Oremos por todos los hombres

Qué difícil es realizar que, a pesar de estar en el mundo, no somos del mundo y que nuestros corazones no deben estar ligados a él. No deberíamos tomar partido por nadie en las guerras, en las luchas, los disturbios, las dificultades que a veces afectan personalmente nuestros sentimientos y nuestros intereses.

Al comprobar todas las injusticias que el hombre comete, ¿no nos entristecemos ante el deseo de que el mal sea castigado y el bien triunfe? No comprendemos por qué no es así. Esto nos sorprende, como también le ocurrió a Asaf: “He aquí estos impíos, sin ser turbados del mundo, alcanzaron riquezas” (Salmo 73:12). Jeremías también se asombró y se dirigió a Dios, diciendo: “¿Por qué es prosperado el camino de los impíos...? Los plantaste, y echaron raíces; crecieron y dieron fruto” (Jeremías 12:1-2). En Eclesiastés 8:14 leemos: “Hay vanidad que se hace sobre la tierra: que hay justos a quienes sucede como si hicieran obras de impíos, y hay impíos a quienes acontece como si hicieran obras de justos”. También leemos: “Aunque el pecador haga mal cien veces, y prolongue sus días, con todo yo también sé que les irá bien a los que a Dios temen” (v. 12). Dios hizo que Asaf comprendiera en Su santuario cuál sería el fin de los impíos: “Comprendí el fin de ellos” (Salmo 73:17). Y el Eclesiastés, enseñado por la sabiduría, tiene la preciosa certeza de que todo contribuirá para bien a los que temen a Dios. Puede decir: “Yo... sé”. Es la certeza que da la fe; y nosotros —los creyentes— podemos añadir: “Sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados” (Romanos 8:28). ¡Ojalá que podamos pronunciar estas palabras “yo sé” con frecuencia cuando se trate de la seguridad y las promesas que Dios nos da!

¡Qué preciosas promesas poseemos! Si consideramos la creación sumida en la corrupción, sujeta a vanidad y gimiendo, podemos gemir junto con ella y preguntarnos “¿Hasta cuándo?”; pero esperamos con paciencia (véase Romanos 8:20-23, Habacuc 1:2).

En cuanto a los impíos, la Palabra nos declara que “sobre los tales ya de largo tiempo la condenación no se tarda, y su perdición no se duerme” (2 Pedro 2:3). Estamos puestos a prueba; pero agradezcamos a Dios por su paciencia, su longanimidad y su benignidad que guía al arrepentimiento (véase Romanos 2:4). ¡Qué paciencia! Ciertamente él conoce el corazón del hombre. Lo declara: “Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso” (Jeremías 17:9). La envidia y el celo consumen a los hombres, incitándoles a dañar a su prójimo, para abatirlo y elevarse ellos mismos por encima de él. Es “la envidia del hombre contra su prójimo” (Eclesiastés 4:4). Los siglos no cambiaron. Así es el corazón del hombre, cuando no es purificado por la Palabra.

No esperemos tiempos prósperos, ni un mejoramiento del mundo, sino todo lo contrario. Sin duda, el cristianismo ha tenido una influencia beneficiosa sobre el mundo; pero ésta tiende a desaparecer bajo las olas ascendentes de la incredulidad y de la apostasía que se prepara; desaparecerá con el arrebatamiento de la Iglesia y la salida del Espíritu Santo.

El apóstol Pablo nos dice lo que serán los hombres del fin. “En los postreros días vendrán tiempos peligrosos. Porque habrá hombres amadores de sí mismos, avaros, vanagloriosos, soberbios, blasfemos, desobedientes a los padres, ingratos, impíos, sin afecto natural, implacables, calumniadores, intemperantes, crueles, aborrecedores de lo bueno, traidores, impetuosos, infatuados, amadores de los deleites más que de Dios, que tendrán apariencia de piedad, pero negarán la eficacia de ella” (2 Timoteo 3:1-5). En los tiempos en los cuales vivimos, ¿no vemos el cuadro que el apóstol nos describe? ¿Acaso el hecho de que no somos del mundo significa que debemos permanecer indiferentes a todo aquello que en él ocurra? De ninguna manera. Velemos para que no seamos arrastrados por esa corriente que lleva a los hombres a la perdición, y estemos atentos a lo que nos dice la Palabra sobre cuál ha de ser nuestra actitud.

“Exhorto ante todo” (1 Timoteo 2:1). Esta exhortación es de suma importancia, porque está colocada en primera fila. “Que se hagan rogativas, oraciones, peticiones y acciones de gracias, por todos los hombres”. Rogativas, oraciones, intercesiones en favor de ellos, pero también dar gracias por la bondad, la paciencia y el sostén que Dios tiene para con ellos, los cuales no le están agradecidos, cuando “hace salir su sol sobre malos y buenos, ... hace llover sobre justos e injustos” (Mateo 5:45).

Dios nos pide que oremos por todos los hombres sin excepción, porque Él los ama a todos, hasta a nuestros enemigos. Nos dice: “Amad a vuestros enemigos... y orad por los que os ultrajan y os persiguen” (Mateo 5:44).

Así pues, no debemos ser indiferentes a la gracia y al amor de Dios para con todos los hombres, sobre todo nosotros que somos los principales beneficiarios. También el apóstol Pablo estaba constreñido por ese amor; era embajador en nombre de Cristo, del ministerio de la reconciliación; y así rogaba en nombre de Cristo: “Reconciliaos con Dios” (2 Corintios 5:14, 20).

En el mundo, tenemos un trabajo de amor que cumplir, una batalla que librar por medio de la oración con aquellos que batallan por el Evangelio. “La oración eficaz del justo puede mucho” (Santiago 5:16). Hagámoslo con mucha más diligencia, pues “se acerca el día” (Romanos 13:12), día de gloria para nosotros, pero de juicio para el mundo. “Vosotros sois la luz del mundo” (Mateo 5:14), dijo el Señor a sus discípulos. Ella debe alumbrar delante de los hombres; no la pongamos debajo de un almud. Hagamos que alumbre, ya que la noche avanza y se torna más oscura.