Las dispensaciones /10

La ley y la gracia (2)

¿Por qué pues la ley?

La ley no podía “vivificar” (Gálatas 3:21). “Era débil por la carne” (Romanos 8:3); aplicada a la carne, ésta no podía traer ningún buen resultado. En sí misma, era buena (Romanos 7:12), como correcta expresión de las exigencias de Dios para con el hombre natural, pero demandaba el bien de parte de aquellos que eran incapaces de cumplirlo, y ella prohibía el mal a aquellos que no podían dejar de practicarlo. Comprendemos así por qué se hace esta pregunta: “¿Para qué sirve la ley?” (Gálatas 3:19).

Encontramos la respuesta en la epístola a los Gálatas y a los Romanos. La ley “fue añadida a causa de las transgresiones” (Gálatas 3:19), es decir «con el propósito de hacer resaltar el mal por medio de las transgresiones» (nota de la versión francesa de J. N. Darby). Ella “se introdujo para que el pecado abundase; mas cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia” (Romanos 5:20). Los dos términos “añadido” e “introdujo” evocan el hecho de que después de la época de los patriarcas, en la cual las promesas de Dios aseguraban sus dones a aquellos en quienes había fe (compárese con Gálatas 3:18), complació a Dios introducir por algún tiempo algo nuevo, que era la ley.

La función de la ley era hacer conocer el pecado: “por medio de la ley es el conocimiento del pecado”; “yo no conocí el pecado sino por la ley” (Romanos 3:20; 7:7).

La ley era una prueba para el hombre, de su na-turaleza corrupta, de lo que el apóstol Pablo llama “el pecado” en Romanos 7. Era necesario para el pecado “mostrarse pecado”; hacía falta que “por el mandamiento”, llegase a ser “sobremanera pecaminoso” (v. 13). La ley era pues una experiencia que Dios hacía con el hombre —con Israel en representación de la humanidad— para manifestar su irremediable estado de perdición. Ella era necesaria para el hombre, no para Dios, quien conocía todo de antemano.

La gracia de Dios durante la dispensación de la ley

¡Si Dios no hubiese manifestado su gracia a lo largo de la dispensación de la ley, el pueblo de Israel no habría podido subsistir un solo día! Veamos algunos testimonios de esta gracia en el Antiguo Testamento.

