Enseñar la Palabra de Dios /4

La presentación del Antiguo Testamento

4. La presentación del Antiguo Testamento

Las diferencias dispensacionales

Aunque la plena revelación cristiana se encuentra sólo en el Nuevo Testamento, en el Antiguo hay una maravillosa riqueza de instrucciones. ¿Cómo es posible? Porque, por una parte, la venida de Cristo y las bendiciones que traería fueron anunciadas bajo forma de profecías o símbolos, y que, por otra parte, contiene principios divinos inmutables. Por esta razón, los que predican el Evangelio o enseñan pueden sacar abundancias del Antiguo Testamento. A los discípulos de Emaús, el Señor “les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían” (Lucas 24:27). “Porque las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron, a fin de que por la paciencia y la consolación de las Escrituras, tengamos esperanza” (Romanos 15:4). “Y estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos” (1 Corintios 10:11).

El paso de la dispensación o época de la ley a la de la gracia introdujo cambios importantes. El mensaje de Dios ya no se dirige únicamente a un pueblo, Israel, sino a todos los hombres. El principio de la justificación del hombre ante Dios no es más por el cumplimiento de las obras de la ley, sino por la fe en Jesús. Lo que Dios ofrece no es más una larga vida en la tierra y bendiciones terrestres, sino la vida eterna y bendiciones espirituales y celestiales. Todos estos cambios, que son imposibles de citar aquí, hacen necesario, pues, que se tomen ciertas precauciones cuando se lee o se enseña el Antiguo Testamento. Veamos algunos ejemplos.

El salmo 37 nos dice: “No te impacientes a causa de los malignos”. “Confía en Jehová”. “Encomienda a Jehová tu camino, y confía en él; y él hará”. “Guarda silencio ante Jehová, y espera en él. No te alteres con motivo del que prospera en su camino” (v. 1, 3, 5, 7). El salmo anima al fiel mostrándole que aquellos que lo oprimen, pronto recibirán de parte de Dios su retribución. Nuestra fe puede echar mano de este aliento, que está totalmente de acuerdo con la enseñanza del Nuevo Testamento. Pero si bien hemos de apropiarnos de estas palabras, debemos ser conscientes de que muchas declaraciones del salmo no son para nosotros, o al menos en sentido literal, por ejemplo: “Pues de aquí a poco no existirá el malo; observarás su lugar, y no estará allí. Pero los mansos heredarán la tierra...” (v. 10-11). En su primer sentido, conciernen al pueblo de Israel, en vista de las bendiciones que le traerá el reino del Mesías.

Durante la predicación del Evangelio, a veces utilizamos las palabras incisivas de Deuteronomio 30: “Os he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición; escoge, pues, la vida, para que vivas tú” (v. 19). Cierto, no se leen los versículos siguientes que tratan sobre amar a Dios y guardar sus mandamientos para obtener la bendición de Dios en el país en el que iban a entrar, y para tener allí una larga vida. Al utilizar este pasaje para invitar a las personas a recibir la salvación, hay que ser conscientes de que se hace una aplicación a la dispensación o época actual y que, en su primer sentido, habla de bendiciones materiales y terrestres que se obtenían bajo el principio de obras cumplidas, lo cual es muy diferente del principio del cristianismo. Ciertamente no deseamos que el lector tome todo el conjunto del pasaje al pie de la letra. También añadimos que la idea de una opción o elección no aparece realmente en el Evangelio: “Dios... ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan” (Hechos 17:30). Vemos, pues, que la utilización de un pasaje como éste para la predicación de las Buenas Nuevas de salvación es un poco problemática. Muchos otros textos del Antiguo Testamento ofrecen menos dificultades: el relato de la Pascua (Éxodo 12), el de la serpiente de bronce (Números 21), la curación de Naamán (2 Reyes 5), etc.

En la historia de la cristiandad, la ignorancia de las diferencias entre las épocas de la ley y de la gracia, y la negligencia de poner estas diferencias en evidencia, condujeron a debilitar o a perder los rasgos característicos del cristianismo.

La interpretación de la Biblia

¿Necesita la Biblia ser interpretada? Esta pregunta tiene varios aspectos.

