Arrepentimiento

La Palabra de Dios nos da varios ejemplos de hombres que fueron llevados a reconocer que habían pecado. Nos muestra dos tipos de arrepentimiento: uno profundo, real, el cual Dios aprecia; y otro superficial, sólo de labios, y sin ningún valor.

El publicano de la parábola y el rey Saúl

Uno puede, pues, arrepentirse

ante Dios, como el publicano que, no atreviéndose siquiera a entrar en el templo, se quedó atrás y oraba, golpeándose el pecho: “Dios, sé propicio a mí, pecador” (Lucas 18:13-14).

— o ante los hombres nada más, como Saúl que le dijo a Samuel: “Yo he pecado; pero te ruego que me honres delante de los ancianos de mi pueblo y delante de Israel” (1 Samuel 15:30).

Los resultados de estas dos confesiones son muy distintos: El Señor Jesús declara que el publicano “descendió a su casa justificado”, en cambio Dios debe decirle a Samuel: “¿Hasta cuándo llorarás a Saúl, habiéndolo yo desechado para que no reine sobre Israel? (1 Samuel 16:1).

Una de estas confesiones era sincera; la otra no era sino una mera confesión de labios. Durante toda su vida, Saúl resistió la obra de Dios en su corazón. Sólo pensaba en su honor y quería ante todo velar por su reputación. Se imaginaba que podría satisfacer a Dios con un sencillo “he pecado” y dar a los hombres una impresión de sinceridad. Olvidó que no podía disimular nada ante Aquel que escudriña los corazones.

Vemos el arrepentimiento superficial de Saúl aún en otra ocasión. Mientras perseguía a David, una mañana se dio cuenta de que su lanza y su vasija de agua se encontraban en las manos de David, prueba de que éste se las había quitado mientras dormía en el campamento. Entonces confesó: “He pecado; vuélvete, hijo mío David, que ningún mal te haré más, porque mi vida ha sido estimada preciosa hoy a tus ojos. He aquí yo he hecho neciamente, y he errado en gran manera” (1 Samuel 26:21). Sin embargo, no cesará de perseguir al hombre según el corazón de Dios, como quien persigue una perdiz por los montes (v. 20). Esto demuestra el poco valor que tenían sus palabras.

Judas Iscariote

Judas Iscariote siguió el mismo camino que Saúl, a pesar de haber admitido: “Yo he pecado entregando sangre inocente” (Mateo 27:4). Esta confesión fue evidentemente motivada por cierto miedo ante las consecuencias de sus actos, y no porque se hubiera dado realmente cuenta de su estado profundamente corrupto.

El Faraón

Este mismo “He pecado” había salido de los labios del Faraón: “He pecado esta vez; Jehová es justo, y yo y mi pueblo impíos” (Éxodo 9:27). ¡No, Faraón, no fue sólo esta vez! ¡Cuántas veces has pecado ante Dios! ¿Cómo te sería perdonado si no estás dispuesto a confesar todos tus pecados? Muy parecidos a él son todos aquellos que consienten en decir: «Yo también he pecado», y agregan en voz baja: «pero no tan gravemente como muchos otros».

Cuando otra plaga caía sobre Egipto, Faraón pronunció de nuevo estas palabras, pero esta vez con el único propósito de alejar de sí la desgracia: “He pecado contra Jehová vuestro Dios, y contra vosotros. Mas os ruego ahora que perdonéis mi pecado solamente esta vez, y que oréis a Jehová vuestro Dios que quite de mí al menos esta plaga mortal” (10:16-17). Por medio de esta confesión, esperaba simplemente alejar la plaga que asolaba su país, pero la continuación del relato muestra que en ningún momento deseó volver su corazón a Dios.

Balaam

Balaam también pertenece a esa clase de hombres que completan su confesión con añadiduras que la anulan. Le dice al Ángel de Jehová: “He pecado, porque no sabía que tú te ponías delante de mí en el camino; mas ahora, si te parece mal, yo me volveré” (Números 22:34). Es cierto que reconoce que ha pecado, pero en seguida se disculpa diciendo: “No sabía…”. Y le quita todo su valor a su confesión, agregando que está dispuesto a volver, “si” a los ojos de Dios su camino es considerado malo. Sin embargo, ¡el hecho de que el Ángel de Jehová ya lo hubiera impedido tres veces significaba claramente que su camino era malo!