  1. La elaboración del becerro de oro, en el mismo momento en que la ley era dada, atrajo sobre el pueblo un juicio total y definitivo. Pero en respuesta a la intercesión de Moisés, Dios ejerció la misericordia —y al mismo tiempo que el juicio— para con el pueblo que era llamado por su nombre (Éxodo 32 a 34). Es notable ver que Moisés, el legislador, tenía un profundo conocimiento de la gracia y de la bondad de Dios. ¡Cuántas veces lo vemos recurrir a la misericordia divina a lo largo de los cuarenta años de la travesía del desierto! (véase por ejemplo Números 14:17-20). Dios declara que habría destruido a su pueblo, “de no haberse interpuesto Moisés su escogido delante de él, a fin de apartar su indignación” (Salmo 106:23). Aparte de la intervención de Moisés, Dios tenía además otras razones para usar de misericordia para con su pueblo. Cumplía las promesas que él había hecho a Abraham, Isaac y Jacob (Deuteronomio 9:5). También debía tener en cuenta su gloria ante las naciones que sabían que él era el Dios de Israel (Ezequiel 20:9, 14, 22). Poco antes de la entrada de Israel en Canaán, oímos al conductor recordar al pueblo sobre qué base va a recibir el país: “Por tanto, sabe que no es por tu justicia que Jehová tu Dios te da esta buena tierra para tomarla; porque pueblo duro de cerviz eres tú” (Deuteronomio 9:6). Este pueblo estaba bajo la ley, pero no “por las obras de la ley” heredaba la bendición.
  2. La institución de los sacrificios era, en sí misma, una manifestación de la gracia de Dios. Cuando un hombre había pecado, debía traer al altar un animal sin defecto, poner la mano sobre la cabeza de éste como señal de identificación, y degollarlo. “Y le hará el sacerdote expiación de su pecado que habrá cometido, y será perdonado” (Levítico 4:35). También debía confesar su pecado (5:5). Hoy sabemos que “la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados” (Hebreos 10:4). Pero los sacrificios eran imágenes de la obra de Cristo, y Dios los tenía en cuenta a causa del valor que representaban. El gran principio de la sustitución (el hecho de que alguien ocupe el lugar del culpable bajo el juicio de Dios) también era puesto ante las conciencias, en espera de la manifestación del “Cordero de Dios”.
  3. Al leer los salmos de David, estamos sorprendidos al ver que, por la enseñanza del Espíritu Santo, su fe se elevaba muy por encima del sistema de la ley. En el Salmo 51, donde confiesa su grave falta, comprende que Dios espera del pecador algo más profundo que un sacrificio por el pecado. “Porque no quieres sacrificio, que yo lo daría; no quieres holocausto. Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado; al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios” (v. 16-17). El arrepentimiento es puesto ante nosotros con una claridad que se acerca a la del Nuevo Testamento. Y, como lo enfatiza el apóstol Pablo, “David habla de la bienaventuranza del hombre a quien Dios atribuye justicia sin obras, diciendo: Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas, y cuyos pecados son cubiertos. Bienaventurado el varón a quien el Señor no inculpa de pecado” (Romanos 4:6-8, citando Salmo 32:1-2). Este pasaje del salmo demuestra claramente que David fue justificado sobre el principio de la fe, y no sobre el de obras. Incluso podemos afirmar que nadie, durante la dispensación de la ley, fue justificado de otra manera que por la fe. Esto resulta de la declaración del apóstol: “Que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él” (Romanos 3:20; compárese con Gálatas 2:16). “Sin fe es imposible agradar a Dios” (Hebreos 11:6).
  4. Cuanto más avanza el tiempo en la historia de Israel, más las tinieblas morales del hombre se acentúan, y más clara y precisa también se torna la revelación divina. Los profetas anuncian el estado irremediable del hombre —la ruina del pueblo así como la de los individuos— pero al mismo tiempo proclaman los conmovedores llamamientos de un Dios que perdona. “Vuélvete, oh rebelde Israel, dice Jehová; no haré caer mi ira sobre ti, porque misericordioso soy yo, dice Jehová, no guardaré para siempre el enojo. Reconoce, pues, tu maldad, porque contra Jehová tu Dios has prevaricado” (Jeremías 3:12-13). “Convertíos, hijos rebeldes, y sanaré vuestras rebeliones” (3:22). “Yo, yo soy el que borro tus rebeliones por amor de mí mismo, y no me acordaré de tus pecados” (Isaías 43:25). “Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar” (55:7). Arrepentimiento, perdón: éstos son ya elementos del Evangelio que pronto será predicado por todas las naciones. Y todavía más lejos que esto, mirando al futuro que se aproximaba, los profetas hablan de Aquel que sufriría a causa de los pecados del pueblo, y que llevaría sus iniquidades (Isaías 53:6, 8, 11).

No bajo la ley, sino bajo la gracia

Muchos cristianos desde el tiempo de los apóstoles, si bien comprenden que no pueden ser justificados ante Dios por la ley, consideran, no obstante, a ésta como su regla de vida. ¿A esto nos llama Dios acaso? ¡No! Varios pasajes lo establecen con claridad. Y primero éste: “No estáis bajo la ley, sino bajo la gracia” (Romanos 6:14). De ninguna manera estamos bajo la autoridad de la ley. Estamos bajo el maravilloso régimen de la gracia de Dios.

“La ley no fue dada para el justo, sino para los transgresores y desobedientes, para los impíos y pecadores…” (1 Timoteo 1:9). La ley expresa las exigencias de Dios respecto del hombre natural, y sirve para demostrar su estado de perdición. Pero ella no es la motivación del justo para su andar en un camino de justicia.

“Porque el pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia” (Romanos 6:14). Este pasaje nos enseña una cosa muy humillante: que si estuviésemos bajo la ley, seríamos esclavos del pecado. ¿Por qué? Porque una contención impuesta a la carne —prohibición u obligación— estimula la oposición de ésta. “El pecado, tomando ocasión por el mandamiento, produjo en mí toda codicia”, y “me engañó” (7:8, 11). “Las pasiones pecaminosas… eran por la ley” (7:5). “El poder del pecado” es “la ley” (1 Corintios 15:56). “Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden” (Romanos 8:7).

