Los hijos de Isacar eran entendidos en los tiempos para saber lo que Israel debía hacer (1 Crónicas 12:32), y a nosotros también el apóstol Pablo dirige esta exhortación a conocer, discernir el tiempo en que nos encontramos, un tiempo único, más bien corto pero precioso, tiempo que no volverá más: el tiempo que precede a la venida del Señor.
Esperamos al Señor hoy. Cada día, cuando nos despertamos, podemos decir: «Quizá venga hoy el Señor». ¿Nos impedirá este pensamiento trabajar u ocuparnos de las cosas necesarias de la vida? No, pero si tenemos siempre presente el hecho de que de un momento a otro podemos abandonar todas estas cosas, las haremos de un modo muy diferente. Tomarán para nosotros su verdadero valor, el valor que tendrán para nuestros corazones el día en que seremos semejantes a Él, cuando veremos que todo lo que no fue Cristo, todo lo que no fue hecho con Él, ¡no era más que pérdida, vanidad y aflicción de espíritu! (Eclesiastés 2:26).
Desde el momento de su conversión, el cristiano es como un viajero que espera la salida de un tren. Puede interesarse por lo que ve, por lo que sucede a su alrededor, incluso tomar parte, pero su corazón no está allí; su corazón se halla ocupado en lo que está esperando y, en cuanto el tren aparezca, no le costará nada dejar aquello que por un momento atrajo su atención.
Igual que las vírgenes de Mateo 25, debemos salir del mundo. “Salir”, es suprimir todo aquello que impide al corazón esperar al Señor. Hemos oído hablar de su venida y hemos creído en eso. Entonces dejamos el mundo, nos separamos de las cosas que hay en él, pero, después de haberlo dejado «en las cosas más grandes» ¿no corremos el peligro de regresar «a las cosas más pequeñas»? Satanás hace todo lo posible para impedirnos esperar al Señor, porque sabe que esa espera es el único medio para nosotros de llevar a la práctica nuestro carácter celestial el cual tanto quiere hacernos perder. Así, imagina toda clase de distracciones para desviar nuestros corazones de Cristo. Ojalá recordemos estas palabras: “La noche está avanzada, y se acerca el día” (Romanos 13:12), el día en que le veremos, en el que ya no tendremos que luchar, velar, combatir ni juzgarnos, sino que todo será reposo, paz y adoración ante su faz. ¿No nos lamentaremos en ese día de gloria cuando nos demos cuenta de que el poco tiempo que nos había dado para glorificarlo en la tierra lo hemos derrochado?
El conocimiento de su regreso, tan próximo, debe producir un efecto práctico en toda nuestra vida: “Vistámonos las armas de la luz” (Romanos 13:12). Las armas de la luz consisten en tener presente que estamos siempre en la luz de la presencia de Dios, y en la medida que nos damos cuenta de que estamos en esa luz, el pecado no tiene ninguna influencia sobre nosotros, porque es puesto al descubierto y juzgado inmediatamente, del mismo modo que un ladrón que lograra entrar en una tienda muy iluminada sería descubierto enseguida, ya que nada puede esconderlo de las miradas. Pero si hay recovecos oscuros en nuestro corazón, el mal viene y se aloja en ellos. Satanás se aprovecha de ello para hacer su obra, y el Señor, que tuvo que morir para quitar nuestro pecado, es así deshonrado.
El apóstol añade aún: “Vestíos del Señor Jesucristo”. No es como en Efesios o en Colosenses, donde vestirse de Cristo es algo cumplido y que concierne a nuestra posición ante Dios; posición absolutamente segura desde el momento que creímos, posición bendita y preciosa, puesto que Dios nos ve en Él. Aquí se trata del andar, de revestir el carácter de Aquel que fue hombre aquí abajo, lleno de dulzura, amor y compasión, siempre humilde, que tomó el último lugar, siempre incomprendido, tanto más injuriado cuanto hacía la voluntad de su Padre. Estemos ocupados en él, y mucho; entonces nos revestiremos de Él con toda naturalidad, reproduciremos en nuestra vida sus rasgos, pues hemos recibido la misma naturaleza que él.
Ocuparse del Señor, ése es el lado positivo de la vida cristiana. Un corazón ocupado en él no tendrá tiempo de buscar otra cosa. Pero, en cuanto desviamos de él la vista, la carne reclama sus derechos, quiere que pensemos en ella para satisfacer sus deseos, tal vez muy legítimos y honrados, pero que no son Cristo. ¿No es terrible ceder a sus concupiscencias, cumplir lo que quiere esa vieja naturaleza, cuando el Hijo de Dios murió para que terminásemos con ella para siempre?
Que se nos conceda dejarla allí donde Él la puso, no ocuparnos de ella, mantenerla en la muerte. El secreto para ello, es ocuparse de él, de su Persona, de lo que él es. Deseamos crecer a semejanza suya y, para ello, quizá hacemos muchos esfuerzos, luchamos, trabajamos, cuando sólo hay que hacer una cosa: alimentarse de él, velar para no llenar nuestro estómago espiritual de toda clase de cosas que no son Cristo. Alimentarse de Cristo, escuchar su voz en su Palabra, rumiar esa Palabra y digerirla, he aquí el secreto del crecimiento, la manera de ser semejantes a él ya aquí abajo, para llevar de un modo digno de él el buen nombre que grabó sobre nosotros, de manera que los hombres puedan decir hoy de nosotros lo que se decía de los primeros discípulos: “Les reconocían que habían estado con Jesús” (Hechos 4:13).