La venida del Señor

1 Tesalonicenses 4:13-18

Recordemos que hay un Hombre en el cielo, a la diestra de Dios, y que estamos unidos a él por el Espíritu Santo, tanto individual como colectivamente, como Iglesia, cuerpo de Cristo cuya Cabeza está en el cielo. “Lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia, la cual es su cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo” (Efesios 1:22-23).

El jefe, o la Cabeza, es del cielo y el cuerpo también es del cielo. La vocación de la Iglesia es celestial y no terrenal. Y, si esto es así, el lugar de la Iglesia es con su Cabeza, en el cielo. Hemos sido ya resucitados en él y sentados juntamente con él en los lugares celestiales, y la prueba de que estaremos con él es que él está en el cielo. La muerte no es la esperanza del creyente, sino la venida del Señor Jesús para introducirlo en su gloria. La muerte puede llegar, y entonces nuestra alma irá con el Señor si hemos creído, pero éste no es el momento en el cual estaremos junto a él en la plenitud de la redención. El Señor Jesús dice en Juan 14:3: “Vendré otra vez”. El Señor Jesús no permanecerá para siempre en el cielo, sino que el cielo se abrirá y él vendrá delante de los suyos. No debemos confundir la reunión de los creyentes con el Señor Jesús, y su aparición en gloria con ellos ante el mundo.

La Iglesia es celestial y su lugar está en el cielo. Lo que ella espera es su encuentro allí con el Señor Jesús; pero lo que vendrá sobre el mundo es el juicio por aquel varón a quien Dios designó para ello, el Señor Jesús, cuando aparezca en gloria (véase Hechos 17:31).

En Colosenses 3:4 está escrito: “Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria”. Para poder ser manifestados con el Señor Jesús en gloria, es preciso que antes estemos con Él. Su venida en gloria está precedida por su venida por los creyentes. Esto último lo encontramos en Juan 14:1-3. Es lo que el Señor pone ante el corazón de sus discípulos para consolarlos: “Vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo”. ¿Existe mayor prueba del deseo de su amor? Es el mismo Jesús cuyo amor inalterable conocieron sus discípulos, el que veremos y al que seremos hechos semejantes. No enviará a cualquiera para buscarnos; no enviaríamos cualquier siervo a buscar a la persona que amamos, iríamos nosotros mismos. Así el Señor Jesús vendrá personalmente para llevarnos con él, porque no quiere otro lugar para nosotros.

Él dijo: “Y si me fuere y os preparare lugar...” (Juan 14:3). Aquí habla de la obra que iba a realizar, y ahora el lugar está preparado. Iba a la casa del Padre, y era su derecho, pero nosotros no tenemos ningún derecho de ir allá, de modo que tuvo que abrirnos el camino. La obra de nuestra redención está cumplida. Subió al cielo y está junto a Dios, a su diestra. Su posición allá es la prueba de que somos aceptos delante de Dios, y de que nuestro lugar está preparado. En 1 Tesalonicenses 4:13-18, encontramos la forma en que el Señor vendrá a tomar a los suyos. Llama la atención que en cada capítulo de esta epístola se haga referencia a la venida del Señor.

El apóstol Pablo había enseñado a los tesalonicenses la verdad de que el Señor Jesús vendría del cielo para buscar a los suyos, y vivían esperando su venida. Esta esperanza era tan viva en sus corazones que se entristecieron cuando uno de ellos murió, pensando que no estaría presente para la venida del Señor. Pero el apóstol les consuela con estas palabras: “No precederemos a los que durmieron” (v. 15). La parte de los que durmieron en Jesús no será en ningún respecto inferior a la de los vivos; Dios vela sobre sus restos y los resucitará.

Notemos que Pablo no menciona ningún acontecimiento que preceda a la venida del Señor Jesús; dice: “Nosotros que vivimos, que habremos quedado hasta la venida del Señor, no precederemos a los que durmieron” (v. 15). Se cuenta entre aquellos que estarán viviendo en la venida del Señor Jesús. Pero, se dirá: «Hace ya veinte siglos que el Señor lo dijo y aún no ha venido». Esto quiere decirnos sencillamente que el momento está ahora más cerca que entonces y, si el Señor Jesús ha esperado, lo ha hecho a fin de desplegar su gracia y su misericordia hacia los pecadores.

¡Qué felicidad pensar en el Señor Jesús que ha de venir! (Hebreos 10:37). Su corazón espera que estemos cerca de él. Que los nuestros también permanezcan en esta espera, no sólo con la inteligencia, sino que nuestros corazones realmente le esperen. Un corazón apegado al Señor Jesús desea verle y estar junto a él por toda la eternidad. “Porque el Señor mismo con voz de mando...”, es decir, con un fuerte llamamiento, “descenderá del cielo”. Aquí está el primer acto: el Señor Jesús se levanta del trono del Padre, donde está sentado ahora, y desciende. Pero para oír la voz del Señor en ese momento, debemos haberla oído aquí abajo y haber creído en su Palabra: “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco” (Juan 10:27). Esta voz de mando que nos llama, la voz del Señor Jesús, se escuchará y los muertos en Cristo resucitarán y saldrán de sus tumbas. No faltará ninguno a su llamamiento, todos aquellos que han muerto en Cristo resucitarán, incorruptibles, con cuerpos gloriosos, para poder ser introducidos en la presencia de Dios, en donde no puede haber corrupción.