Balaam era un enemigo del pueblo de Dios; perseveró en su error porque deseaba “el premio de la maldad” (2 Pedro 2:15). Y por mucho que haya tenido que bendecir al pueblo, bajo la orden y en el nombre de Dios, finalmente le dio a Balac el consejo diabólico de “poner tropiezo ante los hijos de Israel”, incitándoles “a comer de cosas sacrificadas a los ídolos, y a cometer fornicación” (Apocalipsis 2:14). Sabía que Dios, para permanecer fiel a sí mismo, tendría entonces que oponerse a su pueblo.

David

En el caso de la caída particularmente grave de David, podríamos tal vez estar sorprendidos de que Dios perdonara tan pronto, después de las meras palabras: “Pequé contra Jehová”. En efecto, Natán, sin demora, dijo a David: “También Jehová ha remitido tu pecado; no morirás” (2 Samuel 12:13). Sin embargo, vemos en varios salmos los grandes ejercicios de corazón que David experimentó a causa de este pecado:

“Mientras callé, se envejecieron mis huesos en mi gemir todo el día. Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano; se volvió mi verdor en sequedades de verano” (Salmo 32:3-4).

“Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia; conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones. Lávame más y más de mi maldad, y límpiame de mi pecado. Porque yo reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí. Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos; para que seas reconocido justo en tu palabra, y tenido por puro en tu juicio.

He aquí, en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre. He aquí, tú amas la verdad en lo íntimo, y en lo secreto me has hecho comprender sabiduría. Purifícame con hisopo, y seré limpio; lávame, y seré más blanco que la nieve.

Hazme oír gozo y alegría, y se recrearán los huesos que has abatido. Esconde tu rostro de mis pecados, y borra todas mis maldades. Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí. No me eches de delante de ti, y no quites de mí tu santo Espíritu” (Salmo 51:1-11).

David se daba perfectamente cuenta de que “los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado”; sabía que Dios no desprecia “al corazón contrito y humillado” (v. 17). ¿Cómo no aceptaría Dios semejante confesión y semejante fe?

David, una vez más

Otra vez hallamos a David culpable cuando quiere evaluar las fuerzas de su ejército. Sin embargo, “después que David hubo censado al pueblo, le pesó en su corazón; y dijo David a Jehová: Yo he pecado gravemente por haber hecho esto; mas ahora, oh Jehová, te ruego que quites el pecado de tu siervo, porque yo he hecho muy neciamente” (2 Samuel 24:10).

Esta vez también se pueden ver los sentimientos profundos en el corazón del rey: “Estoy en grande angustia. Ruego que yo caiga en la mano de Jehová, porque sus misericordias son muchas en extremo; pero que no caiga en manos de hombres... ¿No soy yo el que hizo contar el pueblo? Yo mismo soy el que pequé, y ciertamente he hecho mal; pero estas ovejas, ¿qué han hecho? Jehová Dios mío, sea ahora tu mano contra mí, y contra la casa de mi padre, y no venga la peste sobre tu pueblo” (1 Crónicas 21:13, 17).

Es un hermoso ejemplo de una confesión sincera. David toma sobre sí toda la culpa y hace valer la inocencia del pueblo. Él es el culpable y lo reconoce sin tratar de justificarse.

Israel

Hacía siglos que Dios deseaba que todo el pueblo de Israel reconociera su estado pecaminoso, pero por medio del profeta Jeremías tiene que reprocharle: “Dices: Soy inocente, de cierto su ira se apartó de mí”. Y le advierte: “He aquí yo entraré en juicio contigo, porque dijiste: No he pecado” (Jeremías 2:34-35).

La obstinación del pueblo sólo será quebrantada en un tiempo futuro, durante la gran tribulación. Un remanente volverá a Dios, reconociendo y confesando sus pecados, como lo hizo el hijo pródigo: “Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo” (Lucas 15:18-19).

Y nosotros ¿de qué manera nos arrepentimos?

“El que encubre sus pecados no prosperará; mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia” (Proverbios 28:13).