La gracia de Dios es la benevolencia, la pura bondad de un Dios que ama al hombre pecador, que desea su conversión y no su muerte. Es la bondad de un Dios que da gratuitamente, sin exigir nada en compensación: “Siendo justificados gratuitamente por su gracia” dice Romanos 3:24. No merecemos nada, Él no nos debe nada y, no obstante, Él da. Precisamente en esto consiste la gracia.
¿Cómo recibiremos tal don, tan ampliamente ofrecido? — Por fe, humildemente, no por obras o prevaliéndonos de algún mérito personal: “Por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios” (Efesios 2:8).
Esta gracia divina resplandeció en el Gólgota, en el sacrificio del Señor Jesús: “A causa del padecimiento de la muerte, para que por la gracia de Dios gustase la muerte por todos” (Hebreos 2:9). La obra de la cruz, obra suprema de la gracia, es el fundamento obligatorio de nuestra salvación eterna.
La gracia de Dios, situándola cronológicamente, es presentada bajo diversos aspectos:
- Como vehículo de salvación, fue manifestada otrora a todos los hombres (Tito 2:11).
- Es ella la que, hoy día, enseña al creyente, le fortifica y le fortalece. Es plenamente suficiente: “Bástate mi gracia” dice el Señor a su siervo (2 Corintios 12:9).
- Muy pronto, “la gracia que se os traerá cuando Jesucristo sea manifestado” (1 Pedro 1:13). Somos exhortados a esperar perfectamente en ella. Entonces serán manifestadas, en los siglos venideros, “las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús” (Efesios 2:7).