En las Escrituras, muchas enseñanzas son claras como la luz del día y, por consecuencia, no necesitan interpretación. Debemos recibirlas tal y como nos son dadas, en su sentido literal y en toda su fuerza. Por ejemplo, si Dios nos habla del restablecimiento de Israel a su tierra en los últimos días y del reino glorioso del Mesías, no hay que ver otra cosa. En el curso de la historia de la Iglesia, algunos hombres —incluso verdaderos creyentes— pensaron que debían interpretar tales pasajes y, abandonando su sentido literal y verdadero, le dieron un pretendido sentido espiritual. Al hacer tal cosa alteraron el pensamiento de Dios. En la cristiandad actual, siguiendo esta cuesta peligrosa, algunos llegan hasta negar la creación, los milagros o la resurrección de Cristo. Estos esfuerzos por alterar la verdad divina tienen diversas causas que es útil saber reconocer. Por ejemplo, se quiere eliminar todo lo que ofrece cierta dificultad a la razón humana. O bien, se pone de lado todo lo que anuncia el juicio del viejo hombre y del mundo, porque esto condena automáticamente todo esfuerzo de mejoramiento de uno o del otro. Muchas veces también, se rehúsa aceptar el “filo” de la verdad —con todo lo que implica— e inclinarse ante ella.

Sin embargo, también hay en las Escrituras pasajes cuyo sentido es manifiestamente figurado. En el versículo: “Perros me han rodeado; me ha cercado cuadrilla de malignos; horadaron mis manos y mis pies” (Salmo 22:16), la palabra perro es simbólica, aunque el resto del versículo sea literal. Las declaraciones: “Echa tu pan sobre las aguas; porque después de muchos días lo hallarás” (Eclesiastés 11:1), o “Arad campo para vosotros, y no sembréis entre espinos” (Jeremías 4:3), tienen sin duda un alcance que sobrepasa el primer sentido. Varias palabras del Señor Jesús también tienen un sentido figurado, por ejemplo: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré” (Juan 2:19), o “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna” (6:54).

Para interpretar el lenguaje simbólico de modo correcto, necesitamos, ante todo, el auxilio del Espíritu Santo. Él vino para guiarnos “a toda la verdad” (Juan 16:13; 1 Corintios 2:12). Debemos también tener cuidado con lo que enseña el conjunto de la Palabra. Un pasaje explica otro. A veces se dice que la Escritura es su propio intérprete, y esto es muy cierto. Si alguien interpreta un pasaje difícil dándole un sentido que contradice lo que se enseña en otros pasajes, evidentemente se equivoca. Para evitar interpretaciones erróneas, busquemos un conocimiento entendido y profundo de la Escritura y pidamos a Dios que desarrolle nuestro discernimiento espiritual.

Además, reconozcamos humildemente nuestras limitaciones y utilicemos los dones que el Señor ha otorgado a los suyos. El eunuco de Etiopía que leía Isaías 53 no comprendía lo que leía. Pero el Señor le envió a Felipe para abrirle este maravilloso capítulo y anunciarle a Jesús (Hechos 8:26-35). Los escritos de creyentes sólidos y fieles que nos han precedido aún están a nuestra disposición. Aprovechémoslos.

El primer sentido del texto

Cuando se nos presenta un pasaje del Antiguo Testamento, podríamos vernos tentados a esconder al máximo los puntos en que el texto, en su verdadero sentido, no se aplica sino a Israel, y a poner solamente en evidencia lo que se aplica a los cristianos. Con el fin de hacer el texto más accesible, podríamos incluso intentar tomar todos los términos en un sentido espiritual, como si hubiese sido escrito a cristianos. Esta manera de actuar corre el riesgo de conducir al lector u oyente a confundir las dispensaciones, y a abandonar más o menos las características propias del cristianismo.

Cuando se enseña la Palabra, es altamente deseable ver claramente el primer sentido de un pasaje, antes de extraer las aplicaciones. Hay que ver primero a quien concierne o a quién se dirige. Muy a menudo, podemos comprobar que lo que Dios dijo a hombres de otro tiempo es enteramente para nosotros (véase por ejemplo Josué 1:5 y Hebreos 13:5-6). En otros casos, no es así (por ejemplo, Deuteronomio 13:15; Esdras 10:3), aunque estos pasajes contienen también una instrucción para nosotros.

Dios sabe hablarnos a pesar de nuestra debilidad y de nuestra ignorancia. Seguramente que muchos de nosotros hemos tenido la experiencia de que Dios, una u otra vez, nos ha hablado personalmente por medio de un pasaje respecto del cual estábamos lejos de captar su verdadero alcance. Dios utiliza los medios que considera buenos, pero la responsabilidad de presentar la Palabra correctamente es nuestra.

Las figuras y el lenguaje simbólico

Para comunicarnos sus pensamientos, Dios utiliza a menudo un lenguaje simbólico. Como ejemplo particularmente conocido, podemos citar los sacrificios del Levítico, los cuales nos presentan en figura (o sea, en forma de tipo) los diversos aspectos de los sufrimientos de Cristo y la excelencia de su persona. En tales pasajes, se trata de buscar con cuidado, y con la ayuda del Espíritu Santo, el sentido profundo de este texto inspirado, aunque sea menos evidente.

