Un chico se encuentra parado en la playa. Un barco vuelve de la pesca y costea la ribera. Entonces el chico hace grandes gestos para llamar la atención de los pasajeros. Pero un hombre que estaba cerca de él le dice: «¡No seas tonto, el barco no va a cambiar de dirección porque tú agites los brazos!»
Pero el barco cambia de rumbo y se acerca a la orilla. Una canoa es puesta en el mar y viene a buscar al muchacho. Una vez a bordo y sobre el puente del navío, grita: «¡Señor, no soy tonto; el capitán del barco es mi padre!»
Esta historia encierra una lección para nosotros, los cristianos. ¿Por qué el capitán del barco cambió de rumbo? No porque el chico tuviese derecho a parar un navío, sino porque este chico era su hijo.
Cuando las circunstancias de la vida son difíciles, sin esperanza, ¿cambiará Dios el curso de las cosas por un solo hombre que ora? Sí, el que gobierna el universo puede hacerlo, y lo hace a menudo, porque el creyente que ora no es solamente un hombre: es su hijo.
Como este chico en la playa, podemos ser incomprendidos, pero oremos a Dios sin cesar, a pesar de su grandeza y de su silencio a veces, porque es nuestro Padre en Jesucristo. Somos muy poca cosa en el vasto universo, pero nuestro Padre celestial nos conoce personalmente. El muchacho no era gran cosa frente a un barco, pero tenía un gran lugar en el corazón del capitán. He aquí una pequeña apreciación del amor de nuestro Padre celestial.
“¿Acaso Dios no hará justicia a sus escogidos, que claman a él día y noche? ¿Se tardará en responderles?” (Lucas 18:7).
“Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios” (1 Juan 3:1).
“El Padre mismo os ama” (Juan 16:27).