Cara a cara con Jesús

Juan 3:1-8 – Juan 4:6-30 – Lucas 10:38-42

Si no llegamos a conocer a Jesús en este mundo, no lo prodremos conocer en el otro. La ocasión de conocerlo sólo es ofrecida en este mundo. Tal vez nos consideramos con cierta desventaja en relación con aquellos que conocieron a Jesús cuando vivían en este mundo. Sin embargo, no estamos en absoluto frustrados, al contrario, estamos en mejor posición que ellos para conocerlo, porque tenemos la Palabra de Dios entera y el Espíritu Santo para iluminarnos; ellos no tenían ni lo uno ni lo otro.

¡Dejemos en segundo plano nuestra preocupación por los que viven en el paganismo! Preocupémonos en primer lugar de nuestro estado personal, luego Dios podrá darnos ocasión de pensar en los demás. En primer lugar, cada uno debe estar con Dios como si fuese la única persona que existe sobre la tierra. Dios no nos encargó gobernar el mundo, ni salvarlo. Puede emplear evangelistas, y los emplea, pero puede prescindir de ellos. El trabajo del buen siervo consiste en poner a las almas en contacto con Dios. Pero el siervo en sí no es nada, absolutamente nada.

El Señor enseña a Nicodemo esta verdad esencial: “El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (Juan 3:3). Hay que decir esto hoy en día. Nadie puede invocar su ascendencia para poseer la salvación, incluso si cinco o seis generaciones le precedieron en la iglesia. No juguemos jamás con la verdad de Dios; ¡que no sea un juego para nuestro espíritu! No intentemos arreglar la falta por un cálculo humano. El nuevo nacimiento es una vida nueva. La conversión no es la mejora del viejo hombre sino el don de una naturaleza nueva, divina. Venimos a ser “participantes de la naturaleza divina” (2 Pedro 1:4). “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios” (Romanos 8:16). Los hermanos que antes me enseñaron, me mostraron el camino, pero no me dieron la vida.

Nicodemo viene a Jesús de noche. Cuando un alma es trabajada por el Señor, siente inconscientemente que la enemistad del mundo va a ser su parte; un instinto espiritual hace que lo sienta. La piedad también siente que, en este mundo, no está en su casa. Está en el dominio del enemigo. El cristiano mundano no se da más cuenta de esto; traspasó las fronteras. Pero un cristiano fiel sabe que debe vencer o morir: la lucha con el mundo y con su príncipe no es siempre violenta, sino constante y sin cuartel. Tampoco hay que desalentar a un alma turbada, a una conciencia trabajada; ¡ayudémosla pero no la exaltemos! ¡Sigamos el ejemplo del Señor! Al ver a Nicodemo, cualquiera hubiese pensado: «¡Ésta es una persona importante, hay que traerlo a nuestro grupo!» Todos los que buscan miembros, piensan en su clan. Nicodemo, “maestro de Israel” (Juan 3:10), baja a Jesús a su nivel, aunque admira sus palabras. ¡No nos dejemos perturbar por el alarde de personas más instruidas que nosotros! Con la Palabra de Dios, tenemos la luz, la verdad, tenemos a Dios mismo.

Muchas veces los encuentros con Jesús son solitarios, siempre personales. Aun en medio de la multitud, Jesús advierte a una mujer que lo toca; ella tiene la fe. Un solo hombre a menudo sale de entre la multitud para venir a Jesús. No encontramos movimientos masivos al principio de la Iglesia, salvo en Hechos 2:41: “Se añadieron aquel día como tres mil personas”. Cada uno por sí solo recibe la Palabra. “Para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16), otra vida, otra naturaleza.

En otra ocasión, el Señor encuentra a una mujer. Nicodemo formaba parte de la élite social, pero no esta mujer. El Señor la toma en medio de sus ocupaciones. No le dará enseñanzas. Está en la miseria, porque vive un problema moral. Jesús le dice: “El que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás” (Juan 4:14). La sed es la expresión de un estado de insatisfacción que se generó por la caída. El hombre nunca es feliz. Aunque haya obtenido lo que deseaba, al instante desea algo más, y no satisface su sed. Conocemos gozos familiares, sociales, pero éstos no llevan a un estado de felicidad definitivo. Y, sobre todo, planea la sombra aterradora de la muerte. ¿Cómo vivir tranquilo con tal amenaza? Jesús nos ofrece el agua viva, la que hace brotar en el alma del creyente: no vuelve a tener sed jamás. La mujer le dice: “Señor, dame esa agua, para que no tenga yo sed” (Juan 4:15), expresión de los suspiros del alma en el desierto de este mundo donde todo es opuesto a la fe. Un hermano decía: «Es el desierto por todos lados, pero tengo un manantial en mí». Con un manantial, podemos atravesar un desierto; pero con un odre, como Agar, no llegaremos lejos (Génesis 21:14-15).

