Las dispensaciones /11

El gobierno de Dios — Conclusión

7. El gobierno de Dios

Después de habernos ocupado de la ley, no es fuera de propósito que desarrollemos en una pequeña medida el tema del gobierno de Dios, el cual ocupa un lugar importante en todas las Escrituras. Consideraremos el gobierno directo de Dios para con sus criaturas, y no tanto, como en el capítulo 3, la institución de un gobierno público sobre la tierra, que Dios confió, según las épocas, a Israel o a los gentiles.

Dios conoce todas las acciones de los hombres; las considera y las retribuye según su justicia. “Porque el Dios de todo saber es Jehová, y a él toca el pesar las acciones” (1 Samuel 2:3). “Ciertamente el justo será recompensado en la tierra; ¡cuánto más el impío y el pecador!” (Proverbios 11:31). “Dios traerá toda obra a juicio, juntamente con toda cosa encubierta, sea buena o sea mala” (Eclesiastés 12:14). “Yo Jehová, que escudriño la mente, que pruebo el corazón, para dar a cada uno según su camino, según el fruto de sus obras” (Jeremías 17:10). Y en el Nuevo Testamento: “Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará” (Gálatas 6:7). Es un principio válido en todas las dispensaciones.

La retribución divina tiene un aspecto actual y un aspecto futuro. Las acciones de los hombres producen sus consecuencias durante la vida de éstos, y ellas también producirán consecuencias en el día del juicio. Se utiliza el término «gobierno de Dios» para designar el principio de retribución actual, es decir durante el curso de nuestro paso por esta tierra. Dios obra como gobernador con una perfecta justicia. El apóstol Pedro dice que los gobernadores son enviados de Dios “para castigo de los malhechores y alabanza de los que hacen bien” (1 Pedro 2:14). Pero sea cual fuere la manera en que cumplen con su obra, Dios está por encima de todo y ejerce su gobierno según su sabiduría, su perfecto conocimiento y su soberanía.

El gobierno durante las dispensaciones

En el libro del Génesis, es decir antes de la ley, ya vemos este gobierno de Dios, ya sea con respecto al mundo (en Babel, en Sodoma y en Gomorra), o con respecto a los patriarcas. El principio de que se siega lo que se sembró se pone notablemente en evidencia en la historia de Jacob, así como en la de sus hijos.

La ley tiene cierta relación con el gobierno de Dios. No por el hecho de formular las exigencias de Dios respecto al hombre (lo cual nada tiene que ver con el gobierno), sino por el hecho de anunciar expresamente las consecuencias de la obediencia o de la desobediencia. Ella promete la vida y la bendición a aquel que la guarda, la muerte y la maldición a aquel que la desprecia. El gobierno de Dios está pues implícitamente comprendido en el principio de la ley: «haz esto, y vivirás». Los mandamientos, las instrucciones y las advertencias dadas a Israel —así como toda la bondad que Dios había testimoniado a este pueblo que él había escogido— aumentaban su responsabilidad y lo ponían, según los mismos términos de la ley, bajo su gobierno directo.

El cristianismo, a pesar de la revelación de la gracia, mantiene con toda su fuerza el principio del gobierno de Dios. “Si invocáis por Padre a aquel que sin acepción de personas juzga según la obra de cada uno, conducíos en temor todo el tiempo de vuestra peregrinación; sabiendo que fuisteis rescatados… con la sangre preciosa de Cristo” (1 Pedro 1:17-19). Nuestra salvación está asegurada. Conocemos a Dios como Padre, pero también es aquel que juzga según la obra de cada uno. Nuestros privilegios infinitamente más elevados que los que gozó el pueblo de Israel, así como la obra de salvación efectuada por nosotros, nos hacen aún más responsables. Y si Dios decía a Israel, al que había tomado por pueblo suyo: “Sed santos, porque yo soy santo” (1 Pedro 1:16), ¡cuánta más razón tiene de decirlo a aquellos que ha santificado con la sangre de Cristo! Por eso el apóstol Pedro dice antes: “Como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir” (v. 15). No se trata de que debamos lograr méritos o una determinada posición por un andar en obediencia y fidelidad. Se trata de andar en la obediencia y en la fidelidad porque Dios nos ha puesto, por la obra de Cristo, en una posición de santidad y ha hecho de nosotros sus hijos.

