Una de las últimas recomendaciones del apóstol Pablo a los corintios fue que tuvieran todos “un mismo sentir” (2 Corintios 13:11), y en el último versículo de la misma epístola, formula el deseo de que “la comunión del Espíritu Santo sea con todos ellos”.
En los días actuales, en medio de un mundo cada vez más egoísta, hallamos en la realización práctica del amor fraternal una de las más preciosas bendiciones que Dios pone a nuestra disposición. Queridos hermanos, no descuidemos tan grande recurso. El avivamiento que el Señor ha producido en su Iglesia desde el siglo pasado, y cuya benéfica influencia sentimos aún, es llamado “Filadelfia”, o sea: el amor a los hermanos.
¡El amor a los hermanos! ¡Cuánto necesitamos que la realización de este carácter sea el profundo anhelo de nuestros corazones y nuestra ferviente súplica al Señor!
Hablamos mucho de «comunión» en nuestras conversaciones, pero cuidemos, hermanos, que no sea sólo apariencia externa, una mera forma, lo cual sería la profanación de un privilegio sagrado y bendito. En vez de abusar de esta palabra, esforcémonos en conocer mejor la realidad de la comunión fraternal. Para ello, hemos de velar mucho, pues gozamos de esta comunión en la medida en que vivimos cerca del Señor. Dejémonos sondear por la Palabra y estemos atentos a sus enseñanzas, pues muchas de las veces que lamentamos la falta de amor en nuestros hermanos somos nosotros quienes carecemos del mismo para con ellos.
“¡Mirad cuán bueno y cuán delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía!” Este hermoso Salmo 133 exalta el gozo rebosante del corazón del pueblo, finalmente reunido después de haber sido esparcido durante mucho tiempo. Sus expresiones nos son familiares y conocidas, pues solemos leerlas bastante y nos parecen tanto más preciosas y admirables porque representan un estado de ánimo pocas veces manifestado en nosotros. El Espíritu de Dios usa en este salmo una doble comparación para hablamos de la unidad de los hermanos habitando juntos.
En primer lugar el “buen óleo” (v. 2), el aceite de la unción sacerdotal (Éxodo 30:30). Se derramaba sólo sobre Aarón (29:7) en el día de su consagración, (si bien es verdad que a continuación era esparcido sobre él y sus hijos y sobre sus vestiduras, v. 21), pero era “derramado” y descendía únicamente sobre el jefe, la cabeza de la familia de los sacerdotes. Escogido, puesto aparte para el sacerdocio, Aarón lo era después de un modo oficial por sus vestidos sagrados, finalmente venía la unción, el aceite que descendía sobre su persona y sus vestiduras, la cual le capacitaba para ejercer su singular servicio. Toda su persona, llena de majestad, participaba del mismo aceite, desde la cabeza hasta aquellas magníficas vestiduras que llevaban en la parte inferior granadas y campanillas, aquel ungüento con el cual se ungía también el tabernáculo del testimonio y todos sus utensilios (40:9). Este óleo proclamaba que todo correspondía a la santidad de Dios, quien aceptaría al sacerdocio ya que aceptaba al sacerdote.
Esta primera comparación nos enseña, pues, que cuando los hermanos habitan juntos en armonía, es a la vez el resultado y la manifestación de aquella elección, hecha por Dios mismo, quien se complace en poner aparte para el sacerdocio a un conjunto de creyentes preparados por la obra del Espíritu, pero capacitados únicamente por la unción que desciende de Cristo, la Cabeza, quien prepara a los creyentes para el santo servicio del sacerdocio. Antes de ser el privilegio del verdadero Israel, este santo sacerdocio es la posición presente de la Iglesia, cuya situación es más elevada aun, porque está unida a Cristo, para ser un solo cuerpo en él. No es posible otra unidad, hay diversidad de condiciones y servicios, pero la unción es la misma y consagra la unidad del conjunto.
En segundo lugar, es como “el rocío de Hermón” (Salmo 133:3), “que desciende sobre los montes de Sion”. Aquí, la bendición desciende. El fresco rocío de la montaña más elevada desciende sobre las cimas inferiores, las cuales serían áridas y secas sin su benéfica influencia. La gracia de Dios ha enviado allí la bendición, la vida eterna, pero sólo de la plenitud de Cristo glorificado desciende gracia sobre gracia. Sin el rocío de las bendiciones celestiales que emana de la obra de Cristo, «nuestra montaña» sería seca y estéril.
Hermanos, meditemos la preciosa enseñanza que nos brinda este salmo: el servicio de los sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo y las benéficas bendiciones capaces de producir frutos para la gloria de Dios; son dos aspectos de la vida cristiana inseparables de la comunión entre los hermanos, comunión fundada sobre su relación con Cristo glorificado.
Hemos de notar que no se trata tanto de la relación en sí misma, vínculo invisible, como de la comunión que deriva de ella, y de la realidad visible, palpable, de esta comunión: los creyentes tienen la misma vida, la sacan de la misma fuente, gozan de ella y manifiestan que tienen todos juntos la misma unción del Espíritu Santo.
Es bueno y delicioso que los hermanos habiten juntos en armonía. Todos los cristianos son hermanos en Cristo, todos son miembros de su cuerpo. No obstante, puede ser que haya hermanos dispersados. Los judíos lo están actualmente y los cristianos han venido a serlo hasta tal punto que sólo el Señor conoce a los suyos.
Ahora bien, Dios en su gracia nos ha revelado, por su Palabra, el verdadero centro de reunión. Nos ha congregado (lo mismo que un día reunirá al remanente de Israel) y desea que los hermanos habiten juntos en armonía.
Desgraciadamente, puede ocurrir que los hermanos habiten juntos y no estén de acuerdo. Hemos de humillarnos, hermanos. ¡Cuántas veces este triste estado es el nuestro! Por eso la Palabra nos pide que vivamos juntos y unánimes, realizando la unidad fraternal, guardando la unidad del Espíritu, como leemos en la epístola a los Efesios. La «unidad del Cuerpo» no depende de nosotros, afortunadamente, por eso es indestructible y los que son hermanos serán siempre hermanos, pero pueden estar unidos o vivir en discordia. Por eso, amados hermanos, humillémonos y velemos, seamos “solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz” (Efesios 4:3).
Para realizar esto, necesitamos mucha tolerancia mutua, renunciamiento, humildad; es preciso tener lo que se nos pide en Filipenses 2:1-11: “Teniendo el mismo amor, unánimes, sintiendo una misma cosa”.
Queridos hermanos, no permitamos que la miseria y la falta de nobleza de nuestros corazones naturales nos quiten este gozo excelente, vinculado con el honor debido al Nombre del Señor y Le priven de esta gloria a Aquel que murió para juntar en uno a los dispersos hijos de Dios.