En Romanos 7, el apóstol Pablo expresa con la mayor fuerza la ruptura que intervino entre la ley y el creyente. (Las cosas son consideradas desde el punto de vista de alguien que estaba bajo la ley.) De la misma manera que la muerte de un cónyuge pone fin a la relación del matrimonio, la muerte de Cristo puso fin a toda relación entre la ley y el creyente. ¿Cómo? Estamos muertos con Cristo. Así, con respecto a la ley, somos muertos. Ya no tiene ella más autoridad sobre nosotros. “Porque yo por la ley soy muerto para la ley” (Gálatas 2:19). A los cristianos que se ponían bajo un sistema de preceptos, el apóstol pregunta: “Pues si habéis muerto con Cristo en cuanto a los rudimentos del mundo, ¿por qué, como si vivieseis en el mundo, os sometéis a preceptos tales como: No manejes, ni gustes, ni aun toques…?” (Colosenses 2:20-21). En la imagen matrimonial de Romanos 7, Pablo considera a la ley como el viejo marido, y a Cristo como el nuevo. No se puede estar en relación con los dos a la vez.

En la cristiandad se afianzó la noción de que estamos muertos a la ley ceremonial —la circuncisión, las fiestas judías, los sacrificios… habiendo sido puestos de lado— pero que no estamos muertos a la ley moral. Se ha concluido que esta ley, si bien no es el medio de nuestra justificación, es al menos nuestra regla de vida. A esto podemos responder, con la Escritura, que la ley es un todo inseparable: “Otra vez testifico a todo hombre que se circuncida, que está obligado a guardar toda la ley” (Gálatas 5:3). Poner a los cristianos bajo una parte de la ley, ya sea de sus ceremonias o de sus instrucciones morales, es ponerlos bajo la ley y hacerles abandonar a Cristo (compárese v. 2 con v. 4). En otra parte, el apóstol escribe: “Habéis muerto a la ley mediante el cuerpo de Cristo, para que seáis de otro… a fin de que llevemos fruto para Dios” (Romanos 7:4). Estamos muertos “a la ley” y no a una parte de la ley. Además, si el apóstol habla de “llevar fruto para Dios”, es cuestión de nuestro caminar práctico. Se puede llevar tal fruto sólo si estamos totalmente liberados del yugo de la ley.

La ley pide. Cristo da. A los que viven de Su vida, Él les da el poder hacer más de lo que la ley pedía. Esto se transformará en una realidad práctica en la medida que nos consideremos nosotros mismos por muertos, y nos dejemos conducir por el Espíritu, la potestad de nuestra nueva vida: “para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Romanos 8:4).

Tenemos una nueva naturaleza que ama la voluntad de Dios y que se complace en cumplirla. “Estad, pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres” (Gálatas 5:1). En la práctica de esta libertad, podemos caminar siguiendo las pisadas de Cristo. Ahora bien, con toda seguridad, su vida de abnegación era mucho más que la mera obediencia a la ley. “En esto hemos conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros; también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos” (1 Juan 3:16). “El que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo” (2:6).

No obstante, el apóstol Pablo nos hace una advertencia: “A libertad fuisteis llamados; solamente que no uséis la libertad como ocasión para la carne” (Gálatas 5:13). Bajo pretexto de libertad, bajo pretexto de que ya no estamos más sometidos a la ley —lo cual es verdad— podríamos dar rienda suelta a la carne. ¡Tengamos cuidado! ¡No nos imaginemos que lo que antes era el mal pueda ser hoy el bien!

El Señor Jesús y la ley

“Cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley” (Gálatas 4:4-5).

Hombre perfecto, cumplió plenamente la ley. Pero, en su absoluta obediencia y abnegación a la voluntad de su Padre, hizo mucho más de lo que pedía la ley.

Cuando presenta los principios morales del reino de los cielos, muestra que la medida divina es más elevada que la ley. Repite varias veces: “Oísteis que fue dicho a los antiguos… Pero yo os digo…” (Mateo 5:21 y siguientes). Si bien ciertos puntos que menciona se refieren más bien a la tradición de los judíos, otros hacen claramente alusión a la ley. Además, advierte solemnemente a aquel que se atreva a quebrantar “uno de estos mandamientos muy pequeños” de la ley, y “así enseñe a los hombres” (5:19).