Según el principio de la ley, la vida y la bendición eran la retribución —según el gobierno de Dios— de la justicia práctica. Según el principio de la gracia, la vida y la bendición son el don de Dios a aquel que cree; pero Dios espera que aquellos que ha justificado, anden en justicia práctica, y que su andar produzca sus resultados presentes y futuros. “No nos cansemos, pues, de hacer bien; porque a su tiempo segaremos, si no desmayamos” (Gálatas 6:9). Según 1 Pedro 4:17, el gobierno de Dios empieza por aquellos que pertenecen a su casa, mientras que aquellos que no obedecen al Evangelio serán más tarde los objetos de este gobierno.

El milenio será el perfecto establecimiento del gobierno de Dios en la tierra, ejercido por Cristo. “De mañana destruiré a todos los impíos de la tierra, para exterminar de la ciudad de Jehová a todos los que hagan iniquidad” (Salmo 101:8).

El gobierno y la gracia

Si bien el principio del gobierno de Dios es simple de comprender, la manera en que Dios lo ejerce a menudo escapa a nuestra comprensión. Los caminos de Dios para con los hombres no sólo incluyen su gobierno. Se caracterizan por varios principios, teniendo cada uno su fuente en lo que Dios es en sí mismo. Justo y santo, debe juzgar y retribuir con justicia. Dios es amor, y debe usar de gracia y de paciencia. En su sabiduría, sabe cómo unir elementos que pueden parecernos irreconciliables. “¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos!” (Romanos 11:33).

“Por cuanto no se ejecuta luego sentencia sobre la mala obra, el corazón de los hijos de los hombres está en ellos dispuesto para hacer el mal” (Eclesiastés 8:11). La paciencia de Dios está presente en todos sus caminos para con el hombre, y éste raras veces saca provecho de ello. Ella “esperaba” ya “en los días de Noé” (1 Pedro 3:20), y espera todavía hoy, entretanto la bondad de Dios guía a los hombres al arrepentimiento. Pero aquellos que la menosprecian, “atesoran para sí mismos ira para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios, el cual pagará a cada uno conforme a sus obras” (Romanos 2:4-6).

Y no sólo vemos la paciencia de Dios manifestada continuamente en sus caminos, sino también su gracia. Desde el principio de la historia del pueblo de Israel, se manifiesta como “¡Jehová! fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad… que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado, y que de ningún modo tendrá por inocente al malvado” (Éxodo 34:6-7). Algunos siglos más tarde, el salmista reconoce: “No ha hecho con nosotros conforme a nuestras iniquidades, ni nos ha pagado conforme a nuestros pecados” (Salmo 103:10).

¿Cuándo tiene lugar la retribución?

“Vi yo al impío sumamente enaltecido, y que se extendía como laurel verde. Pero él pasó, y he aquí ya no estaba; lo busqué, y no fue hallado” (Salmo 37:35-36). Aquí se ejecuta la retribución bajo los ojos de aquel que se expresa. En otros pasajes, se la presenta como futura; ella intervendrá en el día en que Dios tomará en sus manos sus derechos sobre la tierra: “Pues de aquí a poco no existirá el malo; observarás su lugar, y no estará allí. Pero los mansos heredarán la tierra, y se recrearán con abundancia de paz” (v. 10-11). Dios decide soberanamente si su juicio debe ejecutarse ahora o más tarde. En la perspectiva del Antiguo Testamento, se trata de todas maneras de un juicio en relación con la tierra, la vida y la bendición no siendo reveladas más allá del milenio.

