Las profundidades de Satanás

Subestimar el poder del Adversario o casi ignorar su existencia, son ideas muy peligrosas. Alguien dijo: «Cuanto más un hombre conoce a Cristo, mayor es su temor de encontrarse con Satanás». Puede ser útil considerar brevemente, primero, los nombres con que la Escritura lo designa; luego, el origen, los caracteres y la actividad de este temeroso enemigo y, por último, el terrible juicio que le espera.

En la Palabra de Dios, tiene varios nombres:

  • Satanás (por ejemplo en Mateo 16:23), es decir, el adversario, el que se opone a Dios y a los suyos;
  • el diablo (Lucas 4:2), esto es, el acusador, el calumniador y, especialmente, “el acusador de nuestros hermanos” (Apocalipsis 12:10);
  • la serpiente (2 Corintios 11:3), a causa de su astucia, y porque se sirvió de este animal para seducir a Eva en Edén;
  • la serpiente antigua (Apocalipsis 12:9), porque arrastró al hombre al mal desde el principio;
  • el dragón (Apocalipsis 12:9) quien utiliza el poder del mundo para hacer el mal;
  • el tentador (Mateo 4:3);
  • el enemigo (Mateo 13:25);
  • el príncipe de este mundo (Juan 12:31);
  • el príncipe de la potestad del aire (Efesios 2:2);
  • el dios de este siglo (2 Corintios 4:4);
  • el maligno (1 Juan 3:12).

Todos estos nombres ya nos describen sus caracteres.

Satanás es una criatura de Dios, y fue dotado de los más excelentes dones. La mayor parte de las expresiones que en Ezequiel 28:12-19 se refieren directamente al rey de Tiro, pueden aplicarse también, en figura, a Satanás. Era “el sello de la perfección, lleno de sabiduría, y acabado de hermosura”. Se paseaba en el santo monte de Dios y andaba en medio de las piedras de fuego. Existía antes de la creación del hombre. Un día su corazón se rebeló contra Dios. Entonces fue echado “del monte de Dios”, como algo profano, arrastrando en su caída a los ángeles que también desobedecieron. Desde entonces, despojado de su gloria, ejerce “la potestad de las tinieblas” (Lucas 22:53; Efesios 6:12), con una multitud de demonios bajo su autoridad.

“Él ha sido homicida desde el principio, y no ha permanecido en la verdad, porque no hay verdad en él… es mentiroso, y padre de mentira” (Juan 8:44).

Provocó la caída del hombre, y lo gobierna por medio de pasiones y codicias, que sabe despertar muy bien en él, gracias a su perspicaz inteligencia y, como alguien lo mencionó, por la larga experiencia que tiene del corazón humano. Sublevó al mundo entero, político y religioso, contra Cristo, con miras a hacerlo morir, y fue entonces cuando Cristo lo llamó expresamente “príncipe de este mundo” (Juan 14:30). Luego, no cesó de ensañarse contra los discípulos de Cristo. Hoy todavía suscita persecuciones contra los cristianos fieles, tal como lo hizo en los siglos pasados —en la medida que Dios se lo permite—, y como lo hará contra los fieles en el futuro. De “león rugiente” (1 Pedro 5:8) puede transformarse en “ángel de luz” (2 Corintios 11:14), y, de este modo, su actividad es aún más peligrosa para nosotros.

Es, pues, un ser poderoso, un espíritu lleno de sabiduría y de astucia, cuya dominación no debemos minimizar, ya que el mismo arcángel Miguel no se atrevió a proferir juicio de maldición contra él cuando disputaba con él por el cuerpo de Moisés (Judas v. 9).

La tierra pasó a ser el lugar donde ejerce su actividad sin tregua aunque tiene acceso al cielo para acusar a los hombres, y está a la cabeza de las “huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” (Efesios 6:12). La Escritura lo muestra merodeando la tierra y andando por ella, y luego volviendo a la presencia de Dios con sus acusaciones y calumnias (Job 1:6-12). Actúa siempre oponiéndose a Dios, seduciendo a los hombres, incitándolos al mal, procurando contrarrestar desde el principio los designios de la gracia divina a favor del hombre culpable. Fue él quien empujó al hombre que vivió antes del diluvio a la corrupción y a la violencia. Llevó a los descendientes de Noé a la idolatría y a la satisfacción de todas sus pasiones. Incitó a Faraón a hacer morir a todo hijo varón que naciera entre los israelitas, y a Atalía, hija de Jezabel, para que destruyese a la familia real de Judá, a fin de eliminar las promesas divinas. Pero Dios siempre hace fracasar sus astucias, y la promesa de un Libertador se cumplió en su tiempo: Cristo vino al mundo.

Al aparecer el Hijo de Dios en esta escena, Satanás desplegó una energía extrema: puso todas sus fuerzas en concierto contra Dios para hacer fracasar al Señor Jesús. Sabe que Él, “la simiente” de la mujer, le “heriría en la cabeza”, según la más antigua profecía (Génesis 3:15). En Belén procuró hacer morir al niño que es el Salvador dado al mundo. Tentó a Jesús tres veces en el desierto, buscando en vano hacerlo pecar. En Getsemaní, lo atacó por última vez: hizo entrever a Jesús el precio que habría que pagar por la expiación del pecado: la ira de Dios en todo su rigor. Quiso detener a Jesús en el camino del sacrificio. Pero el Salvador fue hasta el final.