¿Quiénes son estos muertos en Cristo? Son todos los que “conforme a la fe murieron”, tanto los cristianos como los creyentes del antiguo pacto (Hebreos 11:1-16). Todos oirán la voz del Señor y serán resucitados incorruptibles. ¡Qué cosa tan maravillosa! Ésta es la primera resurrección, la resurrección de vida, porque habrá una resurrección de los malos para ser traídos ante el gran trono blanco (Apocalipsis 20:11-15).

“Luego nosotros los que vivimos…” (El mundo dice: «todos moriremos». No, dice el apóstol, “no todos dormiremos”), “…seremos arrebatados juntamente con ellos”, junto con los muertos en Cristo. Pero ¿cómo podemos ser arrebatados junto con los resucitados para encontrar al Señor? El pasaje de 1 Corintios 15:51-52 dice que “seremos transformados, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos”. Cuando oigamos la preciosa voz del Señor, todos seremos transformados a su imagen y arrebatados para encontrar al Señor en el aire.

¿Es ésta la perspectiva para nuestros corazones? Pero, si oímos esta tarde esa voz, ¿seremos del número de aquellos que, al escuchar la voz del Buen Pastor, la reconocen inmediatamente? La reconoceremos solamente si hemos creído en la obra del Señor Jesús, quien llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero. Si la perspectiva de un cristiano es tan magnífica y su esperanza tan gloriosa, ¡cuán terrible es pensar que aquellos que no han creído serán dejados atrás!

Podría parecer que cuando esto llegue y los redimidos del Señor en cada lugar de la tierra sean arrebatados, aquellos que se queden se arrepientan ante tal evidencia y se conviertan. Pero cuando fue arrebatado Enoc, quien había anunciado el juicio, ¿causó alguna impresión sobre los habitantes de la tierra? Ninguna, e igualmente será cuando sea arrebatada la Iglesia. Vemos en la Palabra que habrá un poder engañoso para que crean la mentira y que el Espíritu Santo, que ahora detiene el pleno desarrollo del mal, será arrebatado (véase 2 Tesalonicenses 2:6-12). Veamos a las vírgenes insensatas, en Mateo 25, que decían “¡Señor, señor, ábrenos!”; pero qué cosa terrible él les responde: “De cierto os digo, que no os conozco” (v. 11-12).

Hemos visto la venida del Señor por los creyentes; fijémonos ahora un momento en lo que vendrá a continuación. Ahora somos hijos de Dios (deseo que cada uno de los que leen estas líneas pueda decirlo), estamos sellados con el Espíritu Santo y nuestro lugar está en la casa del Padre. ¿A quién encontramos allá? Al Señor Jesús.

Podríamos tener gloria sobre gloria, pero no sería el cielo si el Señor Jesús no estuviese allí. Ahora bien, él está allá, y es “el primogénito entre muchos hermanos” (Romanos 8:29).

Estaremos siempre con él y nada podrá separarnos de él. Ya ahora nos tiene en sus manos y nadie puede arrebatarnos de allí, aunque a veces, por nuestras propias faltas, nos apartamos de él y perdemos el gozo de su comunión, aunque él no nos abandona. Pero cuando nos reunamos con él, todas las imperfecciones y debilidades de esta tierra se acabarán y seremos perfectos, habiendo sido revestidos con un cuerpo glorioso y transformados a su semejanza.

En Apocalipsis vemos que los creyentes, santos glorificados en los cielos, estarán siempre con el Señor. Estarán allá para celebrar al Cordero que fue inmolado, y participar de las bodas del Cordero (5:8; 19:7-8). Adonde él vaya, ellos irán; y donde él esté, ellos estarán.

En la tierra somos siervos. Cada uno de nosotros tiene su servicio asignado por el Señor, por más pequeño que parezca este servicio. Veamos entonces en Lucas 12:35-40 cómo trata el Señor a sus siervos: “Se ceñirá, y hará que se sienten a la mesa, y vendrá a servirles” (v. 37).

Mientras esperamos su venida, somos exhortados a tener “ceñidos nuestros lomos” y a velar; pero entonces estaremos en la atmósfera del amor de Dios, y el Maestro, a quien sus siervos sirvieron, les servirá a su tiempo con amor eterno. ¿Hay algo más precioso? Ni aun toda la imaginación del hombre podría haberse figurado estas cosas. “Antes bien, como está escrito: Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman. Pero Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu” (1 Corintios 2:9-10).

En la tierra somos el cuerpo de Cristo, y cuando los creyentes que duermen sean resucitados y nosotros transformados, todos los miembros del cuerpo estarán con su Cabeza en el cielo, en perfección. Cristo se presentará a sí mismo a la Iglesia, su esposa, sin mancha ni arruga e irreprensible (Efesios 5:27). Ella será tal cual la quiere su corazón: en su frescura y belleza inalterables. Entonces oiremos estas voces en el cielo: “¡Aleluya, porque el Señor nuestro Dios Todopoderoso reina! Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque han llegado las bodas del Cordero” (Apocalipsis 19:6-8).

Se emociona el corazón al pensar en estas multitudes celestiales que darán gloria a Dios. Jesús entrará en su reino, y no será para estar solo; quiere tener a su amada esposa por compañera. Esta unión será proclamada en el cielo.

Todas estas cosas ¿no deleitan nuestros corazones haciéndonos estallar en acciones de gracias?

Aún un poco de tiempo, un poquito de tiempo y él vendrá para introducirnos con él en la felicidad eterna. Mientras esperamos este momento, velemos; vivamos separados del mundo y como pertenecientes al cielo; y andemos en la tierra de manera tal que sea para Su gloria.