Elías, notable hombre de Dios, había dado un poderoso testimonio a Dios en el monte Carmelo (1 Reyes 18:20-40). A causa de esto, y por el milagro que Dios había hecho, el pueblo de Israel dejó la idolatría y volvió a Dios, por lo menos exteriormente. El profeta no tuvo miedo de hacer morir a los profetas de Baal en presencia del rey Acab. Pero la venganza de Jezabel, mujer de Acab, no tardó en llegar: Cuando supo la noticia, esta mujer decretó su muerte. Entonces, el hombre valeroso del monte Carmelo de repente se llenó de tal miedo que huyó por su vida (19:1-3).
¿No nos sucede lo mismo también a nosotros? Cosas comparativamente pequeñas logran quebrantarnos.
¿Era la voluntad de Dios que Elías abandonara el país? Ciertamente que no. Hasta aquí Elías había actuado según las directivas de Dios. Era conforme a Su palabra que fuera al arroyo de Querit, después a Sarepta, luego hacia Acab (17:2-3, 8-9; 18:1). Y luego actuó de manera independiente.
Sin embargo, Dios seguía a su profeta con sus ojos. “¿Qué haces aquí, Elías?” le preguntó Dios (19:9, 13). Elías se tendría que haber sobresaltado al oír esta pregunta y asustado. Pero no, estaba enteramente ocupado de sí mismo y de su situación desesperada; hasta vino a ser el acusador de sus hermanos. “Sólo yo he quedado”, dijo (v. 10, 14). Palabras amargas salieron de sus labios. Es cierto que no conocía a las siete mil personas en Israel que servían a Dios y que no se inclinaron ante los ídolos (v. 18), pero podría haberse acordado de los cien profetas que Abdías había escondido y sustentado (18:13).
“¿Qué haces aquí, Elías?” Esta pregunta nos interpela a nosotros también. ¿Dónde estoy? ¿En el lugar que Dios me mostró o en un lugar que yo elegí?