Fue hasta el fin y triunfó. Y aunque ya había saqueado los bienes del hombre fuerte (Mateo 12:29), quebrantó su poder. Por la muerte, Cristo “destruyó por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y liberó a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre” (Hebreos 2:14-15). Despojó “a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz” (Colosenses 2:15). Satanás mismo, que tenía cautivos a los pecadores, es llevado en cautividad (Efesios 4:8).

Pero, aunque vencido en la cruz —y esta victoria es vista en la resurrección de Cristo—, Satanás no se da por vencido. Así como hizo crucificar al Maestro, así también hace perseguir a los discípulos, y a todos aquellos que creen en Él. Su actividad no disminuye. Ya en los albores de la cristiandad, se apodera del corazón de un Ananías para hacer que mienta al Espíritu Santo, a otros los conduce a los más tristes pecados, y a otros a propagar o recibir falsas doctrinas. Y continúa todavía. Jamás descansa.

Sin embargo, desde la cruz, aunque se revista siempre dignamente, perdió toda autoridad sobre el creyente. Quedó desposeído de su poder, y si le resistimos, huirá de nosotros (Santiago 4:7).

Poco después del arrebatamiento de los creyentes, y después de una gran batalla en el cielo entre Miguel y sus ángeles contra Satanás y sus ángeles (Apocalipsis 12:7-9), Satanás será arrojado del cielo a la tierra. Descenderá con gran ira, sabiendo que le quedará poco tiempo para seguir su obra destructora y de seducción (v. 12). Tendrá a su servicio dos auxiliares poderosos: uno político, el jefe del imperio romano reconstituido, y el otro religioso, el Anticristo o falso profeta. Se unirán los tres en una siniestra trinidad de mal. Enviarán ángeles revestidos de poder diabólico y que harán milagros (16:13-14). Seducidos por ellos, los hombres se prepararán para la rebelión contra Dios. Los creyentes que estarán sobre la tierra en ese momento, y particularmente los fieles del remanente judío, serán terriblemente perseguidos (12:17). Los que querrán guardar los mandamientos de Dios y que tendrán el testimonio de Jesucristo rechazarán someterse al Anticristo, a quien el pueblo judío, en su conjunto, aclamará. Ese remanente fiel, al mismo tiempo que será llevado a reconocer su culpa en relación con el Mesías, predicará el Evangelio del reino en todas las ciudades de Israel. Pero, a causa de su fidelidad, será perseguido con más violencia por el Anticristo que establecerá la idolatría en el templo; ese remanente huirá (léase Mateo 24:15-21), y encontrará refugio en distintas naciones. También allí predicará el Evangelio del reino; muchos lo recibirán, se convertirán y habrá mártires entre ellos.

Entonces, los reyes de la tierra, en su desvío, se juntarán para combatir contra el Señor, que habrá descendido del cielo con su ejército. Serán destruidos; el jefe del Imperio romano y el falso profeta serán echados vivos en el lago de fuego (Apocalipsis 19:20), y Satanás, una vez atado, será echado al abismo durante mil años (20:1-3). Durante ese tiempo no podrá ejercer su nefasto poder.

Cumplidos los mil años, Satanás será desatado a fin de que el hombre sea probado por última vez (v. 7). Su larga cautividad no lo habrá cambiado, y enseguida buscará engañar a los hombres. Muchos lo escucharán y harán la guerra a los creyentes (v. 8-9). Pero Dios pondrá fin a la actividad del terrible adversario: será “lanzado en el lago de fuego y azufre, donde estaban la bestia y el falso profeta; y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos” (v. 10). Estará allí para siempre, junto con los ángeles caídos y con los desdichados hombres que no habrán querido la salvación de Dios, y que le harán compañía a su antiguo amo, en el “fuego eterno” que Dios había preparado, no para los hombres, sino “para el diablo y sus ángeles” (Mateo 25:41).

Éste es el enemigo de nuestras almas. Que el incrédulo que rechaza a Jesús como salvador sepa que liga su suerte eterna a Satanás, razón por la cual debe sopesar este asunto con la mayor solemnidad. Que el creyente, consciente del poder del Adversario, tenga cuidado y vele para no caer en sus redes. Su único refugio es permanecer cerca de Aquel que, después de haber atado a Satanás por la Palabra en el desierto, y de haberlo despojado de sus bienes durante su ministerio aquí abajo, anuló su poder por la cruz. Está escrito: “El Dios de paz aplastará en breve a Satanás bajo vuestros pies” (Romanos 16:20). Los acontecimientos decisivos que acabamos de mencionar están a la puerta. Aquellos que no conocieron “las profundidades de Satanás” son exhortados a retener lo que tienen, hasta que Aquel que, aunque Hijo de Dios fue hecho Hijo del hombre, venga a ejecutar el juicio (Juan 5:22, 27; Apocalipsis 2:18, 24-25).

¿Por qué Dios dejó hasta aquí a Satanás su lugar en el cielo y su actividad sobre la tierra? ¿Por qué retardó la ejecución del juicio a este rebelde personaje? Estas preguntas y muchas otras más pertenecen al ámbito de los misterios de Dios, y debemos contentarnos con lo que ha sido revelado para nuestro provecho: “Las cosas secretas pertenecen a Jehová nuestro Dios; mas las reveladas son para nosotros y para nuestros hijos para siempre, para que cumplamos todas la palabras de esta ley” (Deuteronomio 29:29). Desde el momento que la criatura pierde de vista su dependencia de Dios, no hay nada más importante para ella que querer ser igual a su Creador. Ésta fue la falta de nuestro gran Adversario, y a este mismo pecado procura arrastrarnos, tal como lo hizo con el primer Adán.