En realidad, todos queremos ir al cielo pero hay que solucionar problemas. El Señor no puede abrir la puerta de la felicidad a esta mujer sin decirle, en gracia, la verdad. Ella venía al pozo como a escondidas, cuando no había nadie. Pero después que Jesús le habló, deja su cántaro y va hacia la gente: “Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho” (Juan 4:28-29).

El camino de la felicidad pasa por la conciencia. Todos tenemos problemas de conciencia que solucionar. Nadie quisiera que toda su vida fuese mostrada en público. Para que Dios nos bendiga, es necesario que Él vea todo, entre por todas partes, despliegue todos los recovecos de nuestra vida. A veces, ciertas faltas son una carga muy pesada sobre la conciencia, un obstáculo para la recepción de la fe. Se necesita venir a Jesús y decirle todo; él puede oírlo todo, aun lo más espantoso. Lo sabe todo, pero hay que ponerse de acuerdo con Él para condenar esas faltas. Nada enseñamos a Dios al confesárselas, pero el valor de la confesión es la confirmación de nuestra aceptación con Dios cuando él condena la falta. Entonces, el engaño desaparece del corazón. Toda la vida cristiana transcurre dentro del alma; el exterior, los hechos en sí, lo que aparentamos, no cuenta más.

¿Qué es nuestra vida? ¿Cuál es el significado? ¿Cuál es nuestro pasado, nuestro presente, nuestro futuro, nuestra razón de ser? ¿A qué esperanza nos aferramos? No hay explicación de la vida humana fuera de Cristo. Cristo es la llave del enigma de este mundo. Fuera de Él, fuera de la Palabra, la vida no tiene sentido. Todo es provisorio; Dios solo nos da lo que es definitivo, inalterable, absoluto. Nos pone delante de los problemas eternos, y solamente Él nos da la solución en la Escritura.

En Lucas 10 vemos a Jesús en una escena familiar, en la casa de Betania, la única en la cual se sentía bien. Marta se sale de su lugar: hace un reproche al Señor, como si éste no supiese lo que debía hacer. “Marta se preocupaba con muchos quehaceres” (v. 40). El servicio no debe anteponerse al Señor en nuestro corazón. “María ha escogido la buena parte, la cual no le será quitada” (v. 42). Para servir bien, hay que escuchar bien. Un buen siervo vive cerca de Jesús, y sabe lo que debe hacer. Para servir, hay que cultivar la comunión con el Señor todos los días con gran diligencia. Permanecer tranquilos antes de actuar, para actuar en obediencia. El Señor da el ejemplo en Juan 11. Con insistencia se le dice que Lázaro está enfermo, y Él no hace nada. Queda dependiendo de su Padre, aunque todos se opongan. Espera, y Lázaro muere. Aparentemente no hizo bien en esperar. Y cuando llega el momento propicio se levanta, va, y en vez de sanar a un enfermo, resucita a un muerto, hecho más extraordinario aún para la gloria de Dios.

Hay que seguir al Señor y no precederlo. María lo aprendió a los pies de Jesús:

  • a los pies de Jesús, para aprender de Él (Lucas 10:39);
  • a los pies de Jesús, para llorar en la prueba (Juan 11:32);
  • a los pies de Jesús, más tarde, para derramar el perfume y adorar (Juan 12:3).

A menudo somos perezosos, egoístas, nos fijamos sólo en nuestros propios pensamientos, es verdad: faltamos en nuestra dedicación, pero también en dependencia. La ocupación en uno mismo, y hasta en el servicio, pueden alejarnos del Señor; he aquí la sutileza del enemigo. Es importante ir con el Señor, pero dejarlo pasar a Él primero. Cuando debemos permanecer tranquilos, permanezcamos tranquilos; cuando servimos, sirvamos con Él. “Para mí el vivir es Cristo”, dijo el apóstol Pablo (Filipenses 1:21). Esto no es predicar, sin embargo predicó toda su vida. Es lo que explica muy bien la debilidad actual de los hermanos; les falta la dependencia y la comunión con el Señor. Los que se vuelven activos encuentran que los demás son perezosos; pero el exceso de los unos no corrige el exceso de los otros. El equilibrio es a la vez la dependencia en lo secreto, el fervor en el corazón y, como fruto, la dedicación en lo exterior. Cuando estuvimos perezosos durante once meses del año, los once meses son meses perdidos; cuando estuvimos activos sin el Señor, la pérdida es la misma. Pablo, antes de su conversión, desperdiciaba energías hasta en la ejecución de los miembros de Cristo. Podía decir: “En cuanto a la justicia que es en la ley, irreprensible” (Filipenses 3:6). Una vez que su voluntad fue quebrantada, pudo decir: “¿Qué haré, Señor?” (Hechos 22:10). No perdió su energía, sino que la puso al servicio de su Maestro. Si no aprendemos con el Señor, él puede permitir que aprendamos por medio del mal lo que hay en nuestro corazón: es la escuela de Satanás. ¡Aprendamos más bien con Dios!

¡Que Dios grabe su Palabra en nuestras almas! ¡Que el desborde extraordinario de actividad de nuestros días no desvíe nuestra atención de lo esencial!