Nos es provechoso considerar en las diferentes epístolas lo que nos dice el Espíritu Santo referente a la venida del Señor. En la epístola a los Efesios, el Señor se presenta la Iglesia a sí mismo como su esposa que no tiene mancha ni arruga (5:27). En la epístola a los Filipenses, vemos a pobres criaturas suspirando en sus cuerpos llenos de debilidades; Cristo se ocupará de ellas: “transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya” (3:21). En la epístola a los Colosenses se trata de una vida que está ahora escondida con Cristo en Dios, y que será manifestada con él en gloria. Aquel que es nuestra vida aparecerá pronto y nosotros con él (3:3-4). En la primera epístola de Juan se presentan las relaciones establecidas por Cristo; tratará a los suyos como los hijos del Padre; lo verán, y se manifestará a ellos tal como él es (3:2).
Veamos el pasaje citado en el título de estas líneas. Los creyentes “que durmieron en él” (v. 14) no gozan todavía de la perfecta bendición, pero ya están en su presencia. Mientras estaban en la tierra, esperaban. Ahora siguen esperando, pero en una posición especial, gozando de la presencia del Señor. En relación con el primer Adán, la Escritura no menciona jamás que el alma y el cuerpo podrían encontrarse simultáneamente en dos lugares distintos. Pero en la lapidación de Esteban, vemos al Señor recibir inmediatamente su espíritu junto a Él. Sucede así con todos los que duermen en el Señor Jesús. Esto consuela al corazón afligido por la partida de un ser querido. La muerte es un acontecimiento amargo y humillante, pone fin a todos los planes, y los lazos naturales desaparecen. Sin embargo, los que pasan por ese camino tienen la oportunidad de sentir toda la simpatía del Señor hacia ellos.
El Señor mismo vendrá para tomar a su Iglesia consigo. Es muy precioso considerar al Señor, el Hijo del hombre, levantándose del trono del Padre, y, como vencedor de la muerte, retirar del polvo los cuerpos de aquellos que durmieron en Jesús. Actualmente toda la gloria está escondida en él, pero pronto será manifestada. “Porque el Señor mismo con voz de mando… descenderá del cielo” (v. 16), y todos los suyos oirán el bendito sonido de su voz, primero aquellos cuyos cuerpos cayeron en el polvo, luego los que viven en la tierra en el momento de su venida.
“Los muertos en Cristo resucitarán primero” (v. 16). No quisiera en absoluto ignorar esa palabra “primero”, porque incluye precisamente lo que siempre veo en el Señor, a saber, que manifiesta su amor primero y particularmente allí donde aparece la mayor debilidad. De este amor mi corazón siente la necesidad.
El Señor sabrá encontrar a cada uno de los suyos para resucitarlo del polvo de la muerte: ¡Qué pensamiento! Obligará a la tierra a restituir lo que fue depositado en ella. Dará a cada uno de sus amados un cuerpo glorioso y lo transportará a su presencia y a su gloria. El Hijo del hombre ocupa en la gloria del Padre la posición más elevada que podamos imaginar. Y del trono del Padre se levantará, y descenderá en las nubes para introducir a los suyos en la gloria celestial. La resurrección de cada uno de ellos será un testimonio al hecho de que Jesús es la resurrección y la vida (véase Juan 11:25). A la voz del primogénito de entre los muertos, saldrán del polvo de la muerte para estar “siempre con el Señor” (v. 17).
Estar siempre con él, ¡esto es de gran valor para mí! Corresponde perfectamente a la gracia que conozco. Dios, quien colocó a su Hijo como cabeza sobre todas las cosas, también formó para él el corazón de sus redimidos. Y si las puertas del cielo se abriesen repentinamente delante de mis ojos, ninguna de sus maravillas podría sobrepasar la bendición contenida en estas palabras: “Así estaremos siempre con el Señor”. El pensamiento de ver al Señor y estar para siempre con él inunda mi alma de dicha y de alabanza. Mi Señor, después de llevarme con tanta paciencia y amor desde el día que me dio la vida, descenderá él mismo para venir a mi encuentro. Entonces mis ojos lo verán, mis oídos oirán la voz de Aquel que “me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20). El deseo de su corazón es tomar consigo a aquellos que el Padre “escogió en Él desde antes de la fundación del mundo” (Efesios 1:4).
El ladrón al morir cerca de Jesús no conocía nada del paraíso. Pero supo que estaría con Aquel a quien confió su alma por la eternidad. No importa el lugar, lo esencial es estar con él. Estas palabras “con él” lo incluyen todo. En el estado intermedio —en el cual estaremos esperando la resurrección— estaremos “ausentes del cuerpo, y presentes al Señor” (2 Corintios 5:8). Cuando deje mi cuerpo será para estar con Él, quien es la fuente de la cual fluyen todas las bendiciones que se derraman ahora sobre mi alma. ¿Qué sería sin Él todo el esplendor de la gloria celestial? Sólo una cosa cuenta para mí: estar siempre con él.