A menudo nos maravillamos del modo en que las palabras de la Escritura actúan sobre el corazón: son como verdaderos “aguijones” (Eclesiastés 12:11). A veces una frase corta o, quizá, sólo unas palabras, se adueñan del corazón, penetran la conciencia, y ocupan la mente de una manera tal que se hace incontestable la divinidad del libro que las contiene. ¡Qué poder convincente, qué plenitud de inteligencia, qué fuerza de aplicación, qué revelación de lo que son nuestros corazones y nuestra naturaleza, se describe a lo largo de las páginas de las Escrituras! Detenerse a estudiar eso es algo que siempre resulta precioso, pero más aún en un tiempo como el presente en el cual el enemigo de Dios y del hombre intenta por diversos medios poner en duda la inspiración del divino Libro.
Las reflexiones que se acaban de hacer, surgieron a menudo a raíz de las palabras que constituyen el título de este artículo. “Prefiero” —nos dice el apóstol Pablo, lleno de abnegación y dedicación—, “hablar cinco palabras con mi entendimiento, para enseñar también a otros, que diez mil palabras en lengua desconocida”. ¡Qué importante es que todos aquellos que hablan recuerden esto! Sabemos que las lenguas tenían su importancia; debían servir de señal a los incrédulos: pero en la iglesia eran inútiles, a menos que hubiese un intérprete.
El propósito de hablar en la iglesia debe ser siempre la edificación, y sabemos que este objetivo sólo puede ser alcanzado en la medida en que las personas presentes comprendan lo que se dice. Es absolutamente imposible que yo sea edificado si no comprendo lo que se dice. Es necesario que se hable en un lenguaje inteligible, de manera de ser comprendido, pues de lo contrario no puedo recibir edificación. Esto es muy simple, sin duda, y merece la seria atención de todos aquellos que hablan en público. Pero, además, sería bueno que recordáramos que lo único que puede autorizarnos a levantarnos para hablar en la iglesia, es la certidumbre de haber recibido del Señor mismo algo que decir. Si no son más que “cinco palabras”, digámoslas y cuidémonos de no añadir ni una más. No hay mejor prueba de la falta de inteligencia que cuando un hombre quiere pronunciar “diez mil palabras” cuando Dios sólo le ha dado “cinco”. Y ello, sin embargo, ¡ocurre, lamentablemente, con demasiada frecuencia! ¡Qué gracia sería si tan sólo supiéramos atenernos a la medida que nos ha sido determinada! Esa medida puede ser pequeña, pero ¡qué importa!; seamos simples, fervientes y veraces. Un corazón humilde y piadoso es preferible a una mente culta o a un intelecto brillante, y Dios aprecia más el fervor de espíritu que un lenguaje rebuscado. Allí donde hay un simple y ardiente deseo de producir verdaderamente el bien de las almas, se hallará también la aprobación de Dios y abundarán mucho más los frutos benditos que donde no hay más que dones brillantes. Sin duda deberíamos procurar “los dones mejores”, pero recordando el “camino aun más excelente”, el del amor, que “no busca lo suyo”, sino siempre el interés de los demás (1 Corintios 12:31; 13:5). No es que quitemos mérito a los dones, sino que valoramos más el amor.
Finalmente, la enseñanza y la predicación serían mucho más provechosas con sólo observar este simple precepto: «No busque algo que decir porque tiene que decir algo, sino hable porque tiene algo que decir». Cuando alguien trata de reunir suficiente material para hablar durante un cierto espacio de tiempo, no es sino la prueba de una gran pobreza espiritual. Tales cosas no deberían suceder jamás. Que el maestro o el predicador se consagre cuidadosamente a su servicio, cultive el don que ha recibido, y espere en Dios para ser dirigido, fortalecido y bendecido; que viva en un espíritu de oración y respire la atmósfera de las Escrituras; y entonces estará así siempre preparado, cuando el Maestro quiera emplearlo; y las palabras que pronunciará, ya sean cinco o diez mil, glorificarán seguramente a Cristo y serán de bendición para quienes las oigan. Pero está perfectamente claro que en ningún caso se debería abrir la boca en la iglesia, sin tener la conciencia de que Dios le ha dado a uno algo que decir y sin tener el deseo de decirlo para edificación.