Cuando se presentan estas figuras y su significado, es útil, para una mejor comprensión, distinguir los dos planos acerca de los cuales nos expresamos: el del tipo y el del antitipo, es decir, el de la imagen y el del objeto que representa. Una confusión de estos dos planos trae como resultado una exposición oscura para cualquier persona que no comprenda bien esta forma de lenguaje. Por ejemplo, el Señor mismo dijo: “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:14-15). Al comentar estas palabras del Señor o el relato de Números 21:6-9, evitaremos decir que para ser salvos debemos mirar a la serpiente de bronce, o que, para ser sanados, los israelitas debían mirar a Cristo colgado en la cruz.

Es cierto que a veces, los términos que designan las cosas tangibles del Antiguo Testamento son utilizadas por el Nuevo Testamento en un sentido espiritual y figurado, por ejemplo, “el velo”, “un altar”, un “olor fragante” (Hebreos 10:20; 13:10; Efesios 5:2). La enseñanza cristiana, en la medida que no perjudique la claridad de la exposición, puede utilizar también el mismo lenguaje ilustrado, y hablar de “desierto” de este mundo, del “maná” del que nos alimentamos, de la “nube” que se levanta para conducirnos o de la “Canaán” celestial en la que pronto entraremos. Pero observemos bien que lo contrario conduciría a un lenguaje incomprensible para muchos: los términos espirituales del cristianismo no son adecuados para describir las cosas concretas del judaísmo. Apenas podemos decir que, después del cruce del Jordán, los israelitas eran un pueblo resucitado, que había sido identificado con Cristo en su muerte y que en adelante iba a habitar en los lugares celestiales. Tal lenguaje sería impenetrable para quienes no conozcan ya el significado simbólico del paso del Jordán (compárese con Josué 3 y 4).

Las aplicaciones morales de los relatos históricos

Si el Antiguo Testamento nos da muchos relatos históricos concernientes a una persona o al pueblo de Dios, es para que saquemos lecciones morales de ellos para nosotros. Estos relatos son minas inagotables de preciosas instrucciones, y el Nuevo Testamento nos invita a extraerlas. Como ejemplos característicos, mencionemos la fe y las obras de fe de Abraham (Romanos 4:12; Santiago 2:21), la incredulidad, la codicia, la idolatría, la inmoralidad y las murmuraciones de Israel en el desierto (1 Corintios 10:1-11) y la “gran nube de testigos” cuya historia es recordada en Hebreos 11.

Al poner estos relatos ante nosotros, Dios ejercita nuestro discernimiento espiritual. Somos continuamente llevados a buscar cuál es Su pensamiento respecto a comportamientos o palabras que se nos refieren. Así, descubrimos ejemplos a seguir o a evitar. Seguramente, no siempre podemos evaluar la conducta o las intenciones de los israelitas con las normas del cristianismo; hay que tener presente las diferencias de dispensación (o época). No obstante, la Palabra de Dios nos da suficiente luz para que podamos evaluar de manera justa e instructiva para nosotros. Y lo que nos enriquece particularmente de estos relatos —por encima de los comportamientos de los hombres, siempre caracterizados por la debilidad y las faltas— es el hecho de que aprendemos a conocer a Dios mismo.

Debemos recordar que, entre los hechos históricos que sucedieron, Dios seleccionó cierto número de acontecimientos o palabras y nos las comunicó. Pero no nos dijo todo manifiestamente. Esto se hace evidente por las diferencias que existen entre los relatos que se nos dan algunas veces en la Biblia (los libros de Reyes y Crónicas, por ejemplo). La ausencia de mención de un hecho no significa en absoluto que ese hecho no haya ocurrido. Nuestros comentarios de la Escritura deben pues limitarse a lo que nos es relatado. Es sabio no formularse hipótesis, ni siquiera probables, sobre lo que Dios no estimó conveniente revelarnos. Guardémonos de imaginar elementos del relato que se presten quizá para dar aplicaciones que nos parecen interesantes, pero sobre las cuales Dios no dice nada. Respetemos el silencio de Dios tanto como su Palabra.

Confirmación mutua del Antiguo y del Nuevo Testamento

En muy numerosas ocasiones, el Señor, y luego sus apóstoles, apoyan su enseñanza mediante citaciones del Antiguo Testamento. Es un testimonio de la profunda unidad de las Escrituras.

