ellos hayan tenido del pensamiento de Dios y del discernimiento espiritual que hayan adquirido a los pies del Señor.

Un trabajo de amor

Considerar las relaciones de afecto, que unían al apóstol Pablo con los creyentes a quienes les enseñaba, es profundamente edificante.

Pablo les recuerda a los tesalonicenses la manera en que había cumplido el servicio entre ellos: “Fuimos tiernos entre vosotros, como la nodriza que cuida con ternura a sus propios hijos. Tan grande es nuestro afecto por vosotros, que hubiéramos querido entregaros no sólo el evangelio de Dios, sino también nuestras propias vidas; porque habéis llegado a sernos muy queridos”. “También sabéis de qué modo, como el padre a sus hijos, exhortábamos y consolábamos a cada uno de vosotros” (1 Tesalonicenses 2:7-8, 11). Les había dado los cuidados de una madre y los de un padre.

En la primera carta que dirige a los corintios, cuando se vio obligado a hablarles de la “vara” a la cual quizá debiera recurrir, les dice que es “para amonestaros como a hijos míos amados” (1 Corintios 4:14, 21). En su segunda carta, lo encontramos desbordante de gozo y reconocimiento porque se había enterado de que habían recibido bien la primera, y les muestra en qué estado de ánimo había escrito: “Por la mucha tribulación y angustia del corazón os escribí con muchas lágrimas, no para que fueseis contristados, sino para que supieseis cuán grande es el amor que os tengo” (2 Corintios 2:4). Y al final de la epístola, su amor y abnegación se expresan por esta tan conmovedora declaración: “Yo con el mayor placer gastaré lo mío, y aun yo mismo me gastaré del todo por amor de vuestras almas, aunque amándoos más, sea amado menos” (12:15).

Entre los capítulos 12 y 14 de la primera epístola a los Corintios —los que nos instruyen en cuanto a los dones de Cristo a su iglesia y su funcionamiento armonioso— se encuentra el capítulo 13, el del amor. Sin el amor, los dones no son nada. El ministerio cristiano es un trabajo de amor.

Ser conducido por el Espíritu

La presencia del Espíritu Santo en la tierra es uno de los resultados gloriosos de la ascensión de Cristo al cielo. Hoy en día, el Espíritu mora individualmente en cada creyente y en la Iglesia. Fue dado a los creyentes como el poder de la nueva vida, y su acción en ellos para conducirlos es una de las características del cristianismo. “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios” (Romanos 8:14). Por esto podemos reconocerlos.

A veces, unimos de una manera demasiado exclusiva la acción del Espíritu al ministerio en la iglesia, olvidando que esta acción debe caracterizar toda nuestra marcha cristiana, individual y colectiva. Gálatas 5 nos dice: “Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne” (v. 16) y “si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu” (v. 25). En el mismo capítulo es donde encontramos la descripción del “fruto del Espíritu” (v. 22), lo que el Espíritu produce en el creyente, si no se abandona a la influencia contraria de “la carne”.

Sin embargo, está claro que la acción y la dirección del Espíritu debieran marcar de manera muy particular todo servicio para el Señor. En el momento de dejar a los suyos para irse al cielo, el Señor les anuncia: “Recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos... hasta lo último de la tierra” (Hechos 1:8). Luego, vemos a los apóstoles “llenos del Espíritu Santo” que “hablaban con denuedo la palabra de Dios” (4:31). Esteban, “varón lleno de fe y del Espíritu Santo”, “lleno de gracia y de poder”, predicaba de tal manera que sus adversarios “no podían resistir a la sabiduría y al Espíritu con que hablaba” (6:5, 8, 10). En los Hechos, encontramos aún varias otras menciones de la dirección del Espíritu (véase 8:29; 10:19; 13:2; 16:6-7). Estamos en un tiempo en que la debilidad humana es particularmente evidente, pero los recursos divinos siempre son los mismos.

