“Dios, Dios mío eres tú; de madrugada te buscaré; mi alma tiene sed de ti, mi carne te anhela, en tierra seca y árida donde no hay aguas” (Salmo 63:1).
¿Qué puede buscar el salmista en el desierto de Judá? No los recursos del hombre —sin duda no están allí—, tampoco los recursos de Dios. Lo que él busca, es a Dios mismo. “Te buscaré”, porque si tiene al dador, tiene también Sus dones.
El Dios que él busca es su Dios personal. “Dios, Dios mío eres tú”. Deseo que él sea el Dios de cada lector. Pero de todos modos es el mío, tal como si yo fuera su único siervo. Mi relación con él fue sólidamente establecida una vez por todas; conozco a ese Dios, cuento con él.
De madrugada lo busco. ¿Por qué tardar, perder una hora? Es correr el riesgo de perder el día. Dios —y es Dios—, ¿no debe tener toda prioridad en nuestras vidas? Cuando todo está silencioso todavía, antes de ser envueltos en el engranaje de las actividades previstas o no, yo tengo con mi Dios una cita matinal para escuchar sus instrucciones, traerle mis debilidades, mis problemas grandes y pequeños, pedirle ayuda y dirección.