En su enseñanza y en su andar, el Señor honró perfectamente la ley. No obstante, no tiene, como los profetas, el propósito de volver a traer al pueblo a la ley. Pone en evidencia la incapacidad del hombre para obtener la vida por medio de sus obras, y la inutilidad de la ley para traer la bendición. Vemos esto, por ejemplo, en la parábola del buen samaritano. Un intérprete de la ley se acerca a Jesús, y le pregunta —para probarlo—: “Maestro, ¿haciendo qué cosa heredaré la vida eterna?” (Lucas 10:25). El Señor lo deja en su opinión y le pregunta: “¿Qué está escrito en la ley?” Habiendo respondido el hombre muy correctamente, el Señor le dice: “Haz esto, y vivirás” (v. 26, 28). Pero el doctor de la ley tiene conciencia de no poder alcanzar la medida, y pregunta: “¿Y quién es mi prójimo?” (v. 29). El Señor le responde con la muy conocida parábola, que no sólo resuelve la cuestión de saber quién es el prójimo, sino que muestra que el hombre necesita un Salvador que lo tome completamente a su cargo, la ley —representada por el sacerdote y el levita— que no le era de ninguna ayuda.

En una entrevista con un escriba que no estaba “lejos del reino de Dios”, el Señor resume la ley de la misma manera que el intérprete de la ley en Lucas 10: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón… y… amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Marcos 12:28-34). “Como a ti mismo”, era la medida de la ley. El Señor se entregó a sí mismo por nosotros. ¡De qué manera esta medida sobrepasa a la de la ley!

El legalismo

Si bien las parábolas del Señor Jesús se distinguían con frecuencia por la gracia, le oímos sin embargo expresarse con gran severidad cuando se dirige a los jefes religiosos de los judíos —escribas, doctores de la ley, fariseos— quienes utilizaban su pretendida observancia de la ley para alimentar su propio orgullo.

El fariseo de la parábola de Lucas 18 se enaltece de ayunar dos veces por semana, y de dar diezmos de todo lo que gana (v. 12). Guardar días de ayuno, dar diezmos de su renta, son mandamientos relativamente fáciles de observar, ¡mucho más fáciles que amar verdaderamente a Dios o a su prójimo! Al observar escrupulosamente ciertos mandamientos, y desatendiendo otros, podemos —muy fácilmente— darnos la ilusión de ser justos, y ser tentados a dar esta imagen también a aquellos que nos rodean. Este estado el Señor lo denuncia con vehemencia en su solemne requerimiento de Mateo 23. “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque diezmáis la menta y el eneldo y el comino, y dejáis lo más importante de la ley: la justicia, la misericordia y la fe. Esto era necesario hacer, sin dejar de hacer aquello” (v. 23).

El Señor distingue cosas más importantes de otras que son de menor valor. ¡Qué lección para nosotros! Él no dice que se debían poner de lado las menos importantes, sino que pide que se dé prioridad a aquellas que son las más importantes. Y siempre son aquellas que más profundamente nos comprometen.

Tenemos lo externo y lo interno, “lo de fuera” y “lo de dentro” (v. 25-28), lo que los hombres ven y lo que sólo Dios ve. “Así también vosotros por fuera, a la verdad, os mostráis justos a los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía e iniquidad” (v. 28). ¡Cuán aborrecible es este apego a las formas exteriores mientras que el corazón no es recto ante Dios!

Este estado de espíritu —que llamamos legalismo— conduce a añadir mandamientos humanos a la Palabra de Dios, y así a deformarla y anularla. El Señor dirige este reproche a los judíos: “Hipócritas, bien profetizó de vosotros Isaías, cuando dijo: Este pueblo de labios me honra; mas su corazón está lejos de mí. Pues en vano me honran, enseñando como doctrinas, mandamientos de hombres” (Mateo 15:7-9).

El libro de los Hechos y las epístolas ponen ante nosotros otra forma de legalismo: la que dio origen a la transición de la dispensación de la ley a la de la gracia. Es comprensible que los judíos, vinculados desde su infancia con su ley, con sus ordenanzas, con sus privilegios, hayan tenido dificultad para abandonar el sistema judaico. Y Dios usó de gran paciencia para con ellos. Pero eso fue la ocasión para que, por medio del apóstol Pablo, se dieran para todos los tiempos las instrucciones necesarias para que seamos guardados de ponernos, de una u otra forma, bajo el yugo de la ley, y ser privados de nuestra libertad en Cristo. Dios quiera que nos mantengamos firmes en esta libertad, sin usarla “como ocasión para la carne” (Gálatas 5:1, 13).

El afecto de un corazón humilde y amante de la letra como también del espíritu de las Escrituras nada tiene en común con el legalismo. Escudriñándolas sentados a los pies del Señor, podemos aprender a conocer lo que a él le agrada, para andar de una manera digna de él.