En relación con la vida de iglesia, está escrito: “Ahora bien, hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo. Y hay diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo. Y hay diversidad de operaciones, pero Dios, que hace todas las cosas en todos, es el mismo. Pero a cada uno le es dada la manifestación del Espíritu para provecho. Porque a éste es dada por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia según el mismo Espíritu...” (1 Corintios 12:4-8). Entonces, con una fe sencilla podemos confiar en la acción del Espíritu para dar en el momento conveniente lo que responde a las necesidades de los presentes. Puede ser que los hermanos que se expresen conozcan las necesidades particulares de la iglesia; pero también puede ser que no las conozcan y que los oyentes den testimonio de que Dios les ha hablado (compárese con 1 Corintios 14:25). A través de la debilidad de los instrumentos, el Espíritu de Dios hace su obra.

Ahora surge una pregunta: ¿Podemos tener la certeza de que en este o aquel caso particular, es el Espíritu el que conduce a decir o hacer esto o aquello? Respecto a esto, la Palabra misma nos muestra algo muy humillante: nosotros siempre estamos expuestos a las influencias de nuestra carne. Motivos carnales siempre pueden mezclarse con los motivos espirituales y dañar en mayor o menor medida la obra de Dios. También podemos comenzar por el Espíritu y acabar por la carne. Todo esto nos causa “temor y temblor” (véase Gálatas 3:3; Filipenses 2:12).

Si tenemos en nuestro corazón el decir o hacer alguna cosa, y nuestra conciencia está limpia ante Dios, si esto nos parece sabio, conforme a la Palabra, y también responde a las necesidades de la iglesia, podemos admitir que es el Espíritu el que nos lo ha puesto en el corazón. Entonces digamos o hagamos lo que tenemos en el corazón, actuemos bajo un principio de fe, pero no pretendamos nada al respecto.

Cuando se trata de nuestros hermanos, debemos ser extremadamente reservados en las críticas o los juicios. Está escrito: “Los profetas hablen dos o tres, y los demás juzguen” (1 Corintios 14:29). Por las Escrituras, podemos juzgar si una enseñanza es correcta o no, pero difícilmente podemos ir más lejos. No sabemos todo lo que pasa en los corazones. De hecho, no somos competentes para juzgar “al criado ajeno”. El siervo de Dios “dará a Dios cuenta de sí” (Romanos 14:4, 12). Si una acción de un hermano es conforme a la Palabra y no es manifiestamente inconveniente, no debemos dudar de que el Espíritu es quien lo ha conducido. A Dios le pertenece juzgar esto y no a nosotros.

El apóstol Pablo escribió también: “No apaguéis al Espíritu. No menospreciéis las profecías. Examinadlo todo; retened lo bueno” (1 Tesalonicenses 5:19-21). Dios puede servirse de un hermano de débil apariencia para dar algo útil; entonces no menospreciemos lo que dice. ¡Que nuestro comportamiento no sea nunca un obstáculo para la obra del Espíritu en la iglesia!

“Si alguno habla, hable conforme a las palabras —o “como los oráculos”, V.M.— de Dios; si alguno ministra, ministre conforme al poder que Dios da, para que en todo sea Dios glorificado por Jesucristo” (1 Pedro 4:11). Los oráculos de Dios —sus comunicaciones inspiradas— se acabaron con lo que fue revelado a los apóstoles. Pero se pide aquí que aquel que predique la Palabra lo haga conforme a “los oráculos de Dios”, como si llevara un mensaje de parte de Dios. ¡Qué seriedad da esto al ministerio! ¡Qué temor debe producir en nosotros de no añadir pensamientos de hombres a la Palabra de Dios! Y el objetivo del ministerio de la Palabra, como el objetivo de todo servicio cristiano, es que “sea Dios glorificado”.

 

  • 1N. del E: Recordemos que “profetizar” no significa aquí anunciar el porvenir, sino dar un mensaje de parte de Dios en relación con las necesidades presentes: “El que profetiza habla a los hombres para edificación, exhortación y consolación” (1 Corintios 14:3).