Los mandamientos dados a Israel respecto a cosas concretas, muchas veces son imágenes de enseñanzas espirituales o morales dadas a los creyentes. Por ejemplo, una prescripción referente a los bueyes que trillaban el grano nos instruye respecto a lo que es debido a los obreros del Señor (1 Corintios 9:9-10). Igualmente, las instrucciones ceremoniales dadas a Israel en vista de la pureza o del culto son imágenes de la santidad a la cual somos llamados o del culto que tenemos que rendir. Las transposiciones siempre son necesarias, porque Israel era un pueblo terrenal, bajo la ley, mientras que los cristianos constituyen un pueblo celestial, bajo la gracia. No obstante, el descubrimiento de estos símbolos nos muestra que a Dios le plació revelarnos progresivamente su pensamiento, y poner a germinar en sus más antiguas comunicaciones lo que debía ser revelado cuando su Hijo estuviese en la tierra.

La enseñanza del Nuevo Testamento se ilustra y confirma así por medio de los símbolos del Antiguo.

Notemos, sin embargo, que las conclusiones que podemos sacar para nosotros de los relatos históricos del Antiguo Testamento, o las instrucciones ceremoniales dadas a Israel, verdaderamente sólo tienen fuerza si encuentran su confirmación en el Nuevo Testamento. Sería peligroso deducir reglas de conducta para los cristianos, si el Nuevo Testamento —o la enseñanza general de las Escrituras— no lo justificara.

Por ejemplo, la solemne historia de Acán, en Josué 7, pone en evidencia la solidaridad del pueblo con él, que había pecado, así como el orgullo y la suficiencia del pueblo que apelaban el juicio de Dios. Encontramos estos mismos elementos en 1 Corintios 5. Así, el Antiguo Testamento y el Nuevo se confirman mutuamente y nos ponen ante los principios inmutables de Dios.

El capítulo 26 de Deuteronomio nos da otro ejemplo. Contiene ordenanzas concerniente al culto que los israelitas debían rendir cuando hubiesen entrado en el país que Dios les había prometido: el lugar adonde debían ir, la canasta que debían llenar con los mejores frutos del país, las palabras que debían pronunciar..., todo esto es ricamente instructivo para nosotros, en un sentido espiritual. Pero lo que da un verdadero fundamento a la aplicación que hacemos de este pasaje, es que el Nuevo Testamento nos invita a rendir un culto así: nos acordamos de dónde fuimos sacados (Romanos 5:8; Efesios 2:2, 5); por la fe nos apropiamos del hecho de que estamos sentados en los lugares celestiales con Cristo (Efesios 2:6), de que somos un “sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales” (1 Pedro 2:5); y así, llevamos a Dios “sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre” (Hebreos 13:15).

Conclusión

Quienesquiera que seamos —ya padres que enseñan a sus hijos, ya hermanos que predican la Palabra de Dios en la iglesia, que llevan mensajes individuales en las visitas, o que redactan tratados, textos de edificación u otras publicaciones— animémonos en esta hermosa labor de comunicar la verdad de Dios. Lo que nos ha alimentado a nosotros mismos, puede alimentar a los demás. Lo que nos ha regocijado a nosotros, puede regocijar a los demás. Lo que ha tocado nuestros corazones o nuestras conciencias, es capaz de tocar otros corazones u otras conciencias. “Hoy es día de buena nueva”; no nos callemos (compárese con 2 Reyes 7:9). Y así, el que enseña ¡dedíquese a la enseñanza! (véase Romanos 12:4-7).

Previendo los acontecimientos que seguirían a su partida y el fracaso general de la cristiandad, el apóstol Pablo recuerda el poder de la Palabra de Dios: “Y ahora, hermanos, os encomiendo a Dios, y a la palabra de su gracia, que tiene poder para sobreedificaros y daros herencia con todos los santificados” (Hechos 20:32). Igualmente, hablando de los días en los cuales los engañadores estarían prestos a arruinar el testimonio de Dios en este mundo, el apóstol Juan revela a los niños en la fe el recurso divino que no les fallará nunca, la unción del Espíritu Santo: “Pero la unción que vosotros recibisteis de él permanece en vosotros, y no tenéis necesidad de que nadie os enseñe; así como la unción misma os enseña todas las cosas, y es verdadera, y no es mentira, según ella os ha enseñado, permaneced en él” (1 Juan 2:27). Aunque todos los servicios confiados a los hombres se hagan cada vez más débiles e insuficientes, o desaparezcan, la Palabra de Dios y el Espíritu Santo subsisten como los recursos supremos para conducir a los creyentes a toda la verdad. Por encima de todos los ministerios humanos, Dios mismo enseña a los suyos; comunica sus pensamientos a quienes le temen y le oyen. Así como el Señor lo dijo: “Y serán todos enseñados por Dios” (Juan 6:45).