En el Nuevo Testamento, la retribución es considerada la mayoría de las veces en relación con la venida del Señor: “Porque el Hijo del Hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno conforme a sus obras” (Mateo 16:27). “He aquí yo vengo pronto, y mi galardón conmigo, para recompensar a cada uno según sea su obra” (Apocalipsis 22:12). El apóstol Pablo habla a menudo del día de la retribución: “Así que, no juzguéis nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor, el cual aclarará también lo oculto de las tinieblas, y manifestará las intenciones de los corazones; y entonces cada uno recibirá su alabanza de Dios” (1 Corintios 4:5; compárese con 2 Corintios 5:10). El pensamiento de la retribución está asociado a la venida del Señor en gloria (1 Tesalonicenses 3:13; 2 Tesalonicenses 1:10), mientras que su venida para tomar a los suyos con él, se relaciona más bien con el pensamiento de la liberación final (1 Tesalonicenses 1:10; 4:16-18).

En ciertos pasajes, el hecho de la retribución es puesto en evidencia sin que se precise el momento en que se llevará a cabo. Por ejemplo, respecto a la limosna, el Señor dice: “Tu Padre que ve en lo secreto, te recompensará” (Mateo 6:4; V.M.). No dice cuándo. Asimismo, el apóstol Pablo escribe: “El que siembra escasamente, también segará escasamente; y el que siembra generosamente, generosamente también segará” (2 Corintios 9:6). En otros pasajes, la retribución es evidentemente para el tiempo durante el cual estamos en la tierra: “Con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados, y con la medida con que medís, os será medido” (Mateo 7:2). A veces también se mencionan las dos etapas: “No hay ninguno que haya dejado casa, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tierras, por causa de mí y del evangelio, que no reciba cien veces más ahora en este tiempo; casas, hermanos, hermanas, madres, hijos, y tierras, con persecuciones; y en el siglo venidero la vida eterna” (Marcos 10:29-30).

¿Quién es el que retribuye?

En el Antiguo Testamento, esta función pertenecía a Jehová, al “Dios de retribuciones”; es él quien “dará la paga” (Jeremías 51:56). “Dará al hombre según sus obras” (Proverbios 24:12). No obstante, muchas veces utiliza instrumentos humanos, quienes, sin siquiera saberlo, obran de parte de Él (véase por ejemplo Jueces 1:7; 2 Samuel 16:11; Isaías 10:5-7).

En el Nuevo Testamento, el juicio final se presenta como perteneciendo a Jesucristo. “El Padre a nadie juzga, sino que todo el juicio dio al Hijo… y también le dio autoridad de hacer juicio, por cuanto es el Hijo del Hombre” (Juan 5:22, 27; compárese con Hechos 17:31; Ro-manos 2:16). En cambio, el gobierno sobre los hijos de Dios se ejerce por parte del Padre: “Si invocáis por Padre a aquel que sin acepción de personas juzga según la obra de cada uno, conducíos en temor” (1 Pedro 1:17).

Gobierno y disciplina paterna

La disciplina paterna, tal como la presenta Hebreos 12:4-11, es el conjunto de los cuidados dispensados por nuestro Padre “para que participemos de su santidad” (v. 10). Entre la disciplina y el gobierno, hay elementos comunes así como diferencias. El gobierno es una consecuencia del pasado, la disciplina se efectúa con vistas al futuro. Además, el gobierno puede ser motivo de gozo o de tristeza, según lo que hayamos sembrado “para la carne” o “para el Espíritu”. En cambio, “ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo” (Hebreos 12:11). Un acto de gobierno, cuando resulta del mal que hicimos, es una disciplina de la cual el Padre se sirve para nuestro bien. Pero hay actos de disciplina de Dios que no son de ninguna manera una retribución de malas acciones.

Ya vemos eso en el Antiguo Testamento. Los amigos de Job se equivocaron gravemente confundiendo los caminos de Dios en disciplina con sus caminos en gobierno. Para ellos, las desgracias de Job podían ser sólo el juicio divino motivado por las faltas encubiertas del patriarca (Job 4:7-8). En realidad, Job estaba en la escuela de Dios. Tenía que aprender grandes lecciones, y sus pruebas eran enviadas por Dios con el propósito de enseñárselas. Cuando el resultado fue alcanzado “quitó Jehová la aflicción de Job” y “bendijo Jehová el postrer estado de Job más que el primero” (42:10, 12).

8. Conclusión

Cosas nuevas y cosas viejas

“Todo escriba admitido como discípulo en el reino de los cielos, es semejante a un padre de familias, que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas viejas” (Mateo 13:52, V.M.). Aquí, el Señor evoca el servicio del discípulo que, conociendo las riquezas tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, puede sacar de uno y del otro abundante alimento para el pueblo de Dios. Es un estímulo a leer y a escudriñar las Escrituras que habían sido dadas a los judíos.

Sin embargo, todo lo que hemos considerado hasta aquí y que concierne a:

  • la revelación progresiva que Dios ha dado de sus pensamientos y de sus planes,
  • y a los cambios que han intervenido en sus relaciones con los hombres, todo esto nos llama a la prudencia en el momento de la lectura, y mucho más en el de la exposición del Antiguo Testamento.

Explicaciones y aplicaciones

En el momento de esta notable lectura del libro de la ley que el remanente de Judá que había venido de Babilonia efectuaba en la plaza pública, “desde el alba hasta el mediodía, en presencia de hombres y mujeres y de todos los que podían entender”, vemos lo que significa una explicación. Los levitas “hacían entender al pueblo la ley”, “y leían en el libro de la ley de Dios claramente, y ponían el sentido, de modo que entendiesen la lectura” (Nehemías 8:1-8).

He aquí una primera preocupación necesaria ante un pasaje de la Palabra: ¿Cuál es su sentido, su primer sentido? ¿A quién se dirige Dios? ¿Qué dice?

Sin embargo, si nos limitamos a explicar la Palabra, podríamos pasar por alto las enseñanzas que ella tiene para nosotros. Si decimos (incluso con razón): esto concierne a Israel, aquello concierne a Josué, David o Timoteo, y no nos sentimos identificados con lo que se dice, sufriremos una inmensa pérdida. Más que eso, cerramos nuestros oídos mientras Dios nos habla.

Los escritores del Nuevo Testamento constantemente sacan aplicaciones de los textos del Antiguo. Hacen analogías entre antiguas y actuales situaciones y sacan conclusiones para aquellos a quienes se dirigen. El autor de la epístola a los Hebreos, por ejemplo, después de presentarnos una “grande nube de testigos”, en el capítulo 11, nos alienta diciéndonos: “Por tanto, nosotros también… corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús…” (12:1-2). Más aún, emplea una palabra que Dios dijo a Josué: “No te desampararé, ni te dejaré”, y la aplica sin ninguna reserva a aquellos a los que escribe, como si Dios mismo se la hubiese dirigido (13:5). Y está bien así, ¡esta palabra está dirigida por Dios a cada uno de los suyos!

Las aplicaciones que podemos hacer, y que debemos hacer, del texto bíblico pueden ser consideradas bajo dos aspectos:

  • Por lo que de nosotros depende, deben ser hechas con inteligencia. No debemos aplicarnos declaraciones que están en contradicción con la dispensación en la que vivimos. Por eso se necesita conocer algo de las dispensaciones.
  • Por otro lado, ¡recordemos que la Escritura está más en las manos de Dios que en las nuestras! Cuando la leemos, es Él quien habla, y nosotros los que escuchamos. Él obra en nuestros corazones y en nuestras conciencias. Ella es “viva y eficaz” (Hebreos 4:12). Es un “martillo” o una “espada” en su mano (Jeremías 23:29; Salmo 149:6). Como la lluvia que él envía del cielo, “hará lo que yo quiero, y será prosperada en aquello para que la envié” (Isaías 55:11). Y eso, a pesar de nuestras insuficiencias.

“Procura con diligencia presentarte a Dios aprobado,
como obrero que no tiene de qué avergonzarse,
que usa bien la palabra de verdad.”

(2 Timoteo 2:15)